Almudena Grandes RIP

 

 

En recuerdo de la sagaz pluma de Almudena os dejo algunos artículos breves, aunque incisivos, y cuya brevedad los hace aun más geniales. Fueron recopilados en un libro llamado La herida perpetua.

Perdemos una de nuestras más grandes escritoras y pensadoras, pero con el legado que dejó podemos seguir aprendiendo mucho. RIP

 

Alberto Ruiz-Gallardón, cuando parecía el relevo de Rajoy (Rencor)

 

Se levanta el telón, caen las máscaras. Por más que Rajoy permanezca ausente, y más allá de su insistencia en prorrogar los Presupuestos hasta después de las elecciones andaluzas, Soraya y Gallardón ya han asomado la oreja. En el caso del segundo, que se marchó del Ayuntamiento de Madrid haciendo un simpa, esto es, largándose sin pagar los 7000 millones que, con la normativa de Montoro en la mano, le habrían acarreado responsabilidades penales, el alarde exhibicionista es más llamativo. Parapetado tras el rigor carpetovetónico de Aguirre, Gallardón llevaba años haciendo de poli bueno, un papel que sus últimas propuestas han hecho pedazos.

A simple vista es lo de siempre, un ejemplo más de la técnica de la tortilla española creada en mala hora, hace más de un siglo, por Cánovas del Castillo, con quien Trillo comparó a Fraga, y con razón, hace muy poco. Cuando llego al poder, ceso a los tuyos, pongo a los míos, deshago todo lo que has hecho, y trágala, trágala… Luego, cuando vuelvas tú, pues haces lo mismo, trago yo, y tan amigos. Al fin y al cabo, la Transición no hizo otra cosa que rematar la Restauración borbónica que representó el franquismo.

Sin embargo, Gallardón aporta un rasgo novedoso. Hasta ahora, el PP se comportaba como si España fuera la finca de Cayetano, una propiedad privada, suya por la gracia de Dios. Por eso, su actitud estaba impregnada a partes iguales de desprecio y paternalismo hacia la izquierda, esa insolente advenediza que, por otra parte, gobierna con el complejo de inferioridad que menos le conviene. Pero ahora, las cosas han cambiado. El ministro de Justicia ha resucitado un sentimiento, el rencor, que fulmina las reglas del bipartidismo convencional para retrotraernos a tiempos feroces. Por ahí ha empezado, siempre, lo peor que nos ha pasado a los españoles. Y no estoy pensando en Cánovas.

 

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Indolencia con el fascismo en el horizonte

 

Los viejos luchadores llevan mucho tiempo advirtiéndolo: los derechos que no se defienden, se pierden. Los sindicalistas veteranos, los militantes históricos, hombres y mujeres que saben de lo que hablan, porque vivieron bajo una bota que pisoteó los derechos civiles, los derechos laborales, los derechos políticos que hoy disfrutamos solo porque ellos tuvieron el empeño y el coraje de conquistarlos uno por uno, llevan mucho tiempo recordando que nadie regala nada. Nunca. Pero… ¿Quién les va a hacer caso, si no han querido enterarse todavía de que la Historia se ha acabado, de que las ideologías han muerto, de que en la era del desarrollo tecnológico todos vamos a trabajar desde casa, en pijama y a ratos perdidos?

Primero fue el referéndum de Suiza, manos oscuras y amarillas tratando de robar pasaportes rojos con una cruz blanca en los carteles del partido promotor de la consulta, una imagen nauseabunda y estilizadísima, en la más pura estética fascista de 1930. Luego, tras la toma de posesión del alcalde de Roma, brazos estirados, palmas alzadas sin complejos, llegaron la solución final de Berlusconi para la cuestión gitana y la directriz europea sobre inmigración. Nadie regala nada. Nunca. A nadie. Por eso, la indolente pasividad de los europeos satisfechos de sí mismos ha incentivado la imaginación de los explotadores, y ahora tenemos por delante la semana laboral de sesenta horas. A lo peor, de sesenta y cinco.

