Carlos Taibo. En defensa del decrecimiento [epub]


La crisis en curso apenas ha suscitado otras reflexiones que las que se interesan por su dimensión financiera. De resultas, han quedado en segundo plano fenómenos tan delicados como el cambio climático, el encarecimiento inevitable de los precios de las materias primas energéticas que empleamos, la sobrepoblación y la ampliación de la huella ecológica. 

En este libro se intenta rescatar esas otras crisis, y hacerlo
 con la voluntad expresa de identificar dos horizontes de corte muy diferente. Si el primero lo aporta un proyecto específico, el del decrecimiento, que cada vez es más urgente sea asumido como propio por los movimientos de resistencia y emancipación en el Norte opulento, el segundo lo proporciona un grave riesgo de que, en un escenario tan delicado como el del presente, gane terreno un darwinismo social militarizado que recuerde poderosamente a lo que los nazis alemanes hicieron ochenta años atrás. 

En la trastienda se aprecia, de cualquier modo, la necesidad imperiosa de contestar el capitalismo en su doble dimensión de explotación e injusticia, por un lado, y de agresiones contra el medio natural, por el otro.



"La teoría del decrecimiento toma más sentido cuanto más evidentes se van haciendo las señales del agotamiento de los recursos, cuando la perspectiva del colapso se antoja más cercana. De todos modos, no se trata de atacar ontológicamente al crecimiento, sino de anotar una serie de datos, yo creo que relevantes, que sugieren que hoy el crecimiento económico, en muchos casos y particularmente en el Norte opulento es una fuente de problemas. ¿Por qué? El crecimiento económico no genera necesariamente cohesión social. La relación del crecimiento económico con la generación de puestos de trabajo es mucho más nebulosa de lo que pudiera parecer. Este se traduce muy a menudo en agresiones medioambientales irreversibles o provoca el agotamiento de recursos que, sabemos, no van a estar a disposición de las generaciones venideras. En lo que respecta a los países ricos, y esto es muy importante, se asienta de un modo u otro en el expolio de la riqueza humana y material de los países del Sur".


"Yo suelo decir que el decrecimiento, lo que tiene que explicar no es el rigor técnico de las fórmulas que reivindica. Me parece mucho más difícil imaginar que el sistema que padecemos consiga justificar técnicamente la necesidad de seguir creciendo indefinidamente. El problema de la aplicación práctica de la teoría del decrecimiento es que tenemos que «cambiar de chip» y no nos engañemos, formamos parte de este sistema que queremos contestar".


"Lo que yo digo es que cualquier contestación al capitalismo tiene que incorporar estos cuatro rasgos: 

Decrecentista, porque si no es consciente del problema central de los límites medioambientales y de recursos, me temo que estará moviendo, sin quererlo, el mismo carro que mueve el capitalismo. 

Autogestionario, porque si nos empeñamos en poner en manos de otros las principales capacidades de decisión, estaremos renunciando a decidir sobre nuestra vida cotidiana y nuestro entorno más inmediato. 


Antipatriarcal, porque vivimos en sociedades muy marcadas por la marginación material y simbólica de las mujeres. Si olvidamos esto, corremos el riesgo de marginar poderosamente a la mitad de la población mundial. 


Por último internacionalista, porque vivimos en un planeta con un reparto desigual de la riqueza y no parecería muy razonable que edificásemos una sociedad maravillosa en el Norte opulento a costa de preservar atávicas relaciones de exclusión y de explotación con los países del Sur. Este es el sentido fundamental de elegir estas etiquetas para nuestra apuesta".


Entrevista a Carlos Taibo. Alberto Bastida

www.jotdown.es (2013) (Descargar en PDF)


La visión dominante en las sociedades opulentas sugiere que el crecimiento económico es la panacea que resuelve todos los males. A su amparo -se nos dice- la cohesión social se asienta, los servicios públicos se mantienen, y el desempleo y la desigualdad no ganan terreno. Sobran las razones para recelar, sin embargo, de todo lo anterior. El crecimiento económico no genera -o no genera necesariamente- cohesión social, provoca agresiones medioambientales en muchos casos irreversibles, propicia el agotamiento de recursos escasos que no estarán a disposición de las generaciones venideras y, en fin, permite el triunfo de un modo de vida esclavo que invita a pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes acertemos a consumir.


