Espartaco, obra emblemática en el género de la novela histórica y cumbre de uno de los intelectuales más prestigiosos de Estados Unidos, constituye un símbolo de la lucha contra la opresión y la injusticia, al tiempo que propone una atinada reflexión sobre las relaciones de poder y la legitimidad de la violencia.
Novela de tesis y de profundo calado ideológico (lo que le valió la censura, tanto en su país como en España), es sin embargo la perfecta reproducción de una época, la maestría en el retrato psicológico y el apasionante discurrir de la acción lo que la convirtió inmediatamente en un extraordinario éxito internacional, que cobró proporciones insólitas cuando se estrenó la película homónima de Stanley Kubrick, con guión de Donald Trumbo y un espectacular reparto (Kirk Douglas, Jean Simmons, Laurence Olivier, Charles Laughton, Peter Ustinov…).
Como Yo, Claudio o Memorias de Adriano, Espartaco pertenece a ese selecto grupo de novelas que por sí mismas explican un género y son capaces de trascenderlo.
Esta nueva edición incorpora además los dos prólogos que el autor escribió para la más famosa de sus obras
Censurado en Estados Unidos durante la caza de brujas, Fast llegó a estar en prisión por ayudar a los republicanos exiliados de la España franquista. Esta edición se trata de la primera versión íntegra y sin recortes en español de esta novela histórica.
A partir de la rebelión de esclavos encabezada por el gladiador Espartaco en el año 73 a.C., el autor propone una reflexión sobre las relaciones de poder y la legitimidad de la violencia, que tuvieron un especial significado durante el macarthismo y siguen estando de actualidad.
Howard testificando ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses en 1950. |
<<Este libro está dedicado a mi hija, Rachel, y a mi hijo, Jonathan. Es una historia sobre hombres y mujeres valientes que vivieron hace mucho tiempo, pero cuyos nombres nunca han sido olvidados. Los héroes de esta historia albergaron el ideal humano de la libertad y la dignidad del hombre y vivieron noble y honradamente
Lo he escrito para, que aquellos que lo lean —mis hijos y los hijos de otros— adquieran gracias a él fortaleza para afrontar nuestro turbulento futuro y puedan luchar contra la opresión y la injusticia, de modo que el sueño de Espartaco llegue a ser posible en nuestro tiempo.
Cuando me senté a iniciar la larga y dura tarea de escribir la primera versión de Espartaco —hace de eso ya cuarenta años— acababa de salir de prisión. Había estado trabajando mentalmente en algunos aspectos de la novela mientras me hallaba en la cárcel, que fue un escenario idóneo para tal labor. Mi delito había sido negarme a entregar al Comité de Actividades Antiamericanas una lista de los miembros de la organización denominada Joint Antifascist Refugee Comittee «Comité de Ayuda a los Refugiados Antifascistas».
Con la victoria de Francisco Franco sobre la República Española legalmente constituida, miles de soldados republicanos, defensores de la República y sus familias habían cruzado los Pirineos para dirigirse a Francia, y buena parte de ellos se habían establecido en Toulouse, muchos de ellos enfermos o heridos. Su situación era desesperada. Un grupo de antifascistas recaudó dinero para comprar un antiguo convento y convertirlo en un hospital, y los cuáqueros aceptaron trabajar en ese hospital si nosotros conseguíamos el dinero para mantenerlo en funcionamiento. En esa época había un impresionante apoyo a la causa de la España republicana entre la gente de buena voluntad, y entre la que se contaban muchos ciudadanos conocidos. Fue la lista de estas personas la que nosotros nos negamos a entregar al Comité, y en consecuencia todos los miembros de nuestro grupo fueron considerados culpables de desacato y enviados a prisión.
Fueron malos tiempos, los peores tiempos que yo y mi querida esposa hemos vivido jamás. Nuestro país se parecía más que nunca en su historia a un estado policial. J. Edgar Hoover, el director del FBI, desempeñó el papel de un mezquino dictador. El miedo a Hoover y su archivo de miles de liberales impregnó el país. Nadie se atrevió a pronunciarse o a levantar su voz contra nuestro encarcelamiento. Como he dicho en alguna ocasión, no era el peor momento para escribir un libro como Espartaco.
Cuando concluí el manuscrito se lo envié a Angus Cameron, por entonces mi editor en Little, Brown and Company. Le entusiasmó la novela y escribió que para él sería un placer y un orgullo editarla, pero J. Edgar Hoover envió una carta a Little, Brown and Company advirtiéndoles de que no deberían publicar el libro, y después de eso el original pasó por las manos de otros siete conocidos editores. Todos ellos se negaron a publicarla. El último de estos siete fue Doubleday, y tras una reunión del comité editorial, George Hecht, jefe de la cadena de librerías de Doubleday, salió de la sala enfadado y disgustado, me llamó por teléfono y me dijo que nunca hasta entonces había asistido a un acto de cobardía tal en Doubleday, y me aseguró que si publicaba el libro por mi cuenta me haría un pedido de seiscientos ejemplares. Yo nunca había publicado una obra por mi cuenta, pero encontré apoyo en los medios liberales y llevé adelante el proyecto con el escaso dinero que nos proporcionaban nuestros empleos regulares; y de algún modo el libro al fin vio la luz.