Recuerdo I Compagni, la amarga y emocionante película de Monicelli, donde, a finales del siglo XIX, los obreros de una fábrica de Turín emprendían una huelga larga y extenuante para exigir la jornada de trece horas. Puede que, dentro de poco, sus bisnietos estén trabajando doce por no haber encontrado nunca motivos para protestar por nada. Y menos mal que la Historia se ha acabado. De lo contrario, no sé qué sería de nosotros.

 

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La derecha se organiza como ya no sabe organizarse la izquierda

 

Esto se veía venir. No me refiero al derrumbe de la construcción, que llevaba años divisándose desde kilómetros de distancia. Tampoco a la escasez de alimentos patrocinada por la soberbia occidental, el alegre abandono de la agricultura inspirado por la insensata hipótesis de que los chinos y los indios pudieran seguir produciendo a destajo sin consumir apenas por los siglos de los siglos. Ni siquiera hablo de la oleada de xenofobia institucional que se ha desatado al menor indicio de crisis, en este país de nuevos ricos donde no sé cómo no se nos cae la cara de vergüenza. No, hablo del triunfante retorno de la ideología. La derecha se reorganiza para hacer frente a la batalla de las ideas. Los mismos que anteayer decían que la ideología era un lastre caduco del siglo XIX, se enzarzan ahora en disquisiciones sutilísimas sobre la auténtica naturaleza del liberalismo.

Hay quien se ríe de ellos. A mí, la verdad es que me dan envidia. Me da envidia el volumen de afiliaciones del Partido Popular, me da envidia la disciplina de sus militantes, me da envidia la facilidad con la que montan tenderetes de recogida de firmas para cualquiera de las campañas que patrocinan, por muy odiosas que me resulten, me da envidia que tengan, siempre, interventores y apoderados de sobra en todas las mesas electorales. Mientras los partidos de la izquierda se abandonan a sus respectivas perversiones, entre la autocomplacencia sin condiciones y la búsqueda del Santo Grial de la pureza, la derecha ha aprendido la lección.

Ahora son ellos los que hacen partido, los que salen a tomar la calle, los que, aunque sea de carambola, han empezado a reivindicar la importancia de la ideología. Y ya sé que Aguirre no sabe lo que dice pero, antes o después, alguno sabrá. Y la izquierda no le verá venir, porque seguirá mirándose tranquilamente el ombligo.

 

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España no puede seguir siendo la pegatina de los fachas

 

La memoria tiene que ver con el presente

 

El pacto constitucional de 1978 no fue un milagro, sino un salto mortal sin red. La cuadratura del círculo, integrar a la derecha franquista con la izquierda retornada del exilio en un nuevo Estado, sin condenar la dictadura ni reivindicar la legalidad republicana de 1931, fue una temeridad, no una proeza. Sobre una política pública de memoria encubierta plagada de mentiras y manipulaciones, que nunca dejarán de serlo por muy buenas que fueran las intenciones que presuntamente las inspiraron, se levantó el edificio que ahora se desmorona. Durante cuarenta años, hemos acumulado distorsiones inconcebibles en cualquier otra sociedad democrática madura.

Así, España se ha convertido en una pegatina de los fachas, una casa ajena para millones de españoles que nunca tendrán otra. La derecha actúa como si hubiera heredado este país de sus abuelos, que para eso ganaron la guerra, y la izquierda le da tácitamente la razón, aceptando sin rechistar la condición de realquilada con derecho a cocina. Los progresistas españoles rechazan su propia patria, pero asumen el patriotismo de los nacionalistas, conservadores y clericales, como propio, en una pirueta tan incomprensible desde el punto de vista ideológico como desde el sentimental. La reacción y el progreso se convierten en vapor, conceptos tan difusos que quienes invocan el Estado de derecho no acatan sus reglas, y quienes reclaman democracia olvidan que, en un Estado democrático, la ley garantiza los derechos de los más débiles.

La memoria no tiene que ver con el pasado, sino con el presente y, sobre todo, con el futuro. No es una frase hecha, sino la clave de lo que estamos viviendo ahora mismo. ¿Lo han entendido ya?

