«De todas las ciudades y provincias tenemos listas de los desleales.»
Laurence Olivier, en el papel de Marco Licinio Craso
Más de cincuenta años después de la filmación de su epopeya Spartacus, Kirk Douglas revela el fascinante drama que tuvo lugar durante la realización de la legendaria película del gladiador. En una era políticamente convulsa, cuando los magnates de Hollywood rechazaban contratar mediante acusaciones de simpatías comunistas, Douglas escogió para escribir el guión a Dalton Trumbo, un guionista puesto en la lista negra, uno de los hombres que habían ido a prisión tras declarar ante el Comité de Actividades sobre sus afiliaciones políticas.
Con su futuro financiero en juego, Douglas se sumergió en una producción tumultuosa. Como productor y como protagonista de la película, afrontó momentos explosivos con el joven director Stanley Kubrick y feroces luchas y negociaciones con personalidades como Laurence Olivier, Carlos Laughton, Peter Ustinov, y Lew Wasserman. Escrito con el corazón y tras una meticulosa investigación de sus propios archivos, Douglas, a la edad de noventa y siete, mira lúcidamente hacia atrás sobre las audaces decisiones que se vio obligado a tomar, entre las que cabe destacar su coraje moral al dar crédito público a Trumbo, una acción tan eficaz como arriesgada, pero que supuso el fin de la notoria lista negra de Hollywood.
Se puede decir que hay una constante que define la naturaleza de una persona. No se aprecia en cómo se actúa cuando las cosas son fáciles, sino en cómo se conduce esa persona cuando la situación es complicada.
Cualquiera puede ser atrevido y directo cuando no se juega mucho; pero cuando es tu medio de vida o tu propia vida lo que está en juego, o los de tu familia o tus amigos… en esos momentos es cuando se comprende la pasta de la que uno está hecho.
La pasta de la que está hecho Kirk Douglas es una materia absolutamente sólida. A diferencia de muchos personajes que vemos en las películas, no se moldeó liderando ninguna causa. Su sendero hacia la gloria discurre más bien paralelo al de personajes como Atticus Finch en Matar a un ruiseñor. Él no buscaba pelea… la pelea fue a buscarle a él… y al igual que Atticus, hizo lo que sabía que debía hacer, lo que era correcto.
Resulta difícil imaginar hoy día lo que supuso para mucha gente la losa del macartismo. Resulta difícil creer que se obligara a comparecer ante unos subcomités del senado estadounidense a unos ciudadanos leales y se les pidiera que revelaran el nombre de sus amigos si no querían ingresar en prisión. Ser juzgado en público sin tener capacidad para hacer frente a las acusaciones que se le imputan a uno… un montón de buenísimas personas atenazadas por esa losa. Quienes se negaron a hacerlo, siguieron padeciendo enormemente después de que McCarthy hubiera clausurado sus sesiones… y, en ese sentido, mucho después incluso de que hubiera muerto.
Dalton Trumbo era uno de los guionistas más respetados de Hollywood… y tuvo que seguir escribiendo con seudónimo durante muchos años después de haber estado en la cárcel por negarse a incriminar a sus compañeros. En diciembre de 2011, su nombre fue devuelto adonde siempre debió haber estado: el de guionista reconocido de la película Vacaciones en Roma.
Pero mucho antes de diciembre de 2011, Kirk Douglas dio un paso al frente en la oscuridad y, como productor y protagonista de Espartaco, la película de Stanley Kubrick, reconoció en los títulos de crédito la autoría de Dalton Trumbo por primera vez desde que se le hiciera comparecer ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses. Supongo que ahora parece una nimiedad, la de reconocer en los títulos de crédito de una película la autoría de un guionista de cuyo guion fue realmente responsable… pero en los libros de historia este hecho aparece señalado como el instante en que se puso fin a las listas negras de Hollywood.
Kirk Douglas es muchas cosas. Estrella de cine. Actor. Productor. Pero, en primer lugar y por encima de todo, es un hombre de una naturaleza extraordinaria. Esa naturaleza que se forja cuando hay mucho en juego. Esa naturaleza que siempre buscamos en los momentos más difíciles.
Parnell Thomas |
Nueve de ellos eran guionistas: Dalton Trumbo, Albert Maltz, Ring Lardner hijo, Lester Cole, Alvah Bessie, Herbert Biberman, John Howard Lawson, Samuel Ornitz y Adrian Scott. Uno era director: Edward Dmytryk.
Estos hombres, conocidos como «Los Diez de Hollywood», consideraban que la investigación del HUAC suponía intrínsecamente una violación de los derechos de libertad de expresión y libre asociación que les otorgaba la Primera Enmienda, contraria a los principios de la nación, y así se proponían expresarlo públicamente.
El primer testigo de aquel frío día de octubre fue Dalton Trumbo. Levantó la mano derecha y se le preguntó si juraba decir «la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios».
Trumbo respondió: «Lo juro». Pero enseguida quedó patente para cualquier estadounidense imparcial que la única «verdad» que deseaba escuchar el comité —del que formaba parte un congresista primerizo y desconocido llamado Richard M. Nixon— era cualquier cosa, cierta o no, que confirmara el veredicto predeterminado para esos diez hombres: culpable.