Para mi sorpresa, se vendieron más de cuarenta mil ejemplares de la obra en tapa dura, y varios millones más unos años más tarde cuando el clima de terror se hubo disipado. Fue traducida a 56 lenguas y, finalmente, diez años después de haber sido escrita, Kirk Douglas convenció a los estudios Universal para que rodara una adaptación cinematográfica. Pasados los años, esa película se ha hecho extraordinariamente famosa, y aún puede verse en el momento en que escribo estas líneas.
Supongo que algo le debo a ese período que pasé entre rejas. La guerra y la prisión son temas difíciles de tratar para un escritor que no ha tenido experiencia directa de ellas.
Yo no sabía latín, así es que adquirir unos buenos conocimientos de esa lengua, que prácticamente ya he olvidado por completo, fue también parte del proceso de escritura. Nunca he renegado de mi pasado, y si mi propia experiencia carcelaria en algo me ayudó a escribir Espartaco, creo que fue lo mejor que obtuve de ella.>>
1996
—¿Y dónde encuentra a tales hombres? —preguntó Craso, intrigado y cautivado por el relato simple y llano de un hombre que conocía su negocio.
—Hay sólo un lugar donde encontrarlos…, esos que yo prefiero. Sólo un lugar: las minas. Tiene que ser en las minas. Deben venir de algún lugar que, comparado con él, la legión es un paraíso; el latifundio es un paraíso, y hasta el patíbulo es una bendita merced. Allí es donde los encuentran mis agentes. Allí es donde encontraron a Espartaco… y era koruu ¿Sabe lo que quiere decir esa palabra?
—Creo que es un término egipcio.
Craso sacudió la cabeza.
—Quiere decir tres generaciones de esclavos —explicó Baciato—. El nieto de un esclavo. En lengua egipcia, también sirve para designar a cierto tipo de abominable animal. Una bestia abyecta. Una bestia intocable entre las bestias, sí, aún para las bestias mismas. Koruu. Podríamos preguntarnos por qué surgió esto de Egipto. Yo se lo diré. Hay cosas peores que ser lanista. Cuando vine a su campamento, su oficial me miró desdeñosamente. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Todos somos carniceros, o no lo somos, acaso?, y nuestro comercio es la carne trinchada. ¿Entonces, por qué?
Estaba ebrio. Sentía pena de sí mismo aquel gordo entrenador de gladiadores que dirigía la escuela de Capua. Le salió el alma; hasta un gordo y sucio cerdo que tiene un ludus, allí donde la arena se convierte en relleno para morcillas tiene un alma.
—¿Y Espartaco era koruu? —inquirió suavemente Craso—. ¿Espartaco vino de Egipto?
Baciato asintió.
—Era tracio, pero vino de Egipto. Los explotadores de minas de oro de Egipto compran en Atenas y cuando pueden, compran koruu, y a los tracios se los aprecia.
—¿Por qué?
—Existe la leyenda de que son buenos bajo tierra.
—Comprendo. ¿Pero por qué dicen que a Espartaco lo compraron en Grecia?
—¿Sé yo acaso por qué se dicen todas las tonterías que se dicen? Pero yo sé dónde fue comprado él, porque yo lo compré. En Tebas. ¿Duda de lo que digo? ¿Soy un mentiroso?...
«Él era uno de esos raros ejemplares humanos tallados de una sola pieza. Lo primero que se veía en Espartaco era su integridad. Era singular. Estaba satisfecho, no de lo que era, sino de lo que significaba como ser humano. Aun en aquella madriguera de hombres terribles, desesperados y condenados, en la escuela del crimen de asesinos condenados, de desertores del ejército, de almas perdidas y de mineros a los que las minas no habían podido destruir, a Espartaco se le quería y se le respetaba.»
«¡Qué desprecio por la vida tienen estos romanos! —pensó Espartaco—. ¡Con qué facilidad matan, y qué enorme placer encuentran en la muerte! Y por qué no —se dijo— cuando todo el proceso de su vivir está cimentado en la sangre y los huesos de los de su propia especie».
«Y ahora soy libre. Nunca hubo un momento de libertad para mi padre o mi abuelo, pero en este momento soy un hombre libre».
«—Las mujeres a un lado —dijo—. No tienen que exponerse. No tienen que combatir.
La furia de las mujeres lo había sorprendido. Era más intensa e iba más allá que la furia de los hombres. Las mujeres querían combatir; con lágrimas en los ojos le pedían que las dejara luchar. Imploraban en procura de los preciosos puñales, y cuando se los negó doblaron sus túnicas y las llenaron con piedras para arrojar.»
