En el momento en que escribo estas líneas, aun no ha terminado la vista del primer proceso de Casas Viejas: el que se ventila contra el capitán Rojas en la Audiencia de Cádiz.No sé cuál será el resultado de esta vista pública. Si se condenará o se absolverá a Rojas. A pesar de su brutalidad, de su tipo perfecto de militar, automatizado por la disciplina, de su instinto sanguinario, de que fuera el hombre providencial que necesitaban Menéndez, Casares Quiroga y Azaña, no resulta el más repulsivo. Es el brazo ejecutor de un designio siniestro, de una ferocidad inigualada, que ni aun en los propios Azaña, Casares Quiroga y Menéndez reside únicamente.
He titulado estas cuartillas «El proceso de la República. Y así es. Es todo el régimen republicano el que comparece en el banquillo de los acusados, en Cádiz, personificado en la silueta de Rojas, el buen militar que dice: «Las órdenes de los jefes no se discuten; se ejecutan». Es el soldado ideal, que carece de corazón, de cerebro, de nervios, que no es más que máquina ejecutora de lo que se le ordena.
Son las órdenes las culpables. Y son los culpables primeros los que dan las órdenes. Y los cómplices y ocultadores, culpables a su vez de delitos no menos odiosos, todos cuantos cubrieron con un cendal el crimen y acallaron las voces de los que acusaban.
Rojas, a última hora, se avergonzó de declararse autor único de una barbaridad que llenará todo el primer cincuentenario del siglo XX en España. Osó decir que si el hizo lo que hizo, fué porque había recibido órdenes para hacerlo. Y tuvo aún— ¡cosa rara —más dignidad que Menéndez, al preferir la cárcel al fácil soborno que le ofrecían; un millón de pesetas, si se declaraba único responsable, y marchaba a Portugal. No quiso asumir sólo la formidable responsabilidad del hecho ante el mañana.
Frente a él y a sus palabras, se cerró el cuadro. ¿Quién habrá olvidado aquella sesión famosa en las Cortes en que muchos nombres un día ilustres se cubrieron de sangre y de oprobio, votando a favor del Gobierno, cuando el debate histórico de Casas Viejas? Escudaron con sus cuerpos el crimen y los criminales todos los diputados de las Cortes Constituyentes de la República. Los socialistas y la Esquerra Republicana de Cataluña, los primeros. Y esta última hizo más: llamó a su seno a Menéndez e hizo con él lo que no hizo la Monarquía con el general Arlegui: le dio un enchufe descansado en el Puerto Franco y le prepara para ser "cap" de la Policía catalana cualquier día.
¡El proceso de la República, sí! Son todos, TODOS los republicanos los culpables del crimen de Casas Viejas. Por boca de todos hablaba Azaña al decir: «Ni heridos ni prisioneros. Los tiros a la barriga». Casares Quiroga al repetir: «Ni heridos ni prisioneros. Los tiros a la barriga». Menéndez al transmitir y ordenar: «Ni heridos ni prisioneros. Los tiros a la barriga». Desde el primer jefe al último guardia de Asalto, al decirse de unos a otros: «Las órdenes son terminantes: Ni heridos ni prisioneros. Los tiros a la barriga».
Después, un Parlamento de hombres cada uno de los cuales debe creerse decente, civilizado, con sentimientos humanos y entrañas superiores a las del chacal, aprobó el crimen, glorificó a los criminales. La consigna era ¡ Hay que salvar al Gobierno y a la República. ¡Imbéciles y miserables! En vez de salvarla, lo que han hecho ha sido hundirla totalmente. Porque, decidme: Después de lo que se ha hecho en Casas Viejas, después de lo que el pueblo español sabe que un Gobierno que se llama republicano ha hecho en Casas Viejas, ¿puede importamos gran cosa que venga el fascismo, que se nos acogote, se nos persiga, se nos encarcele y se nos mate?
Se nos ha asesinado en las puertas mismas de las casas, sin reparar en si era hombre, mujer, niño o viejo el que caía. Se han utilizado las bombas lanzallamas contra una choza donde había tres mujeres, un hombre, un viejo y un niño. Se ha arrancado de sus lechos a campesinos indefensos y enfermos, de los brazos de sus madres a mozos tuberculosos: se ha asesinado a ancianos ante los ojos mismos de sus nietecitos: se ha hecho un amasijo de cadáveres en una corraliza y se les ha dejado, medio asados, como pasto de los perros, un puñado de días. Y no se ha electrizado de indignación la conciencia de la España que se llama civilizada. Unas Cortes Constituyentes no han depuesto inmediatamente al Gobierno que cometió semejante infamia; no han fusilado sobre la marcha a los hombres que, pasando por encima de la ley, vulnerando el Código, erigiéndose en señores de horca y cuchillo, convictos y confesos de veintiún asesinatos y de numerosos delitos de soborno, ordenaron el crimen, lo celebraron luego, lo ampararon más tarde y pretendieron ocultarlo luego.
