Almudena Grandes RIP

 

 

En recuerdo de la sagaz pluma de Almudena os dejo algunos artículos breves, aunque incisivos, y cuya brevedad los hace aun más geniales. Fueron recopilados en un libro llamado La herida perpetua.

Perdemos una de nuestras más grandes escritoras y pensadoras, pero con el legado que dejó podemos seguir aprendiendo mucho. RIP

 

Alberto Ruiz-Gallardón, cuando parecía el relevo de Rajoy (Rencor)

 

Se levanta el telón, caen las máscaras. Por más que Rajoy permanezca ausente, y más allá de su insistencia en prorrogar los Presupuestos hasta después de las elecciones andaluzas, Soraya y Gallardón ya han asomado la oreja. En el caso del segundo, que se marchó del Ayuntamiento de Madrid haciendo un simpa, esto es, largándose sin pagar los 7000 millones que, con la normativa de Montoro en la mano, le habrían acarreado responsabilidades penales, el alarde exhibicionista es más llamativo. Parapetado tras el rigor carpetovetónico de Aguirre, Gallardón llevaba años haciendo de poli bueno, un papel que sus últimas propuestas han hecho pedazos.

A simple vista es lo de siempre, un ejemplo más de la técnica de la tortilla española creada en mala hora, hace más de un siglo, por Cánovas del Castillo, con quien Trillo comparó a Fraga, y con razón, hace muy poco. Cuando llego al poder, ceso a los tuyos, pongo a los míos, deshago todo lo que has hecho, y trágala, trágala… Luego, cuando vuelvas tú, pues haces lo mismo, trago yo, y tan amigos. Al fin y al cabo, la Transición no hizo otra cosa que rematar la Restauración borbónica que representó el franquismo.

Sin embargo, Gallardón aporta un rasgo novedoso. Hasta ahora, el PP se comportaba como si España fuera la finca de Cayetano, una propiedad privada, suya por la gracia de Dios. Por eso, su actitud estaba impregnada a partes iguales de desprecio y paternalismo hacia la izquierda, esa insolente advenediza que, por otra parte, gobierna con el complejo de inferioridad que menos le conviene. Pero ahora, las cosas han cambiado. El ministro de Justicia ha resucitado un sentimiento, el rencor, que fulmina las reglas del bipartidismo convencional para retrotraernos a tiempos feroces. Por ahí ha empezado, siempre, lo peor que nos ha pasado a los españoles. Y no estoy pensando en Cánovas.

 

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Indolencia con el fascismo en el horizonte

 

Los viejos luchadores llevan mucho tiempo advirtiéndolo: los derechos que no se defienden, se pierden. Los sindicalistas veteranos, los militantes históricos, hombres y mujeres que saben de lo que hablan, porque vivieron bajo una bota que pisoteó los derechos civiles, los derechos laborales, los derechos políticos que hoy disfrutamos solo porque ellos tuvieron el empeño y el coraje de conquistarlos uno por uno, llevan mucho tiempo recordando que nadie regala nada. Nunca. Pero… ¿Quién les va a hacer caso, si no han querido enterarse todavía de que la Historia se ha acabado, de que las ideologías han muerto, de que en la era del desarrollo tecnológico todos vamos a trabajar desde casa, en pijama y a ratos perdidos?

Primero fue el referéndum de Suiza, manos oscuras y amarillas tratando de robar pasaportes rojos con una cruz blanca en los carteles del partido promotor de la consulta, una imagen nauseabunda y estilizadísima, en la más pura estética fascista de 1930. Luego, tras la toma de posesión del alcalde de Roma, brazos estirados, palmas alzadas sin complejos, llegaron la solución final de Berlusconi para la cuestión gitana y la directriz europea sobre inmigración. Nadie regala nada. Nunca. A nadie. Por eso, la indolente pasividad de los europeos satisfechos de sí mismos ha incentivado la imaginación de los explotadores, y ahora tenemos por delante la semana laboral de sesenta horas. A lo peor, de sesenta y cinco.

Recuerdo I Compagni, la amarga y emocionante película de Monicelli, donde, a finales del siglo XIX, los obreros de una fábrica de Turín emprendían una huelga larga y extenuante para exigir la jornada de trece horas. Puede que, dentro de poco, sus bisnietos estén trabajando doce por no haber encontrado nunca motivos para protestar por nada. Y menos mal que la Historia se ha acabado. De lo contrario, no sé qué sería de nosotros.