 

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España, por lo visto, es cuestión de banderas. Saque una bandera a su balcón y olvídese de todo lo demás

 

Estamos rodeados. Desde la Feria del Libro de Guadalajara, interesarme por lo que pasa en España cada día me da más miedo, más vergüenza, más pereza. Cruzo los dedos antes de mirar las noticias en el móvil, y sin embargo, desde la lejanía, aprecio la intensificación del rasgo más perverso del proceso.

Mientras los tibios se desgastan y los bienintencionados cosechan ataques de todos los sectores, los culpables siguen ganando. El PP jamás habría podido soñar una coyuntura tan favorable como la que le han regalado los mítines televisados de Puigdemont, la prisión de Junqueras, las asambleas de la CUP. Cuando empezamos a oír hablar de la Gürtel, los ciudadanos tampoco habríamos podido creer que la implicación de un partido político en un escándalo de semejantes dimensiones pudiera pasar desapercibida, pero eso es lo que está ocurriendo. La tesorera del PP. procesada por el caso de los ordenadores de Bárcenas y en libertad provisional, no será expulsada porque no es un cargo público, alegan los portavoces de su partido, tras considerar que los triunfos electorales posteriores a los hechos extinguen cualquier responsabilidad política. Así de fácil.

Ahora, España es lo que importa, y España, por lo visto, es cuestión de banderas. El bienestar, los derechos y el futuro de los españoles es otra cosa, mucho menos importante, por lo visto, aunque no más que los intereses de los catalanes para esos líderes tan flexibles que van y vienen entre la verdad y la apariencia, la DUI simbólica y la mayoría social, la ilegitimidad de unas elecciones y el programa con el que van a intentar ganarlas. Así que, se mire por donde se mire, estamos rodeados. Los cercos se alimentan entre sí, y a los sitiados cada día nos falta más el aire.

 

Grandes, Almudena - La herida perpetua

 


Historia de este libro

 

Todo comenzó una tarde de diciembre del año 2007.

No me acuerdo de la fecha exacta ni de lo que estaba haciendo en ese momento, pero sé que no era escribir. En octubre de 2006 había terminado El corazón helado y me había quedado exhausta. Siempre había querido escribir una novela de mil páginas pero, después de lograrlo, me sumergí en un profundo y duradero periodo de desorientación. Catorce meses más tarde, aún no había averiguado adónde quería ir, ni qué quería hacer. No tenía ni idea de qué podría escribir después de haber escrito tanto.

En ese estado de ánimo respondí a una llamada de Javier Moreno, entonces director de El País, en cuyo suplemento, El País Semanal, colaboraba con dos artículos artículos al mes desde 1999. Supuse que el motivo de la llamada tenía que ver con esos artículos o con la petición de un texto para algún número especial. Lo último que me imaginaba era que Javier me había llamado para ofrecerme la columna de contraportada de los lunes, un espacio sagrado para mí.

En una columna titulada «Manolo» —con la que, el 8 de mayo de 2016, celebré el 40 aniversario de El País— explico por qué: «Todos los lunes compraba el periódico con inquietud, y solo los lunes leía la contraportada antes que los titulares. ¿Qué habrá escrito Manolo hoy? Necesitaba saber lo que opinaba para poder opinar. Cuando estaba de acuerdo con él me sentía feliz pero, a la larga, resultaba mucho mejor lo contrario. Le respetaba tanto que disentir de su opinión me obligaba a repensar la mía, a reflexionar con una disciplina implacable, porque él me enseñó que en el columnismo, en la literatura y en la vida, las preguntas son mucho más importantes que las respuestas».

Cuando Javier Moreno me la ofreció, la columna de contraportada de los lunes para mí era todavía eso, la opinión de Manolo Vázquez Montalbán, un santuario personal, todo un lugar de memoria que he venerado, venero y veneraré durante los días de mi vida. Él no podía saberlo y por eso no entendió mis reservas, la cautela con la que le dije que tenía que pensarlo antes de decirle algo. Pero ¿qué vas a pensar, mujer?, me respondió, dime que sí, solo puedes decirme que sí… La verdad es que me daba mucho miedo escribir en el lugar de Manolo. Me daban miedo el lunes, la contraportada, contraportada, el formato, el título. Me daba miedo, ante todo, defraudar a mi maestro allá en los cielos, pero Javier estaba tan convencido de que ese iba a ser mi sitio, que no me quedó más remedio que creer en él y decirle que sí.