Frente a ello son muchas las razones para contestar el progreso, más aparente que real, que han protagonizado nuestras sociedades durante decenios. Piénsese que en EE.UU., donde la renta per cápita se ha triplicado desde el final de la segunda guerra mundial, desde 1960 se reduce, sin embargo, el porcentaje de ciudadanos que declaran sentirse satisfechos. En 2005 un 49% de los norteamericanos estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26% que consideraba lo contrario.


Muchos expertos concluyen, en suma, que el incremento en la esperanza de vida al nacer registrado en los últimos decenios bien puede estar tocando a su fin en un escenario lastrado por la obesidad, el estrés, la aparición de nuevas enfermedades y la contaminación.


Así las cosas, en los países ricos hay que reducir la producción y el consumo porque vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque es urgente cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y porque empiezan a faltar materias primas vitales. Por detrás de esos imperativos despunta un problema central: el de los límites medioambientales y de recursos del planeta. Si es evidente que, en caso de que un individuo extraiga de su capital, y no de sus ingresos, la mayoría de los recursos que emplea, ello conducirá a la quiebra, parece sorprendente que no se emplee el mismo razonamiento a la hora de sopesar lo que las sociedades occidentales están haciendo con los recursos naturales. Para calibrar la hondura del problema, el mejor indicador es la huella ecológica, que mide la superficie del planeta, terrestre como marítima, que precisamos para mantener las actividades económicas. Si en 2004 esa huella lo era de 1,25 planetas Tierra, según muchos pronósticos alcanzará dos Tierras-si ello es imaginable- en 2050. La huella ecológica igualó la biocapacidad del planeta en torno a 1980, y se ha triplicado entre 1960 y 2003.


A buen seguro que no es suficiente, claro, con acometer reducciones en los niveles de producción y de consumo. Es preciso reorganizar nuestras sociedades sobre la base de otros valores que reclamen el triunfo de la vida social, del altruismo y de la redistribución de los recursos frente a la propiedad y al consumo ilimitado. Hay que reivindicar, en paralelo, el ocio frente al trabajo obsesivo, como hay que postular el reparto del trabajo, una vieja práctica sindical que, por desgracia, fue cayendo en el olvido. Otras exigencias ineludibles nos hablan de la necesidad de reducir las dimensiones de las infraestructuras productivas, administrativas y de transporte, y de primar lo local frente a lo global en un escenario marcado, en suma, por la sobriedad y la simplicidad voluntaria.


Hablando en plata, lo primero que las sociedades opulentas deben tomar en consideración es la conveniencia de cerrar -o al menos de reducir sensiblemente la actividad correspondiente- muchos de los complejos fabriles hoy existentes. Estamos pensando, cómo no, en la industria militar, en la automovilística, en la de la aviación y en buena parte de la de la construcción.


Los millones de trabajadores que, de resultas, perderían sus empleos deberían encontrar acomodo a través de dos grandes cauces. Si el primero lo aportaría el desarrollo ingente de actividades en los ámbitos relacionados con la satisfacción de las necesidades sociales y medioambientales, el segundo llegaría de la mano del reparto del trabajo en los sectores económicos tradicionales que sobrevivirían. Importa subrayar que en este caso la reducción de la jornada laboral bien podría llevar aparejada, por qué no, reducciones salariales, siempre y cuando éstas, claro, no lo fueran en provecho de los beneficios empresariales. Al fin y al cabo, la ganancia de nivel de vida que se derivaría de trabajar menos, y de disfrutar de mejores servicios sociales y de un entorno más limpio y menos agresivo, se sumaría a la derivada de la asunción plena de la conveniencia de consumir, también, menos, con la consiguiente reducción de necesidades en lo que a ingresos se refiere. No es preciso agregar -parece- que las reducciones salariales que nos ocupan no afectarían, naturalmente, a quienes menos tienen.


El decrecimiento no implicaría, para la mayoría de los habitantes, un deterioro de sus condiciones de vida. Antes bien, debe acarrear mejoras sustanciales como las vinculadas con la redistribución de los recursos, la creación de nuevos sectores, la preservación del medio ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los ciudadanos, las condiciones del trabajo asalariado o el crecimiento relacional en sociedades en las que el tiempo de trabajo se reducirá sensiblemente. Al margen de lo anterior, conviene subrayar que en el mundo rico se hacen valer elementos -así, la presencia de infraestructuras en muchos ámbitos, la satisfacción de necesidades elementales o el propio decrecimiento de la población- que facilitarían el tránsito a una sociedad distinta. Y es que hay que partir de la certeza de que, si no decrecemos voluntaria y racionalmente, tendremos que hacerlo obligados de resultas del hundimiento, antes o después, de la sinrazón económica y social que padecemos.




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