Varlam Shalámov. Relatos de Kolimá [6 Libros en epub]




Varlam Shalámov se adentra en el infierno blanco de Kolimá, región situada en el límite oriental de Siberia. La maestría de Shalámov se enfrenta al paisaje intimidante de la taiga, a los sufrimientos padecidos en los campos de trabajo, a todo lo que implica saber que el horror de Kolimá es imposible de narrar aunque él esté determinado a hacerlo. Para superar ese reto, para representar la inhumanidad, para escapar a la maldición del grito silencioso, Shalámov escoge la forma del relato breve, cuyos rasgos principales son, según su propia expresión, el «laconismo», las frases «cortas como una exhalación» o «secas y musculosas como una bofetada». Relatos de Kolimá es una de las más trágicas y grandiosas epopeyas del siglo XX. Con este volumen —el primero de los seis que forman el ciclo general—comienza ahora a publicarse por primera vez de forma completa en castellano y de acuerdo con la estructura que el autor dio a su obra.




Se abrió la enorme puerta de dos alas y en el barracón de tránsito entró el repartidor. Se colocó en la ancha franja de la luz de la mañana que reflejaba la nieve azulada. Dos mil ojos lo miraban de todas partes: desde abajo, de debajo de las literas, de enfrente, de los lados y de arriba, desde la altura de unas literas de cuatro pisos, adonde se encaramaban por una escalerilla los que aún tenían fuerzas para ello. Era día de arenque, tras el repartidor apareció una enorme bandeja de madera que se doblaba bajo una montaña de arenques cortados a mitades. Tras la bandeja iba el vigilante de guardia, su blanca pelliza de piel de oveja brillaba como el sol.


El pescado se entregaba por la mañana, un día sí y otro no, y en medias piezas. Nadie sabía a qué cálculos de proteínas y calorías se debía la medida, aunque tampoco nadie se interesaba por aquel enigma. El murmullo de centenares de bocas repetía lo mismo: colas. Cierto jefe sabio que tenía en cuenta la psicología de los presos dispuso que en cada comida se sirvieran o bien las cabezas o bien las colas de arenque. Las ventajas de una y otra parte era un tema repetidamente discutido: en la cola al parecer había más carne de pescado, pero, en cambio, la cabeza era más sabrosa. El proceso de deglución del alimento duraba mientras se chupaban las agallas y se masticaba propiamente la cabeza. El arenque se entregaba sin limpiar, y era algo que todos aprobaban, pues el pescado se comía entero, con piel y espinas.


Pero el disgusto que provocó el hecho de que no fueran cabezas pasó como un suspiro y se esfumó: las colas estaban ahí, eran un hecho indiscutible. Por lo demás la bandeja se acercaba y, con ella, también el momento más crucial: de qué tamaño sería el pedazo que te darían, pues ya no podrías cambiarlo por otro, tampoco protestar; todo estaba en manos de la suerte, de la carta que te tocaba en este juego al hambre. La persona que distraídamente cortaba las raciones no siempre comprendía (o simplemente había olvidado) que diez gramos más o menos —diez gramos, o lo que parecían serlo— podían degenerar en un drama, un drama tal vez sangriento. De las lágrimas no valía la pena ni hablar. Las lágrimas eran algo frecuente y todos las comprendían, nadie se reía del llanto ajeno.




En las trágicas páginas de Rusia, en los años treinta y siete y treinta y ocho se dieron sus notas líricas, notas escritas con peculiar caligrafía. En las celdas de la prisión Butirka —un enorme organismo carcelario con una vida compleja en sus numerosas galerías, subterráneos y torreones—, repletas a más no poder, hasta el extremo de que los detenidos se desmayaban, en toda aquella bacanal de arrestos, de deportaciones sin juicio ni veredicto, en aquellas celdas abarrotadas de seres vivos se consolidó una curiosa costumbre, una tradición que se mantuvo no pocos decenios.