El 7 de enero de 2008 publiqué mi primera columna. Se titulaba «Hola» y es esta:

La única corona de la que me considero súbdita ferviente es la que llevan sobre la cabeza Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Como ellos lo saben, y saben que, aunque republicana, soy buena chica, este año me han echado una columna. Concretamente, la que estoy estrenando ahora mismo. Yo soy muy ansiosa para los regalos y tengo que estrenarlos enseguida, no vaya a ser que se evaporen antes de consolidarse. Ya sé que esta declaración no resulta elegante, pero qué le voy a hacer si esa es mi tradición, la de la izquierda española, encadenada a gozos efímeros y pesares perpetuos, un tobogán emocional que impulsa a los Gobiernos progresistas a la pusilanimidad maquillada de prudencia que resulta fatal a medio plazo. Porque las gentes de orden conocen bien esa debilidad, y la manejan como nadie para provocar desórdenes.

Es como un bucle sin fin, que no se acaba nunca. Decidida partidaria de las alegrías de este mundo, vuelvo a sentir en la nuca un aliento rancio, que se ha hecho familiar entre nosotros a golpe de Estado o, en su defecto, de urna. Me refiero al estrepitoso jadeo de una jerarquía católica ávida de poder temporal y poco dispuesta a sufrir en este valle de lágrimas. Me sorprende que algunos se sorprendan porque, hablando de tradiciones, la simonía es tan antigua como la mortificación que los obispos españoles ya no practican para ganarse el cielo. Parece que, a base de mortificarnos, pretenden que nos lo ganemos los demás. Yo, que no aspiro a tanto, me conformaría con que el año electoral que ahora empieza nos trajera unas gotas de felicidad laica, plebeya, terrenal, tan vulgar como todos los regalos que no sabe fabricar ningún rey, ni siquiera si es mago. Con ese deseo inauguro mi primera columna acostada, como aquellas donde firmaban los poetas románticos al visitar las ruinas de los templos clásicos.

Recuerdo que tardé una mañana entera en escribirla. Recuerdo también cómo pesé y medí cada palabra, con qué cuidado repartí las comas, cuántas veces cambié los adjetivos. Mi primera columna en el espacio de Manolo no podía ser una opinión trivial, así que saqué de una vez toda la artillería. Ahora la leo y comprendo que, aun sin pretenderlo, lo que redacté fue una declaración de principios casi completa. En esa columna estaba yo, mujer, republicana, española, de izquierdas, anticlerical, plebeya, peleona y partidaria de la felicidad. Hoy solo echo de menos mi ciudad, Madrid, y al Atleti. En mi descargo aclararé que, en enero de 2008, aún no había llegado el Cholo y los colchoneros no andábamos muy allá de autoestima. Los madrileños que nunca hemos votado al PP no estábamos mucho mejor, tras las respectivas, repetidas victorias electorales obtenidas en mayo de aquel año por el alcalde Ruiz-Gallardón y la presidenta Aguirre, que pronto se convertirían en dos de mis personajes favoritos, como descubrirá enseguida el lector.

Desde aquella, he escrito muchas, muchísimas columnas durante más de diez años, pero la mayoría han girado alrededor de las palabras que escribí en esta. Parece asombroso, pero aún me resulta más sorprendente no haber sido capaz de darme cuenta por mí misma.

Diez años más tarde, la historia de este libro cambió de rumbo.

Madrid, primavera de 2017, parque del Retiro, Feria del Libro, calor, alegría y mucha gente. Yo estaba en una caseta firmando un poco de todo, porque todavía faltaban unos meses para que apareciera Los pacientes del doctor García, cuando se me acercó un hombre joven con toda la pinta de ser un lector normal. Pero las apariencias engañan.

Juan Díaz Delgado me contó que era filósofo y estaba escribiendo una tesis doctoral, un análisis de mi obra desde la perspectiva de la filosofía antropológica. Me impresionó mucho, quedamos para hablar después del verano y con una entrevista no tuvimos bastante. Mi relación con Juan, que pronto demostró tener el gran mérito de regalarme plantas que nunca se mueren, fue haciéndose más profunda al mismo ritmo que avanzaba su tesis, y me ayudó a fijarme en aspectos de mi propio trabajo que no había advertido por mí misma. Este libro es el fruto de su observación más certera.