 

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La derecha se organiza como ya no sabe organizarse la izquierda

 

Esto se veía venir. No me refiero al derrumbe de la construcción, que llevaba años divisándose desde kilómetros de distancia. Tampoco a la escasez de alimentos patrocinada por la soberbia occidental, el alegre abandono de la agricultura inspirado por la insensata hipótesis de que los chinos y los indios pudieran seguir produciendo a destajo sin consumir apenas por los siglos de los siglos. Ni siquiera hablo de la oleada de xenofobia institucional que se ha desatado al menor indicio de crisis, en este país de nuevos ricos donde no sé cómo no se nos cae la cara de vergüenza. No, hablo del triunfante retorno de la ideología. La derecha se reorganiza para hacer frente a la batalla de las ideas. Los mismos que anteayer decían que la ideología era un lastre caduco del siglo XIX, se enzarzan ahora en disquisiciones sutilísimas sobre la auténtica naturaleza del liberalismo.

Hay quien se ríe de ellos. A mí, la verdad es que me dan envidia. Me da envidia el volumen de afiliaciones del Partido Popular, me da envidia la disciplina de sus militantes, me da envidia la facilidad con la que montan tenderetes de recogida de firmas para cualquiera de las campañas que patrocinan, por muy odiosas que me resulten, me da envidia que tengan, siempre, interventores y apoderados de sobra en todas las mesas electorales. Mientras los partidos de la izquierda se abandonan a sus respectivas perversiones, entre la autocomplacencia sin condiciones y la búsqueda del Santo Grial de la pureza, la derecha ha aprendido la lección.

Ahora son ellos los que hacen partido, los que salen a tomar la calle, los que, aunque sea de carambola, han empezado a reivindicar la importancia de la ideología. Y ya sé que Aguirre no sabe lo que dice pero, antes o después, alguno sabrá. Y la izquierda no le verá venir, porque seguirá mirándose tranquilamente el ombligo.

 

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España no puede seguir siendo la pegatina de los fachas

 

La memoria tiene que ver con el presente

 

El pacto constitucional de 1978 no fue un milagro, sino un salto mortal sin red. La cuadratura del círculo, integrar a la derecha franquista con la izquierda retornada del exilio en un nuevo Estado, sin condenar la dictadura ni reivindicar la legalidad republicana de 1931, fue una temeridad, no una proeza. Sobre una política pública de memoria encubierta plagada de mentiras y manipulaciones, que nunca dejarán de serlo por muy buenas que fueran las intenciones que presuntamente las inspiraron, se levantó el edificio que ahora se desmorona. Durante cuarenta años, hemos acumulado distorsiones inconcebibles en cualquier otra sociedad democrática madura.

Así, España se ha convertido en una pegatina de los fachas, una casa ajena para millones de españoles que nunca tendrán otra. La derecha actúa como si hubiera heredado este país de sus abuelos, que para eso ganaron la guerra, y la izquierda le da tácitamente la razón, aceptando sin rechistar la condición de realquilada con derecho a cocina. Los progresistas españoles rechazan su propia patria, pero asumen el patriotismo de los nacionalistas, conservadores y clericales, como propio, en una pirueta tan incomprensible desde el punto de vista ideológico como desde el sentimental. La reacción y el progreso se convierten en vapor, conceptos tan difusos que quienes invocan el Estado de derecho no acatan sus reglas, y quienes reclaman democracia olvidan que, en un Estado democrático, la ley garantiza los derechos de los más débiles.

La memoria no tiene que ver con el pasado, sino con el presente y, sobre todo, con el futuro. No es una frase hecha, sino la clave de lo que estamos viviendo ahora mismo. ¿Lo han entendido ya?

 

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España, por lo visto, es cuestión de banderas. Saque una bandera a su balcón y olvídese de todo lo demás

 

Estamos rodeados. Desde la Feria del Libro de Guadalajara, interesarme por lo que pasa en España cada día me da más miedo, más vergüenza, más pereza. Cruzo los dedos antes de mirar las noticias en el móvil, y sin embargo, desde la lejanía, aprecio la intensificación del rasgo más perverso del proceso.