El celo de la vigilancia, inoculado de manera incansable, transmutado en manía espiatoria, era una enfermedad que afectó a todo el país. Cada minucia, comentario banal o alusión, adquiría un temible y misterioso sentido, un significado que debían descifrar en sus despachos los instructores de «causas».


Una aportación importante por parte de la administración carcelaria fue la de prohibir los paquetes —tanto de ropa como de comida— para los presos encausados. Los sabios del mundo judicial afirmaban que operando con dos bollos franceses, cinco manzanas y un par de pantalones viejos se podía transmitir a la prisión cualquier texto, hasta un fragmento de Anna Karénina.


De este modo las «señales del mundo libre» —fruto de las mentes enfebrecidas de los abnegados servidores de la administración— se veían cortadas del modo más seguro. Los envíos desde entonces solo podían ser de dinero, y para ser más exactos no más de cincuenta rublos al mes para cada detenido. Un giro solo se podía mandar en sumas redondas —diez, veinte, treinta, cuarenta o cincuenta rublos—, para de este modo evitar toda posibilidad de que se confeccionara un nuevo alfabeto de señales cifradas.


Lo más fácil, y más seguro, habría sido simplemente prohibir cualquier envío, pero esta prerrogativa se dejó en manos del investigador que llevaba el «caso». «En interés de la instrucción» este tenía derecho a prohibir todo género de envíos. La medida no carecía tampoco de cierta interesada utilidad en el orden comercial: desde que se habían prohibido los envíos de objetos y de comida, la tienda de la prisión Butirka había multiplicado sus operaciones.


Por alguna razón, la administración no se decidía a rechazar definitivamente todo género de ayuda por parte de los familiares y amigos, aunque estuviera convencida de que tampoco en este caso, semejante medida, ni dentro de la prisión ni fuera de ella, en la calle, suscitaría protesta alguna.


En una palabra, una limitación, un atentado más contra los derechos, ya de por sí casi inexistentes, de los detenidos en fase de instrucción del sumario…




Bogdánov era un dandi. Siempre bien rasurado, lavado y con olor a perfume —Dios sabe qué perfume era aquel—, y con una mullida gorra de reno, con orejeras, atada con un extraño y complicado lazo hecho con anchas cintas negras de muaré, con una chaqueta yakuta cubierta de bordados y unas botas de piel de reno repujada. Llevaba las uñas pulidas y el sobrecuello, de una blancura impecable, estaba almidonado. Todo el año treinta y ocho, el año de los fusilamientos, Bogdánov trabajó de responsable del NKVD en una de las administraciones de Kolimá. Los amigos escondieron a Bogdánov en el lago Chorni, en unas prospecciones de carbón, cuando los tronos de Interior se tambalearon y una tras otra rodaron las cabezas de los jefes. El nuevo superior de pulidas uñas se presentó en lo más profundo de la taiga, un lugar donde desde la creación del mundo no había habido ni barro; se presentó con su familia, con la mujer y tres hijos a cual más pequeño. A los niños y a la mujer les estaba prohibido salir de la casa en la que vivían; de modo que vi a la familia de Bogdánov solo dos veces: el día de su llegada y el de la partida.


El responsable del almacén llevaba cada día los víveres a la casa del jefe, y los trabajadores trasladaron allí una barrica de doscientos litros de alcohol: la hicieron rodar hasta la casa del jefe por unas tablas, siguiendo un caminito de madera trazado en la taiga para la ocasión. El alcohol es lo más importante, lo que más conviene guardar, tal como le habían enseñado a Bogdánov en Kolimá. ¿Un perro? No, Bogdánov no tenía perro. Ni perro ni gato.


En la prospección había un barracón que hacía de vivienda, y tiendas de campaña para los trabajadores. Todos vivían juntos: los libres contratados y los reclusos. Entre ellos no había diferencia alguna, ni en cuanto a los jergones ni a los enseres de la casa; pues los libres, presos recientes, aún no habían conseguido hacerse con maletas, aquellas maletas hechas a mano que conocían todos los reclusos.