Cuando me preguntó por qué nunca había publicado una recopilación de columnas, habiendo escrito tantas, le respondí que no me parecía interesante colocar un montón de artículos al tuntún en las páginas de un libro. Entonces me explicó que no se trataba de eso. Él había leído con atención mis columnas de El País para redactar un capítulo de su tesis y había advertido un eje fundamental en ellas. Gracias a Juan Díaz Delgado descubrí que a lo largo de los últimos diez años, he escrito sobre todo acerca de España como problema. Y ese descubrimiento me ofreció otra perspectiva sobre mi trabajo como columnista, una mirada nueva, diferente e inesperadamente atractiva para mí. Porque, al cabo, mis opiniones de contraportada en El País han girado alrededor del mismo tema del que tratan mis últimas novelas, desde El corazón helado hasta hoy.

El problema de España, las razones que la han convertido en un conflicto para millones de españoles, la anormalidad de este país bipolar que solo logra comportarse como los demás cuando la selección nacional juega un mundial de fútbol, el amor y el desamor que nos parten continuamente por la mitad, los orígenes, el desarrollo, los relatos contrapuestos, las soluciones posibles para curar esta herida que sangra demasiado, desde hace demasiado tiempo, y nos hace demasiado daño, constituyen el tema de este libro.

Porque creo que es un problema auténtico, que existe de verdad por más que muchos se empeñen en negarlo. Porque si no analizamos los errores que se cometieron en el pasado, nunca encontraremos la manera de extirparlos del futuro. Porque yo no llevo una pulsera rojigualda en la muñeca, pero soy española y amo profundamente a mi país, aunque a veces me duela.

Tengo que agradecer a Juan Díaz Delgado muchas cosas. En primer lugar, la perspicacia sin la que este libro no habría llegado a existir. También la generosidad con la que se ofreció a recopilar y organizar mis textos, las largas horas de trabajo que tuvo que invertir en ese empeño, su interés por mi obra, su constancia y su compañía.

Y siempre estaré en deuda con Javier Moreno por haberme ofrecido la columna de Manolo y haberme convencido de que podría llegar a ser también la mía.

Almudena Grandes. Madrid, 17 de marzo de 2019

MARÍA CRISTINA, VENIDA A ESPAÑA PARA ENGENDRAR A ISABEL II



María Cristina de Borbón llegó a Madrid en diciembre de 1829 con un objetivo bien definido. Ese objetivo se lo marcó su tío, rey de España, y no era otro que el de la cohabitación incestuosa entre sobrina y tío para engendrar al esperado heredero de la Corona española. 

 

Nacida el 27 de abril de 1806 en Palermo. Sus padres fueron Francisco I de las Dos Sicilias y la infanta María Isabel de Borbón que era hija de Carlos IV de España y hermana de Fernando VII. Maria Cristina contaba por entonces con 23 años, su tío esposo bastantes más, veintidós para ser exáctos. La juventud de la futura reina aumentaba las posibilidades de embarazo, aunque claro, si no arraigaba la semilla real, la tara sería suya, ya que a nadie le dio por pensar que los espermatozoides del rey pudiesen tener el mismo coheficiente intelectual que su anfitrión. 


Fernando VII había enterrado ya a tres esposas sin legar descendencia, pero sus cojones eran los de un semental, oigan. En muchas ocasiones, la naturaleza nos muestra ejemplos de su inmensa sabiduría, así que es posible que Gaia negara a semejante bestia parda el poder traer al mundo astillas de una rama corrupta y degenerada.

 

El receptáculo del semen real, María Cristina, podría haber optado por otras opciones un poco menos repugnantes que casarse con su viejo tío, hermano de su madre; pero parece ser que a los reyes les gustan las púberes y María Cristina ya había superado la veintena de años, por lo que se le cerraban muchas puertas de casas reales. Era hija del rey Francisco de Nápoles y de la infanta María Isabel, hermana de su futuro marido. El matrimonio frustrado con su primo, Carlos Luis, rey de Etruria y futuro rey de Parma, fue lo que determinó su casamiento con el hermano de su madre. Como se puede comprobar, todas las casas reales europeas son de genética degenerada, debido a la mezcla consanguínea llevada a cabo durante siglos. Esta degeneración genética conduce invariablemente a la depravación física, intelectual y ética, como se puede comprobar empíricamente a lo largo de los 300 años que los españoles llevan sufriendo a la casta borbónica.