En aquella sala abarrotada estaban sentados inmediatamente detrás de Trumbo algunos miembros del Comité de la Primera Enmienda, un grupo de Hollywood fundado para apoyar a los testigos citados para comparecer. De la delegación de estrellas de cine que viajó a Washington D.C. en un avión privado proporcionado por Howard Hughes formaban parte Humphrey Bogart y su joven esposa, Lauren Bacall, así como Gene Kelly, Danny Kaye, John Garfield y John Huston.
Yo conocía a Lauren Bacall de Nueva York. La primera vez que la vi fue un gélido día de invierno de 1940, cuando ambos éramos esforzados alumnos de la American Academy of Dramatic Arts. Ella solo tenía dieciséis años y acababa de ingresar en la academia. Y yo era un veterano, un «hombre mayor», con ya veintitrés años de edad. En aquella época ella era Betty Joan Perske. Para mí sigue siendo Betty.
Con la intransigente honestidad que la caracteriza hasta el día de hoy, Bacall expuso con rotundidad en su autobiografía lo que vio desarrollarse ante sí en aquella sala:
Cuando se les preguntó a testigos como […] Dalton Trumbo […] si eran miembros del Partido Comunista y se negaron a responder, sencillamente ejercieron los derechos que les garantiza la Constitución. Tampoco estaban dispuestos a contestar si eran miembros del Sindicato de Guionistas Cinematográficos. La afiliación política no era de la incumbencia de la comisión […] «Y mientras» Thomas seguía dándole alegremente al martillo. Todo aquello me parecía increíble; aquel idiota sentado allí arriba, tan orgulloso de su cargo, tenía la facultad de meter a aquellos hombres en la cárcel.
En un tono atronador, J. Parnell Thomas arrojó el guante a todos y cada uno de los testigos que comparecieron ante el comité:
Presidente: ¡¿Está usted o ha estado afiliado al Partido Comunista?!
Sr. Trumbo: Creo que tengo derecho a ver las pruebas que tengan que sustenten esa pregunta.
Lo que el arrogante presidente no esperaba era interrogar a un testigo tan combativo y con tanta facilidad de palabra como Dalton Trumbo.
Presidente: Oh. ¿Le gustaría?
Sr. Trumbo: Sí.
Presidente: Pronto lo verá. [Golpeando con la maza.] El testigo puede retirarse. ¡Imposible!
Sr. Trumbo: ¡Este es el comienzo…
Presidente: [Sin dejar de golpear con la maza.] ¡Silencio!
Sr. Trumbo: … en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas!
Presidente: ¡Típicas tácticas comunistas! ¡Esa es la típica táctica de los comunistas! [Golpeando con la maza.]
El oficioso cabrón de Thomas aporreó la mesa con la maza y Dalton Trumbo fue sacado de la sala por la fuerza. Pero las sesiones no eran ninguna broma. Dalton Trumbo y el resto de «Los Diez de Hollywood» perdieron literalmente la libertad. Todos acabarían en la cárcel por desacato al congreso estadounidense.
Jackie Robinson |
Dos años después, Jackie Robinson también fue citado para comparecer ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses para declarar sobre su vinculación con el controvertido cantante Paul Robeson. Como es natural, no tenía ninguna. La única conexión que había entre ambos es que los dos eran negros, lo cual bastaba para J. Parnell Thomas. Era la época de la culpabilidad por asociación.
Yo no fui citado como testigo, ni se me pidió que me uniera a Bacall, Bogart y los demás, pues no tenía un «nombre» lo bastante significativo para que le importara a los periódicos. En aquel momento todavía no había hecho más que una película: El extraño amor de Martha Ivers. Mis recuerdos de aquella época llevan un título distinto: «La extraña vida de Kirk Douglas». Llegué a Hollywood en 1945, recién descendido del tren procedente de Nueva York, teniendo muy poca conciencia de las controversias políticas que estaban empezando a afectar al negocio del cine. No sabía nada del primer ciclo de sesiones del HUAC celebrado durante la guerra, mientras prestaba servicio militar en el extranjero, en la Marina. Tampoco tenía idea de que tanto Robert Rossen, el guionista de El extraño amor de Martha Ivers, como su director, Lewis Mileston, mantuvieran convicciones políticas que posteriormente les supusieran problemas. ¡Diablos! En ese momento lo único que yo sabía era que iba a Hollywood para protagonizar una película. Eso es todo lo que me dijeron antes de salir de Nueva York: Yo pensaba que había sido seleccionado para ser el galán romántico de la película, frente a Barbara Stanwyck.
Dos años después, tanto Milestone como Rossen fueron citados por el Comité de Actividades Anti-estadounidenses, en la misma época en que comparecían «Los Diez de Hollywood». Lewis Mileston huyó a París. Robert Rossen reconoció ser miembro del Partido Comunista. Ambos fueron incluidos en la lista negra. En aquel momento no lo sabía, pero mi primera película había sido escrita por un comunista con carnet. Cuando ahora vuelvo la vista sobre aquellos días, veo que no podía importarme menos. Siempre me he preguntado qué habría sucedido si yo hubiera llegado a Hollywood tan solo cinco años antes. ¿Me habría visto atrapado entre medias de aquellas disputas? Y, en ese caso, ¿habría llegado siquiera a hacer carrera?
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