Tampoco en la jornada, en el régimen de trabajo, había diferencia; pues el jefe anterior, que había abierto un sinfín de yacimientos y había trabajado en Kolimá casi desde la creación del mundo, por alguna razón no podía soportar todos esos «a sus órdenes» y «le informo de que». En los tiempos de Paramónov, que es como se llamaba el jefe anterior, no se nos practicaban controles, pues nos levantábamos con la salida del sol para acostarnos cuando el sol se ponía. De todos modos, en el Polo el sol no abandonaba el cielo en toda la primavera y el principio del verano, de manera que no hacían falta controles. La noche en la taiga es corta. Y nadie nos había enseñado a «saludar» al jefe. Y aquel que había aprendido a hacerlo pronto se olvidó de aquella humillante ciencia. Por eso, cuando Bogdánov entró en el barracón nadie gritó «¡atención!», y uno de los nuevos trabajadores, Ribin, siguió remendando su destrozada capa de lona.


Bogdánov se sintió indignado. Se puso a gritar que iba a poner orden entre esos fascistas. Que la política del poder soviético era de dos tipos: correccional y punitiva. Pues bien, él, Bogdánov, estaba dispuesto a aplicarnos la segunda con todo su peso, y la ventaja de no llevar escolta no nos sería de ayuda. Los habitantes del barracón, a los que se dirigía Bogdánov, eran unas cinco o seis personas; mejor dicho, cinco, porque la quinta plaza la ocupaban, por turnos, dos guardas nocturnos. Al salir, Bogdánov agarró la puerta de madera del barracón, quiso dar un portazo, pero la sumisa lona solo se balanceó en silencio. A la mañana siguiente, a los cinco detenidos, más al guardia ausente el día anterior, se nos leyó la primera orden del nuevo jefe.


El secretario del jefe, con voz sonora y pausada, nos leyó la primera obra literaria del nuevo jefe: la «Orden n.º 1». Paramónov, como se comprobó, ni siquiera tenía libro de órdenes, y una nueva libreta escolar corriente de la hija de Bogdánov se convirtió en el libro de órdenes del distrito hullero.


«He observado que los reclusos del distrito se han desmandado, han olvidado la disciplina del campo, lo cual se refleja en el hecho de que no se levantan para los recuentos de control y no saludan como es debido a su superior.


»Considerando que lo señalado constituye una transgresión de las leyes fundamentales del poder soviético, propongo categóricamente…»


A lo que seguía el «orden del día», tal como se había conservado en la memoria de Bogdánov de su empleo anterior.


Mediante la misma orden se nombró un stárosta y un responsable de guardia, sin que el cargo lo liberara de su trabajo principal. Las tiendas se separaron por una cortina de lona, que dividía los limpios de los sucios. Los sucios recibieron la noticia con indiferencia, pero los limpios, que habían sido sucios ayer, nunca le perdonaron a Bogdánov esta decisión. La orden provocó el enfrentamiento entre los trabajadores libres y su jefe.


Bogdánov no entendía nada de aquel cometido, y cargó toda la responsabilidad sobre las espaldas del capataz, y todo el celo administrativo de este jefe, un hombre de cuarenta años sumido en el aburrimiento, cayó sobre los seis presos. Cada día el jefe anotaba tal o cual falta, transgresiones del régimen carcelario, actos que rayaban el crimen. En la taiga se construyó a toda prisa una celda de castigo; al herrero Moiséi Moiséyevich Kuznetsov se le encargó un cierre para la celda, la esposa del jefe tuvo que sacrificar su propio candado. El candado fue de gran utilidad. Cada día encerraban a algún preso en la celda de castigo. Corrió el rumor de que pronto se solicitaría la presencia de un convoy, una unidad de guardia. Dejaron de darnos la ración de vodka que corresponde a quienes trabajan en el Polo. Se racionó el azúcar y la majorka.