 

La nueva reina no era demasiado lista -siendo generoso-, aunque no tardó en darse cuenta que acababa de entrar en una pocilga de difícil salida. El rey, aquejado constantemente por sus ataques de gota y varias enfermedades, tras años de comerse los cerdos enteros y beberse el vino por barricas, aparentaba muchos más años de los que reunía. Tenía un humor de mil demonios y desconfiaba hasta de su mala sombra. También fue marcado en su niñez, dominada por el todopoderoso Manuel Godoy -que se tiraba a su madre y regía los destinos de España-, desconfiaba de cualquier influencia demasiado cercana y poderosa. Isabel Burdiel, en su biografía de Isabel II describe así al rey:

 

<<Su manera de reinar consistió siempre en dividir y enfrentar entre sí a cuantos le rodeaban, de forma que potenció en todos ellos, a través del desconcierto y del terror, el más abyecto servilismo. Ladino, desconfiado y cruel, dado al humor grueso y a las aventuras nocturnas, el rey de España no era desde luego una figura atrayente. Sin embargo, podía ser muy manipulable si se sabía atender bien a sus deseos.>> [Isabel Burdiel: Isabel II. Una biografía (1830-1904). 2011]

 

Josefa Amalia de Sajonia

La anterior experiencia marital vivida por el rey no resultó de su total agrado. Asaltó la cuna de una niña, puesto que Josefa Amalia de Sajonia apenas contaba 15 años, cuando tuvo que abrir sus piernas para recibir la verga real. Pero esta princesita alemana resultó ranita, era más beata que una monja de clausura. El rey llegó incluso a quejarse en público de cosas tan íntimas como la estrechez de la reina. Dejó muy claro a todos los que quisieron oírle y en cuanto tenía ocasión, que quería a su lado alguien que se acomodase más a su gusto por los placeres y por la diversión. «No más rosarios. Estoy de rosarios hasta el coco», se le escuchó decir alguna vez.

 

El retrato que se le hizo llegar de su alegre sobrina napolitana parece que ilusionó al monarca con la expectativa de encontrar a una reina tan crápula como él. Lo que aún no sabía es que una de las hijas que engendrarían, Isabel II, dejaría el listón en el puesto más alto alcanzado hasta el momento (que ya es decir). 

 

Cuando Fernando VII vio el retrato de María Cristina sintió una viva impresión. Dice el marqués de Villa-Urrutia en su libro La reina gobernadora:

«Era considerada Cristina como hermosa, no por la corrección de sus facciones, sino por el conjunto, según se puede apreciar en el retrato de don Vicente López, cuyo pincel, como el de Goya, no pecó de cortesano y lisonjero. Su cabello era castaño; los ojos, pardos, parecían negros a cierta distancia, y sin ser grandes resultaban expresivos y dominantes; la boca, graciosa, con propensión constante a la sonrisa; la frente, proporcionada al rostro; la nariz, más bien grande sin ser borbónica; el color, blanco nacarado; los pómulos, ligeramente rojos; las orejas, menudas y bien puestas…». [Historias de las reinas de España. La Casa de Borbón. Carlos Fisas, 1989]

 

Esta ilusión del monarca se transformaba en inquietud a ojos de su hermano, el heredero a la corona si su hermano no dejara descendencia. La degeneración mental del hermano del rey se manifestaba en esta ocasión en fanatismo religioso del más abyecto, en lugar de crapulez. Isabel Burdiel vuelve a ilustrarnos:

 

