Rafael Torres. Los esclavos de Franco [epub]




Un año justo después de la guerra, el 1 de abril de 1940, Franco promulgó el decreto que disponía la construcción del Valle de los Caídos, obra tan descomunal como emblemática de la Victoria y de la Dictadura en la que se empleó la fuerza laboral esclavizada de 20 000 españoles, prisioneros republicanos. Ese mismo día, tras el Desfile de la Victoria por la Castellana, la recepción en Capitanía General y el almuerzo de gala en el Palacio de Oriente en el que Franco se sentó entre las mujeres de los embajadores de Hitler y de Mussolini, el Generalísimo invitó a los presentes a desplazarse con él a la sierra del Guadarrama para comprobar sobre el terreno el alcance del decreto y de su idea. Porque la de construir un gigantesco sepulcro para los muertos de su bando fue, como todas las grandes ideas en aquel tiempo ominoso, enteramente del Caudillo.


A Daniel Sueiro, el excelente escritor al que debemos la relación más detallada de la erección del monstruoso monumento no le extrañaba, desde luego, que de él fuera la idea y la obsesión por la idea:


«Para una personalidad del tamaño de la de aquel joven general que se había sumado a la sublevación militar a última hora y previas ciertas garantías, y que, sin embargo, a los pocos meses se hace con el mando supremo en su territorio; que de pronto se encuentra equiparable y equiparado a aquellos otros dos dictadores que desde Roma y Berlín empiezan a atemorizar a Europa y al mundo; que valora su triunfo por la magnitud del descalabro enemigo, de su destrucción y aniquilamiento, no resulta de todo punto incoherente el nacimiento y cultivo, en pleno campo de batalla, a la vista de millares de muertos, de una obsesión como la mencionada».




Diego Méndez, el arquitecto de la enorme Cruz del monumento, data esa obsesión en los inicios de la Guerra, cuando ya Franco «sintió la necesidad moral, podríamos decir que hasta física», de levantar un nunca visto túmulo funerario a los muertos de su guerra, si bien sólo, y hasta que tardía y oficiosamente se amplió un poco el derecho de admisión por el qué dirán, de sus muertos. Y Fray Justo Pérez de Urbel, Abad de la Basílica del Valle de los Caídos, confirma que la elección del lugar también fue cosa, y mágica, del Caudillo, de modo que «no se trataba de descubrir, sino de identificar y localizar una imagen que llevaba dentro». Esa imagen, la de ese paisaje adusto y árido que Franco llevaba dentro la llevaba, al parecer, desde que un día de enero de 1940 le dijo al general Moscardó, héroe del Alcázar de Toledo: «— ¿Quieres que vayamos a buscar el Valle de los Caídos?». Y, siempre según Pérez de Urbel, fueron a buscarlo y lo encontraron en las inmediaciones de El Escorial, en una finca llamada de «Cuelgamuros». Sería el lugar del hallazgo lo que hizo escribir a su primo y secretario, el general Franco Salgado-Araujo: «Tal vez haya querido imitar a Felipe II, que levantó el Monasterio de El Escorial para conmemorar la batalla de San Quintín». En todo caso, y según el arquitecto Méndez, «desde que la chispa de la idea quemó su inquietud, Franco tenía un punto de arranque: que la reunión póstuma de los mejores fuese en una cripta, en el corazón de una montaña… Buscaba con ojos sagaces una catedral natural para sarcófago jamás pensado de sus amados compatriotas». 


Ciertamente, sus amados compatriotas que vivían en paz en julio de 1936 no pensaron nunca que ante ellos, y para ellos, se abría en el cerebro de un pequeño general el proyecto de un sarcófago voraz y gigantesco.


Enrique González Duro, psiquiatra de la figura histórica de Franco ofrece, sin embargo, una lectura que, acorde con la de Daniel Sueiro, se nos antoja más sensata: «Endiosado como Caudillo invicto, Franco aspira a permanecer vitaliciamente en el poder, a morir en el poder y a perpetuar su obra por los siglos de los siglos». Así, pues, «pretendía elevar un grandioso monumento a los que cayeron por la patria, pero sobre todo que le inmortalizase a él mismo como autor de la victoria y del monumento». Méndez, Pérez de Urbel y la pléyade de hagiógrafos, apólogos y domésticos que le rodeaban se lo pusieron muy fácil y perfilaron a base de jabón y ditirambos locos su coartada fúnebre y patriótica. Así, Tomás Borrás, en artículo aparecido en ABC en 1957 (dos años antes de la inauguración de monumento), clamaba:


«Era preciso algo sin pareja ni mezquindad, de dimensión ciclópea. Se trataba de guardar despojos queridos de gigantes espirituales. ¿Un monumento? Sí, pero a escala de sublimidad, digno de los sublimes sacrificados con voluntario entusiasmo. Que la obra pudiera parangonarse con el magno hecho. Que la tierra recogiera a la carne tierra con la majestad debida».