Cada tarde algún preso era llamado a la oficina para mantener una charla con el jefe del distrito. También me llamaron a mí. Mientras hojeaba mi abultado expediente personal, Bogdánov iba leyendo extractos de los numerosos memorandos, admirándose sin medida del léxico y el estilo de estos. A veces parecía como si Bogdánov temiera que se le olvidara leer; en casa del jefe no había más lectura que unos cuantos libros infantiles arrugados.


De pronto un día descubrí con asombro que Bogdánov estaba sencillamente borracho. El olor de un perfume barato se mezclaba con el tufo del alcohol. Tenía la mirada turbia, apagada, pero hablaba con precisión. Aunque todo lo que decía era más que ordinario.




¿Con qué se firman las condenas a muerte: con tinta química o con la de los pasaportes, con la tinta de los bolígrafos o con alizarina, disuelta en sangre pura?


Apuesto a que ninguna sentencia de muerte se ha firmado con un simple lápiz.


En la taiga no necesitábamos tinta. La lluvia, las lágrimas, la sangre disuelven cualquier tinta, cualquier lápiz químico. Los lápices químicos no se pueden mandar en los paquetes, en los registros los requisan, y ello por dos razones. La primera es que un preso podría falsificar cualquier documento; la segunda es que un lápiz de este tipo se convierte en la tinta tipográfica con que los comunes hacen sus cartas, las barajas, y por tanto…


Solo está permitido el lápiz de mina común, el simple grafito. En Kolimá el grafito tiene una importancia extraordinaria, capital.


Los cartógrafos hablan con el cielo, se agarran del cielo estrellado, se fijan en el sol, tras lo cual marcan un punto de apoyo en nuestra tierra. Y encima de ese punto una placa de mármol incrustada en una roca, sobre la cúspide de un monte, sobre la cima de un peñasco, se fija un trípode, una señal de madera. Este trípode señala exactamente un lugar en el mapa, y desde allí, desde la montaña, desde el trípode, por las laderas y los valles, a través de acantilados, eriales y pantanos, se extiende un hilo invisible: la invisible red de los meridianos y los paralelos. En la espesa taiga se abren cortafuegos, y cada claro, cada señal queda atrapada en la cruz de las líneas del nivel, del teodolito. Se ha medido la tierra; se ha medido la taiga, y cuando andamos por ella, en los recientes claros, nos encontramos la huella del cartógrafo, del topógrafo, del agrimensor: una simple marca de negro grafito.


La taiga de Kolimá está surcada por los cortafuegos de los topógrafos. Y sin embargo los cortafuegos no están en todas partes, sino solo en los bosques que rodean los poblados, los lugares de «producción». Los eriales, los claros, los matorrales de la tundra y las desnudas colinas se hallan surcados solo por líneas aéreas, imaginarias. En ellos no hay árboles donde colocar una señal, no hay puntos seguros. Los puntos se colocan en las rocas que siguen los cursos de los ríos, en las cimas de las montañas peladas. Y desde estos puntos de apoyo, seguros y bíblicos, se trazan las mediciones de la taiga, las coordenadas de Kolimá, las dimensiones de la prisión. Las marcas en los árboles dibujan la red de cortafuegos desde la cual, por el ojo del teodolito, se ve y se mide la taiga enmarcada en la cruz del visor.


Así es, para esas marcas solo sirve el simple lápiz negro. No un lápiz químico. La savia del árbol deshará, disolverá la tinta de este lápiz, del mismo modo que la borrarán la lluvia, el rocío, la niebla, la nieve. El lápiz artificial, el químico, no sirve para anotar la eternidad, para grabar la inmortalidad. El grafito, en cambio —el carbono comprimido a altísima presión durante millones de años y convertido, si no en carbón piedra, en un brillante, o en algo más valioso aún que el brillante, en lápiz, en grafito—, el grafito puede apuntar todo lo que sabe y ha visto… Es un milagro mayor que el del diamante, aunque la esencia química de ambos sea la misma.