<<Fanáticamente religioso, sobrio y virtuoso en su vida privada, la figura de don Carlos contrastaba notablemente con la del rey. Casado desde 1816 con su sobrina, la infanta portuguesa María Francisca de Braganza, tuvo con ella tres hijos (Carlos Luis, Juan y Fernando) y todas las fuentes coinciden en señalar que el carácter enérgico de su esposa ejercía una gran influencia sobre el suyo, más bien débil y apocado. Una energía y una influencia que María Francisca compartía con su hermana María Teresa de Braganza, princesa de Beira, con quien don Carlos acabó casándose años más tarde, en 1838, al morir su primera esposa.>>

 


Siendo Fernando VII príncipe de Asturias, se había pensado en casarle con la infanta María Teresa de Braganza. El matrimonio se frustró por la oposición de Godoy, y la infanta portuguesa terminó casándose con su primo el infante don Pedro Carlos, hijo del infante Gabriel de España y de la infanta portuguesa doña María Ana Victoria, hermana de Juan VI. María Teresa fue madre del infante Sebastián y, tras su temprana viudedad, permaneció en la Corte de Madrid, donde se convirtió, junto con su hermana, en alma del partido realista en la Corte.

 

Para el círculo cortesano que rodeaba al hermano del rey, el nuevo matrimonio no era una buena noticia. Peligrando la coronación de Carlos también peligraba el proyecto político de los llamados apostólicos, la parte más reaccionaria de las oligarquías españolas, más cafres aun que el propio Fernando VII. Entreverados en todos los resortes de poder, como en el Consejo de Estado  y en los cuerpos de voluntarios realistas, auténtico cuerpo paramilitar formado en 1824 con el objetivo explícito de combatir cualquier amago de revolución. Los inquisidores llevaban casi una década protagonizando conspiraciones dispersas y hostigando cualquier intento reformista, por tímido que fuese.

 

La limitadísima amnistía de 1824, forzada por las potencias de la Santa Alianza, así como la introducción de algunas reformas hacendísticas imprescindibles para evitar el derrumbe absoluto de la economía, se convirtieron en anatemas para aquéllos que creían fanáticamente en el realismo puro. No estaban dispuestos a dejar avanzar ni un paso al país, sólo trataban de retrotraernos a la Edad Media de los Reyes Católicos; como hicieron las hordas Cristo-Fascistas de Franco más de cien años después.

 

La reacción también se nutrió con la falta de reconocimiento de grados y empleos de muchos de los que habían combatido la experiencia constitucional inaugurada en 1820, y el no restablecimiento de la Inquisición tras la reacción de 1823 sumaron frustración y resentimiento en el ala radical del absolutismo. En 1826 apareció el denominado Manifiesto de los Realistas Puros, en el que se denunciaba la traición de los ministros de Fernando VII, e incluso del propio rey, a los principios puros de la religión y el trono por los que se había combatido durante el Trienio Liberal. Las estrechas relaciones de don Carlos con aquellos grupos ultramontanos era un secreto a voces.

 

Cuando María Cristina llegó a España en 1829, el recurso a la violencia por parte de los realistas exaltados estaba apagado pero latente. Desde el principio fue consciente de que debía forjar en torno suyo algún tipo de alianza política y cortesana. En principio, su aliada natural era su hermana, la infanta Luisa Carlota, casada en un nuevo alarde de endogamia borbónica con otro hermano del rey, el infante don Francisco. Desde su llegada a la Corte, con apenas dieciséis años, la mayor de las hermanas napolitanas había demostrado tener mucho carácter y no estar dispuesta a ocupar un lugar anodino y subordinado entre sus cuñadas portuguesas. Los enfrentamientos con ellas eran tan legendarios como los continuos devaneos amorosos de Luisa Carlota y las bromas pesadas con que atormentaba a su desgraciado marido. Francisco de Paula, por su parte, también tenía su peculiaridades. De él se decía que había estado casado en secreto con una plebeya, que tenía al menos un hijo ilegítimo, que era masón y que durante el Trienio Liberal había demostrado ciertas simpatías por los liberales, o que, al menos, había hecho alarde de ellas en previsión de que Fernando VII fuese derrocado y se buscase un rey más proclive a aceptar el constitucionalismo.

 

Quizás fueron la influencia y la fama de su hermana y de su cuñado las que hicieron abrigar esperanzas de que la nueva reina tendría un talante más abierto que el de sus predecesoras y, por supuesto, que el de don Carlos y sus partidarios.