Trabajadores esclavos en la base de la cruz


Aquel 1 de abril de 1940, primer aniversario de la Victoria, Franco se hallaba exultante: iba a presentar in situ el decreto de su idea a los amigos y al mundo entero. A las seis y cuarto de la tarde llegó la comitiva a Cuelgamuros, y los testimonios gráficos nos ayudan a identificar a la mayoría de quienes la integraban: los embajadores de Alemania e Italia con sus esposas, Carmen Polo, Rafael Sánchez Mazas recién condecorado con la Orden de San Silvestre por el Papa, Ramón Serrano Súñer «el cuñadísimo», el director general de Arquitectura Pedro Muguruza, los miembros del Gobierno, las altas jerarquías del Partido Único y de la Iglesia, el embajador de Portugal y los generales Varela, Saliquet, Moscardó, Millán Astray, Sáez de Buruaga, Barrón, Sánchez Gutiérrez, García Pruneda, Cano Ortega… El Caudillo acababa de estrenar, luciéndolo en el coche, el guión heráldico a cuyo diseño había dedicado largos y minuciosos estudios la Real Academia de la Historia, y henchido de gozo y vanidad escuchó con todos los presentes de labios del coronel Galarza, subsecretario de la Jefatura del Estado, el porqué profundo de su idea, de ese decreto y de aquella obra de exaltación delirante:


«La dimensión de Nuestra Cruzada, los heroicos sacrificios que la Victoria encierra y la trascendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya, no pueden quedar perpetuados por los sencillos monumentos con los que suelen conmemorarse en villas y ciudades los hechos salientes de nuestra Historia y los episodios gloriosos de sus hijos. Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido y que constituyan lugar de meditación y de reposo en que las generaciones futuras rindan tributo de admiración a quienes les legaron una España mejor. A estos fines responde la elección de un lugar retirado donde se levante el templo grandioso de nuestros muertos, en que por los siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria. Lugar perenne de peregrinación en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco en que reposen los héroes y mártires de la Cruzada».


Franco había identificado la «imagen que llevaba dentro» en la finca originariamente llamada «Pinar de Cuelga Moros», y luego, a partir de 1875, «Cuelgamuros», cuya propiedad pertenecía desde 1932 al marqués de Muñiz, Gabriel Padierna de Villapadierna. Las obras del monumento, pues a Franco le urgía materializar su idea, fueron declaradas de urgente ejecución, «siéndoles de aplicación lo dispuesto en la Ley de 7 de octubre de 1937» de expropiación forzosa. Pedro Muguruza, director general de Arquitectura y uno de los responsables de la supervisión y ejecución de las mismas, establecía, apremiado por el generalísimo, plazos de terminación:


«(Franco) tiene vehementes deseos de que las obras de la cripta se hallen terminadas en el plazo de un año, para inaugurarlas el 1.º de abril de 1941, y en el transcurso de cinco, el conjunto de todas las edificaciones, incluso jardines, que rodearán el monumento».




Pero la mole granítica del Guadarrama, en uno de cuyos relieves iba el Caudillo a proyectar su imagen ciclópea, parecía ser el único elemento del proyecto que se mantenía sumiso a la realidad, y no uno, ni cinco, ni diez, sino 20 años se tardó, pese a la explotación ininterrumpida de una masa laboral forzada que podía cifrarse en 20 000 personas (simultáneamente llegaron a trabajar 1200 prisioneros agrupados en tres Destacamentos), en inaugurar ese faro que, según la retórica de los vencedores, sería visible en los días claros desde Madrid, desde Castilla, desde toda España y hasta desde el último confín del Imperio.


El coste de la obra, que ascendería finalmente a mil ochenta y seis millones, cuatrocientas sesenta mil, trescientas treinta y una pesetas con ochenta y nueve céntimos, no iba a poder enjugarse mediante la fórmula de financiación que el decreto fundacional establecía, la suscripción nacional, y apenas iniciados los nuevos trabajos ya se tuvieron que buscar otras vías, retrayendo fondos de aquí y de allí, para allegar el dinero necesario. Diego Méndez, el arquitecto, también parece conservar, siquiera de modo intermitente, un cierto realismo, y dice sobre el particular: «El arrasamiento de la nación y la guerra mundial no favorecen la empresa, de gran envergadura, que se inicia en una serranía sin núcleo de población». En efecto, sobre un país destruido, endeudado por la guerra, en el que más de 15 000 personas mueren anualmente de tuberculosis a causa de la miseria, y en el que otras tantas fallecen de hambre y consunción, se quiere erigir esa mole mortuoria de mil y pico millones de pesetas de la época. Sin embargo, uno de los problemas que podrían presentarse para su ejecución está resuelto de antemano: la mano de obra puede extraerse, abundante y barata, de las cárceles. Las empresas San Román (filial de Agromán), Molán y Banús, las tres más importantes de las 65 que intervinieron en la construcción, iban a beneficiarse de esa masa productiva esclava durante el primer decenio de ejecución de las obras.