Las instrucciones prohíben a los topógrafos el uso del lápiz químico y no solo en sus señales y cotas. En las mediciones ópticas, cualquier leyenda o borrador de una leyenda exige para ser inmortal el uso del grafito. La leyenda exige el grafito para alcanzar la inmortalidad. El grafito pertenece a la naturaleza, participa en la rotación de la Tierra, y a veces resiste el paso del tiempo mejor que la piedra. Las montañas calizas se derrumban bajo el efecto de la lluvia, del viento, del correr de los ríos; en cambio, el joven alerce —pues solo tiene doscientos años y le queda aún mucha vida por delante— guarda en su muesca la cifra y la cota que da fe del nexo entre el enigma bíblico y el presente.


La cifra, el signo convencional, se traza en un corte reciente, en la sangrante y fresca herida del árbol, de un árbol que destila su savia, que destila resina a modo de lágrimas.


En la taiga solo se puede escribir con grafito. Los topógrafos llevan siempre en sus chaquetones, en sus guerreras, en los pantalones, en los abrigos un trozo, una punta de lápiz de grafito.


Un papel, un cuaderno de notas, un bloc o una libreta, y el árbol con el corte.


El papel es uno de los rostros, una de las metamorfosis del árbol, que se torna diamante y grafito. El grafito es la eternidad. La máxima dureza convertida en la máxima blandura. La huella dejada en la taiga por el lápiz de grafito es eterna.




La muerte de Stalin no aportó esperanzas de ningún género a los corazones endurecidos de los presos, no azuzó los motores, que ya trabajaban a más no poder, cansados de bombear la sangre cada vez más espesa por los gastados vasos.


Pero por todas las ondas radiofónicas —que rebotaban repetidamente con su eco en las montañas, la nieve, el cielo— se arrastraba, de litera en litera, por todos los rincones de la vida carcelaria, una sola palabra, una palabra importante que prometía resolver todos nuestros problemas: quién sabe si declarar pecadores a los santos o castigar a los malvados, o bien encontrar un sistema indoloro para retornar a su lugar todos los dientes rotos.


Surgieron y corrieron las clásicas voces: rumores sobre una amnistía.


Las fechas señaladas de cualquier Estado, desde los aniversarios hasta los tricentenarios, pasando por las coronaciones de los herederos, los cambios de poder e incluso de gabinete, todo ello desciende de las cimas celestiales al mundo subterráneo en la forma de una amnistía. Es el modo clásico en que se comunican los de arriba con los de abajo.


Es el bulo tradicional en el que todos creen, la forma más burocrática en que se expresan las esperanzas carcelarias.


El gobierno, en respuesta a las tradicionales expectativas, da justamente ese paso y proclama la susodicha amnistía.


Tampoco ha renunciado a esta costumbre el gobierno de la época posestalinista. Al cual se le antojó que llevar a cabo este tradicional acto, repetir este real gesto, significaba cumplir con cierto deber moral ante la humanidad, y que la propia forma de la amnistía en cualquiera de sus modalidades estaba llena de un contenido significativo y tradicional.


Para que cualquier nuevo gobierno cumpla con un deber moral, existe una vieja forma tradicional cuyo incumplimiento significaría ignorar su obligación ante la historia y el país.


La amnistía se preparó, pues, incluso con carácter de urgencia, para no apartarse del modelo clásico. Beria, Malenkov y Vishinski movilizaron a juristas fieles e infieles y les dieron la idea de la amnistía; el resto ya fue fruto de la técnica burocrática.