 


Ella no hizo nada por desmentirlo. A los cinco meses de celebrarse el matrimonio real, se anunció que la reina estaba embarazada de cuatro meses. Inmediatamente después, el 3 de abril de 1830, el rey hizo publicar la Pragmática Sanción que abolía la Ley Sálica por la cual, desde la llegada de los Borbones al trono de España en 1713, se excluía a las mujeres de la posibilidad de heredar directamente el trono. Con esta medida, Fernando VII recuperaba un acuerdo de las Cortes españolas de 1789, que no había sido jamás sancionado y promulgado, y además cortaba de raíz las pretensiones de su hermano de acceder al trono. La medida se demostró previsora, porque el triunfo de María Cristina no fue completo. El 10 de octubre de 1830 dio a luz a «un heredero, aunque hembra» como definieron a la recién nacida los comentaristas de la época. Ese mismo día, el rey dirigía al secretario del despacho de Gracia y Justicia, don Francisco Tadeo Calomarde, un parte redactado en los siguientes términos:

«En la tarde de hoy, a las cuatro y cuarto, la reina mi augusta esposa ha dado a luz con felicidad una robusta infanta. El cielo ha bendecido nuestra venturosa unión y colmado los ardientes deseos de todos mis amados vasallos que suspiraban por la sucesión directa de la corona. Daréis conocimiento de ello a las autoridades y corporaciones de toda la monarquía, según corresponda, para su satisfacción y que se tribute al Señor la más rendida acción de gracias por tan inestimable beneficio; rogando al mismo tiempo por la salud de la reina, y que ampare con su divina omnipotencia el primer fruto de nuestro matrimonio. En palacio, a 10 de octubre de 1830.»

 

El 13 de octubre de 1830 Fernando ordenó insertar un real decreto en la Gaceta que decía:

«Es mi voluntad que a mi muy amada hija la infanta María Isabel Luisa se la hagan los honores como a príncipe de Asturias por ser mi heredera y legítima sucesora a mi corona mientras Dios no me conceda un hijo varón».

 


La infanta Isabel Luisa llegó al mundo en una Corte donde la espesa red de consanguinidad que unía a la familia real no era menor que la tupida maraña de intrigas que la dividía. Llegó también al mundo en un país donde los liberales llevaban más de veinte años pugnando por vencer la resistencia del absolutismo representado por Fernando VII y, al extremo, por su hermano don Carlos. Mientras la opinión liberal se mantenía a la expectativa, los partidarios del Infante hicieron todo lo posible durante el embarazo de la reina para que las Cortes «hermanas» de Nápoles y Francia forzasen a Fernando VII a reconsiderar su decisión de permitir que reinase una mujer, por muy hija suya que fuese. Sin embargo, para cuando aquella hija nació, la revolución francesa de 1830 había despejado mucho el horizonte. La subida al trono de Luis Felipe de Orleans canceló las presiones diplomáticas y familiares, al menos por parte de Francia, y abrió el camino para que la sucesión femenina del reino de España pudiese materializarse, lo que de paso consolidó a María Cristina en Palacio como la madre de la sucesora directa a la Corona.

 

Los liberales, dados su precaria situación y el temor a don Carlos, apoyaban los derechos sucesorios de la infanta Isabel. María Cristina debía, a su juicio, utilizar el capital político que le otorgaban las esperanzas concebidas en torno a ella y al nacimiento de su hija. La reina no podía, ni debía, comprometerse con nadie, pero podía enviar señales a sus posibles partidarios, como, por ejemplo, aconsejar al rey un indulto con motivo del nacimiento de la Infanta «para aumentar la fuerza moral del partido de V. M.»

 

Y en este bonito panorama nació Isabelita: con su tío tratándola de usurpadora desde que mamaba teta, y por ello provocó una sangrienta guerra civil. Los cortesanos revueltos en busca de acertar al apostar por una u otro ganador. La Inquisición apretando para poder volver a las andadas. Los políticos conspirando para seguir ostentando sus títulos de "próceres de la patria" y la inminente muerte de su padre, que murió cuando ella solamente contaba tres años.