Mucho tiempo después, Espartaco se preguntaba: «¿Quién escribirá de nuestras batallas y de lo que ganamos y de lo que perdimos? ¿Y quién contará la verdad?». La verdad de los esclavos era contraria a la verdad de los tiempos en que vivieron. La verdad era imposible, imposible en todos sus aspectos, no porque no hubiera ocurrido, sino porque lo ocurrido no tenía explicación dentro del contexto de aquellos tiempos. Había más soldados que esclavos y los soldados estaban poderosamente armados; pero los soldados no esperaban que los esclavos lucharan y los esclavos sabían que los soldados iban a luchar. Los esclavos se lanzaron sobre ellos desde las colinas, y los soldados que venían corriendo en orden abierto, que es como corren los hombres después de partir precipitadamente, no pudieron hacer frente a la embestida, tiraron sus lanzas desordenadamente y agachándose trataron de eludir la lluvia de piedras que les arrojaron las mujeres. De modo que la verdad era que los soldados habían sido derrotados por los esclavos y que habían huido de ellos y que a medio camino en su fuga hacia Capua los esclavos los habían alcanzado y dado con ellos por tierra.»
—«Vuelve al Senado», dijo Espartaco, «y entrégales el bastón de marfil. Te hago a ti legado. Vuelve y diles lo que has visto aquí. Diles que ellos enviaron contra nosotros sus cohortes y que nosotros las hemos destruido. Diles que somos esclavos, lo que ellos llaman el instrumentum vocale. La herramienta con voz. Cuéntales lo que nuestras voces dicen. Decimos que el mundo está harto de ellos, harto de vuestro corrompido Senado y de vuestra corrompida Roma. El mundo está harto de la riqueza y el esplendor que vosotros habéis succionado de nuestra carne y de nuestros huesos. El mundo está harto de la canción del látigo. Ésa es la única canción que conocen los romanos. Pero nosotros no queremos oír más esa canción. Al principio, todos los hombres eran iguales y vivían en paz y compartían lo que tenían. Pero ahora hay dos clases de hombres: los amos, los esclavos. Pero hay más de los nuestros que de los vuestros, muchos más. Y somos más fuertes que vosotros, mejores que vosotros. Todo lo que es bueno en el género humano nos pertenece. Cuidamos a nuestras mujeres y ellas permanecen a nuestro lado y nosotros combatimos junto a ellas, pero vosotros convertís en prostitutas a vuestras mujeres, y a las nuestras, en ganado. Nosotros lloramos cuando nos son arrebatados nuestros hijos y los ocultamos entre las ovejas, con el fin de poder tenerlos un poco más con nosotros; pero vosotros criáis a vuestros hijos como si fueran ganado. Vosotros tenéis hijos con nuestras mujeres y los vendéis al mejor postor en el mercado de esclavos. Vosotros convertís a los hombres en perros y los enviáis al circo a que se despedacen para vuestro placer, y vuestras nobles damas romanas presencian cómo se matan entre ellos mientras acarician perros en la falda y los alimentan con deliciosas golosinas. ¡Qué detestable pandilla sois vosotros y qué infecta mugre habéis hecho de la vida! Os habéis burlado de los sueños acariciados por el hombre, del trabajo de la mano del hombre y del sudor de la frente del hombre. Vuestros propios ciudadanos viven ociosos y se pasan los días en el circo y en la arena. Habéis desvirtuado la vida del hombre, despojándola de todo su valor. Vosotros matáis por matar, y vuestra más fina distracción es ver correr sangre.
Vosotros ponéis a trabajar en las minas a pequeñas criaturas y las hacéis trabajar hasta morir. Y habéis edificado vuestra grandeza robándole al mundo entero. Bueno, eso ha terminado. Dile al Senado que todo eso ha terminado. Ésta es la voz de la herramienta. Dile a tu Senado que envíe sus ejércitos contra nosotros y que los destruiremos como hemos destruido éste, y que nos armaremos con las mismas armas que vosotros enviéis contra nosotros. El mundo entero oirá la voz de la herramienta; y a los esclavos del mundo les gritaremos: ¡levantaos y romped vuestras cadenas! Avanzaremos por Italia y allí donde vayamos los esclavos se nos unirán, y entonces llegará el día en que marcharemos sobre vuestra ciudad eterna. Y entonces ya no será eterna. Dile eso a tu Senado. Diles que se lo haremos saber cuando vayamos. Y entonces derribaremos las murallas de Roma. E iremos al edificio donde se reúne vuestro Senado y los sacaremos de sus altos y poderosos sitiales y los despojaremos de sus ropajes, de manera que queden desnudos y sean juzgados en las mismas condiciones en que siempre se nos juzgó a nosotros. Pero los juzgaremos imparcialmente y les daremos una completa medida de la justicia. Cada crimen que hayan cometido les será incriminado y tendrán que rendir cuenta de todo. Diles eso, de modo que tengan tiempo de prepararse y de examinarse a sí mismos. Se los llamará a prestar declaración y nosotros tenemos recuerdos muy antiguos. Entonces, cuando se haya hecho justicia, construiremos ciudades mejores, limpias, ciudades sin muros, donde la humanidad pueda vivir unida, en paz y felizmente. Ese es todo nuestro mensaje para tu Senado. Transmíteselo. Diles que proviene de un esclavo llamado Espartaco…».
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