La amnistía arribó a Kolimá el 5 de marzo de 1953 y alcanzó a unas gentes que habían vivido toda la guerra entre el ir y venir del péndulo del destino carcelario, desde la ciega esperanza hasta la más profunda desesperación —ante cada derrota militar y cada victoria—. Y no hubo ser lo suficientemente perspicaz o sabio como para determinar qué era mejor, más salvador para el preso, si las victorias de su país o las derrotas.


La amnistía les llegó a los trotskistas y otros enemigos del pueblo que habían sobrevivido a los fusilamientos de Garanin, al frío y el hambre de las minas de oro de Kolimá del año treinta y ocho, los campos de exterminio de Stalin.


A todos los que no habían sido exterminados, apaleados hasta morir por las botas y las culatas de los guardias, jefes de brigada, capataces y encargados, a todos los que habían sobrevivido tras pagar por entero el precio de su vida, los suplementos dobles, triples, añadidos a las condenas de cinco años que los presos traían consigo de Moscú a Kolimá…


En Kolimá no hubo presos condenados a cinco años por el artículo cincuenta y ocho. Los condenados a cinco años eran una estrecha, una finísima capa de condenados en 1937, hasta el encuentro de Beria con Stalin y Zhdánov en la dacha de Stalin en junio de 1937, cuando las condenas de cinco años cayeron en el olvido y se dio permiso para emplear el método número tres con el fin de conseguir las confesiones.


Pero de esta breve lista, de la diminuta cifra de los condenados a cinco años, no hubo ni uno que, al llegar la guerra o en el transcurso de esta, no recibiera su complemento de diez, quince o veinticinco años.


Y aquellos casos aislados entre los ya raros casos de condenados a cinco años que no habían recibido una segunda condena, que no habían muerto y que no habían ido a parar al archivo número tres, aquellos hacía tiempo que habían salido libres y se habían incorporado al servicio —al oficio de matar— en calidad de capataces, vigilantes, jefes de brigada, jefes de zona, en aquellos mismos yacimientos de oro, y se habían puesto ellos mismos a exterminar a sus antiguos compañeros.


En Kolimá, en 1953, solo recibían penas de cinco años los condenados por juicios locales y por delitos comunes. Y eran muy pocos. En estos casos, a los instructores sencillamente les había dado pereza endosarles el artículo cincuenta y ocho. O dicho de otro modo: la causa era tan convincente, tan clara por su carácter común, que no hacía falta recurrir a la vieja pero terrible arma del artículo cincuenta y ocho, este artículo universal que no se apiadaba ni del sexo ni de la edad del condenado. El preso que había cumplido su pena por el artículo cincuenta y ocho y era abandonado en el lugar de su perpetua deportación se las arreglaba para que lo encerraran de nuevo, pero por algún delito respetable para los hombres, Dios y el Estado, como un robo o un desfalco. En una palabra, el preso que había sido condenado por un delito común podía darse por muy satisfecho.




Una de las leyendas más populares y más crueles del mundo del hampa es la leyenda de la «ración del preso».


Al igual que el cuento del «ladrón caballero», es una leyenda de escaparate, la fachada de moral del hampa.


Según esta, la ración penitenciaria oficial, la ración del preso cuando está recluido, es «sagrada e intocable» y ningún ladrón tiene derecho a atentar contra esta fuente oficial de subsistencia. Quien haga algo así será maldito por los siglos de los siglos. Es igual quien sea, un hampón reconocido o un «bulto de nada», un joven «fraier».


La ración del preso, en la forma, digamos, de pan, se puede guardar sin miedo, sin problemas en la mesilla de noche, cuando en la celda hay mesillas, o debajo de la cabeza, si no hay ni mesillas ni estanterías.


Robar este pan se considera algo vergonzoso e impensable.


Solo se puede desposeer a los «fraier» de sus paquetes, ya sean de comida o de ropa, da igual, la prohibición no llega hasta allí.


Y aunque todo el mundo tiene claro que quien salvaguarda la ración es el propio régimen penitenciario y que conservarla en ningún caso se debe a la caridad de los hampones, de todos modos pocos son los que dudan de la nobleza de estos.