¡El proceso de la República, sí! Porque en el banquillo de los acusados no está solo Rojas. Están Menéndez, Casares Quiroga, Azaña, sus perros falderos, cómplices todos. Está el resto del ministerio y el Parlamento que cubrió con su voto la responsabilidad del ministerio. Todos dijeron a la vez: «Ni heridos ni prisioneros. Los tiros a la barriga». Todos celebraron a la vez, con gran regocijo, la vuelta triunfal a Madrid del «héroe de Casas Viejas». Y no hubiera pasado nada, si a Fernández Artal no le hubiese dado por hablar en Sevilla más de la cuenta, y si Rojas no hubiera tenido — él, tan excelente militar — escrúpulos de monja a última hora.
Se trataba de veintitrés muertos insignificantes. En nuestra República de trabajadores, la vida de veintitrés campesinos importa aún un poco menos que en pleno régimen del cacicato andaluz. La República estaba por encima de los veintitrés cadáveres carbonizados, del cuerpo acribillado a balazos de Manolita Lago, de su vientre devorado por las llamas. La República estaba en el pináculo de la hoguera que destruyó la choza de «Seisdedos» y a sus habitantes. La República estaba en las puntas de las bayonetas de los guardias de Asalto que esperaban, con el arma preparada, que saliera un ser viviente de la choza incendiada para rematarlo. ¡Voto va! Los jefes habían dicho: Por cada uno, traednos lo menos diez. Y les traían veintitrés
muertos, con las barrigas agujereadas y además asadas. ¿Qué más querían?
La República había de sentirse orgullosa de sus soldados, obedientes y aguerridos, que vencieron brillantemente a un grupo de campesinos mal armados, entre los que abundaban las mujeres, los niños y los viejos.
La República, personificada entonces en los que defendían, además del régimen, la suculenta pesebrera, se sintió orgullosa. Sólo después, la maldita oposición puso una nube sobre tanto orgullo y tanto júbilo.
Hubo quien se empeñó en considerar hombres muertos y no piezas cobradas a los campesinos asesinados en Casas Viejas. Hubo que salvar al Gobierno. Que ampararlo, que justíficar el crimen. Prieto ha declarado que se arrepentía de ello, aunque la víspera de las elecciones aun repitieran los socialistas que se trataba de una calumnia para hundir a Azaña. El hombre de los tiros a la barriga, con más sangre fría y con menos alma que la hiena Arlegui y que el juez Marzo, los dos muertos como locos, perseguidos por los espectros de sus victimas, duerme tranquilo, come, pasea y tiene aún bastante fuerza y bastante cinismo para no inmutarse cuando le interrumpen los discursos gritando: «¡Casas Viejas! ¡Casas Viejas!».
¡Había que salvar la República! ¡Y qué manera de salvarla! Cabe preguntar si queda en España un ciudadano con un dedo de frente, una conciencia propia y un alma que no sea de siervo o de eunuco, dispuesto a dar, después de este proceso que ultima a un régimen, una gota de sangre por la República.
Porque esa entelequia política, que un día honraron con sus nombres Pi y Margall y Salmerón, que dimitió por no firmar una sentencia de muerte, hoy ya no es una matrona opulenta y bella, símbolo de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Hoy tiene los dientes carniceros de Azaña, la mandíbula de fiera de Menéndez, la frente de avestruz de Casares Quiroga y el cuerpo tallado en madera, de autómata rígido y obediente a la voz de mando, de Rojas, soldado ideal de todos los jefes.
Podemos descubrirnos. Envuelta en el sudario de los veintitrés muertos en Casas Viejas, cubierta por su sangre, enlodada y sombría, pasa el cadáver de la República española. Después de Casas Viejas, puede venir no importa qué. Todo ha de sernos igual.
Nota final: Rojas, el último mono, ha sido condenado a veintiún años de presidio. Mañana, o cualquier día, un indulto le devolverá la libertad.
¡Azaña, Casares Quiroga, Menéndez! Desde el fondo de su tumba, la testa calcinada de Seisdedos os contempla acusadora como el ojo de Abel.
FEDERICA MONTSENY
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