En cuanto al jornal, si es que puede llamarse así a la calderilla que percibían, era, normalmente, de 50 céntimos, si bien Banús, por ejemplo, les entregaba otros dos reales de su bolsillo. Las empresas pagaban sueldos muy bajos, entre la mitad y un tercio inferiores al de los obreros libres, en torno a las diez pesetas por penado y día, quedándose el Estado con el grueso de esa cantidad, 9,50 en el caso de los presos solteros. Otra cuestión eran los destajos que, prohibidos por el reglamento, eran práctica común en los Destacamentos de Trabajadores al servicio de empresas privadas, y mediante los cuales los forzados podían reunir, trabajando 10, 12 ó 14 horas al día, unas 30 pesetas a la semana.


La uniformación de los trabajadores presidiarios nunca llegó a extenderse demasiado, si bien los de Cuelgamuros fueron obligados hacia 1950, y de cara a una sesión fotográfica propagandística, a vestir el ominoso traje de esclavos: un uniforme marrón de tela basta y cuello Mao, y un gorro redondo con una gran T indicadora de trabajos forzados. Sin embargo, y aunque como queda dicho no cuajó el uso de semejante vestuario, no faltaron en Cuelgamuros los episodios vestimentales vejatorios. Cuenta García Cañas:


«Había allí una señora jefa, o sea, mujer del jefe de destacamento, que para señalarnos, para ver quiénes eran los que habían sido más malos, o sea, quién había tenido pena de muerte y quién no la había tenido, que a los que estábamos sentenciados con 30 años de reclusión, nos puso un botón blanco, de chapa, en sitio visible, había que llevarlo en el traslapo del mono, o en la chaqueta, o en la gorra, o en la camisa; un botón blanco del tamaño de los que usaban entonces en las guerreras los soldados, pero liso. Y los que habían tenido pena de muerte, esos tenían que llevarlo dorado; igual en sitio visible. O sea, que si venías y te quitabas el mono, tenías que prendértelo con el alfiler en la camisa».


A comienzos de la década de los 50, y a consecuencia de la presión internacional contra esas infames prácticas esclavistas que tanto remitían a las habidas en el recién derrotado el III Reich, se suprimió el trabajo forzado de los prisioneros, que fueron sustituidos por presos comunes. Sin embargo, el resultado no fue el apetecido por las autoridades porque los comunes se fugaban en cuanto podían, y paulatinamente el Valle y sus empresas se fueron surtiendo de obreros «libres», algunos de los cuales ya habían trabajado, como antes se dijo, en condición de penados.


Por lo demás, ni en el Decreto fundacional del Valle de los Caídos ni en ningún otro posterior se alude a que los restos de los caídos que iban a encontrar en él su postrera morada pertenecieran a caídos de los dos bandos. Sólo muy tardíamente y de manera oficiosa, se relajó en algo el derecho de admisión y se invitó a algunas provincias a trasladar allí algunos restos de republicanos, si bien la acogida de esta idea entre los familiares de los caídos leales no pasó, en la mayoría de los casos, de glacial.


Gregorio Peces-Barbas del Brío, apresado con otros 15 000 compatriotas por la división italiana Littorio en el puerto de Alicante en los últimos días de la Guerra, llegó como trabajador forzado a Cuelgamuros tras sufrir el calvario de cuatro años por innumerables campos de concentración, prisiones habilitadas y cárceles estables. Condenado a muerte por sus ideas liberales y conmutado después, Peces-Barba continuó purgando su delito en el Valle de los Caídos donde, gracias a esa cierta libertad de los penados a la hora de recibir a la familia, su hijo Gregorio, presidente del Congreso de los Diputados en la Transición, pudo, con cinco años, compartir su petate de preso y dormir con él. Hombre de gran instrucción y muy moderado en sus juicios e ideas, conviene traer a este libro, como cierre del capítulo dedicado al Valle de los Caídos, su impresión sobre aquella descomunal obra mortuoria que, en efecto, arrancó de cuajo la vida joven de tantos españoles:


«Para nosotros aquello era la creación de una mente que tenía ideas imperiales de España. Pensaba que aquello iba a ser, como él lo tituló, el monumento a los caídos; pero por nuestra parte pensábamos que era el monumento a sus caídos. Es decir, para él la guerra civil no era una guerra civil auténtica, no era una guerra entre españoles, era una guerra en que los buenos habían luchado contra los rojos; y únicamente al final de ese tremendo primer periodo en que él aumentó con centenares de miles de españoles el número de caídos durante la guerra civil, fue cuando pensó que había que dar frente al exterior la imagen de que aquello era para todos los caídos».


Monumento a la ignominia


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