Como la administración no puede salvar nuestros paquetes de correos de los hampones, reflexiona esta gente, luego, si no fuera por los ladrones…


Así es, la administración no protege nuestros paquetes. La ética de la celda obliga a compartir lo que te mandan con los compañeros. Y en calidad de declarados y amenazadores pretendientes a esos envíos se presentan los hampones en tanto que «compañeros» del preso. Los «fraier» experimentados y de largas miras sacrifican al punto la mitad de su paquete. Ninguno de los ladrones se interesa por la situación material del «fraier». A ellos, que el preso esté en la cárcel o en libertad les da igual: es un legítimo botín, y sus paquetes de correos, sus «cosas», un trofeo de guerra para los hampones.


A veces los paquetes o las prendas de llevar se «encargan». Dame tal cosa que ya te recompensaré. Y el «fraier», que en libertad vive dos veces más pobremente que el hampón en la cárcel, le entrega las últimas migas que ha recogido su mujer.


¡Cómo no! ¡Es la ley de la cárcel! A cambio, el preso mantiene su buen nombre, incluso Señka Pup le había prometido su protección y hasta le había dado una calada del mismo paquete de cigarrillos que le había mandado su mujer.


Desnudar o atracar a un «fraier» en la cárcel es la primera diversión del hampón. Esto lo hacen los cachorros, los jóvenes con ganas de jaleo… Los mismos que, pasados unos años, duermen en el mejor rincón de la celda, junto a la ventana, atentos a la operación, dispuestos en cualquier instante a intervenir en el caso de que un «fraier» se resista.


Es verdad que uno puede ponerse gritar, llamar a los soldados de guardia, al comandante, pero esto ¿a qué lleva?, ¿a que te den una paliza por la noche? Y más adelante, en el camino, te pueden apuñalar incluso. ¡Que se queden con el paquete!


—Pero tu ración —le diría un hampón a algún «diablo» dándole golpecitos en la espalda y eructando saciado—, pero tu ración de preso sigue intacta. La ración, hermano, ni tocarla…, nunca.


El joven ladrón a veces no comprende por qué no se puede tocar el pan de la cárcel, si su propietario se ha llenado la panza con los panecillos caseros que le han mandado. El propietario de los panecillos tampoco lo entiende. Entonces los ladrones mayores les explican a uno y otro que esta es la ley de la vida carcelaria.


Y Dios no quiera que algún incauto campesino hambriento, que durante los primeros días de reclusión en la cárcel anda falto de comida, le pida a su vecino, un hampón, que le corte un pedazo de la ración que se está secando en la estantería. Qué pomposo discurso le soltará el hampón sobre lo sagrada que es la ración del preso.


VARLAM SHALÁMOV (Vólogda 1907-Moscú 1982), hijo de un pope, viajó en 1924 a Moscú donde, tras trabajar en una fábrica, inició estudios de derecho. En 1929 fue detenido y condenado a tres años de campo de trabajo en la región de los Urales por difundir el testamento de Lenin, crítico con la brutalidad de Stalin. En 1932 regresó a Moscú; allí trabajó en revistas y escribió poemas y relatos. En 1937 fue detenido de nuevo y condenado a cinco años de trabajos forzados en la región de Kolimá, en Siberia. En 1943 volvió a ser acusado de propaganda antisoviética y fue sentenciado a permanecer en Siberia diez años más. Durante su cautiverio, Shalámov realizó unos cursos de enfermería. Gracias a su trabajo como practicante logró sobrevivir hasta ser liberado en 1953. Fue rehabilitado en 1956. La primera edición en ruso de Relatos de Kolimá, su obra cumbre, apareció en Londres en 1978. Autor de una extensa obra poética, ensayística y autobiográfica, Shalámov es una de las figuras esenciales de la literatura del siglo XX.



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