Mientras los tibios se desgastan y los bienintencionados cosechan ataques de todos los sectores, los culpables siguen ganando. El PP jamás habría podido soñar una coyuntura tan favorable como la que le han regalado los mítines televisados de Puigdemont, la prisión de Junqueras, las asambleas de la CUP. Cuando empezamos a oír hablar de la Gürtel, los ciudadanos tampoco habríamos podido creer que la implicación de un partido político en un escándalo de semejantes dimensiones pudiera pasar desapercibida, pero eso es lo que está ocurriendo. La tesorera del PP. procesada por el caso de los ordenadores de Bárcenas y en libertad provisional, no será expulsada porque no es un cargo público, alegan los portavoces de su partido, tras considerar que los triunfos electorales posteriores a los hechos extinguen cualquier responsabilidad política. Así de fácil.

Ahora, España es lo que importa, y España, por lo visto, es cuestión de banderas. El bienestar, los derechos y el futuro de los españoles es otra cosa, mucho menos importante, por lo visto, aunque no más que los intereses de los catalanes para esos líderes tan flexibles que van y vienen entre la verdad y la apariencia, la DUI simbólica y la mayoría social, la ilegitimidad de unas elecciones y el programa con el que van a intentar ganarlas. Así que, se mire por donde se mire, estamos rodeados. Los cercos se alimentan entre sí, y a los sitiados cada día nos falta más el aire.

 

Grandes, Almudena - La herida perpetua

 


Historia de este libro

 

Todo comenzó una tarde de diciembre del año 2007.

No me acuerdo de la fecha exacta ni de lo que estaba haciendo en ese momento, pero sé que no era escribir. En octubre de 2006 había terminado El corazón helado y me había quedado exhausta. Siempre había querido escribir una novela de mil páginas pero, después de lograrlo, me sumergí en un profundo y duradero periodo de desorientación. Catorce meses más tarde, aún no había averiguado adónde quería ir, ni qué quería hacer. No tenía ni idea de qué podría escribir después de haber escrito tanto.

En ese estado de ánimo respondí a una llamada de Javier Moreno, entonces director de El País, en cuyo suplemento, El País Semanal, colaboraba con dos artículos artículos al mes desde 1999. Supuse que el motivo de la llamada tenía que ver con esos artículos o con la petición de un texto para algún número especial. Lo último que me imaginaba era que Javier me había llamado para ofrecerme la columna de contraportada de los lunes, un espacio sagrado para mí.

En una columna titulada «Manolo» —con la que, el 8 de mayo de 2016, celebré el 40 aniversario de El País— explico por qué: «Todos los lunes compraba el periódico con inquietud, y solo los lunes leía la contraportada antes que los titulares. ¿Qué habrá escrito Manolo hoy? Necesitaba saber lo que opinaba para poder opinar. Cuando estaba de acuerdo con él me sentía feliz pero, a la larga, resultaba mucho mejor lo contrario. Le respetaba tanto que disentir de su opinión me obligaba a repensar la mía, a reflexionar con una disciplina implacable, porque él me enseñó que en el columnismo, en la literatura y en la vida, las preguntas son mucho más importantes que las respuestas».

Cuando Javier Moreno me la ofreció, la columna de contraportada de los lunes para mí era todavía eso, la opinión de Manolo Vázquez Montalbán, un santuario personal, todo un lugar de memoria que he venerado, venero y veneraré durante los días de mi vida. Él no podía saberlo y por eso no entendió mis reservas, la cautela con la que le dije que tenía que pensarlo antes de decirle algo. Pero ¿qué vas a pensar, mujer?, me respondió, dime que sí, solo puedes decirme que sí… La verdad es que me daba mucho miedo escribir en el lugar de Manolo. Me daban miedo el lunes, la contraportada, contraportada, el formato, el título. Me daba miedo, ante todo, defraudar a mi maestro allá en los cielos, pero Javier estaba tan convencido de que ese iba a ser mi sitio, que no me quedó más remedio que creer en él y decirle que sí.

El 7 de enero de 2008 publiqué mi primera columna. Se titulaba «Hola» y es esta:

La única corona de la que me considero súbdita ferviente es la que llevan sobre la cabeza Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Como ellos lo saben, y saben que, aunque republicana, soy buena chica, este año me han echado una columna. Concretamente, la que estoy estrenando ahora mismo. Yo soy muy ansiosa para los regalos y tengo que estrenarlos enseguida, no vaya a ser que se evaporen antes de consolidarse. Ya sé que esta declaración no resulta elegante, pero qué le voy a hacer si esa es mi tradición, la de la izquierda española, encadenada a gozos efímeros y pesares perpetuos, un tobogán emocional que impulsa a los Gobiernos progresistas a la pusilanimidad maquillada de prudencia que resulta fatal a medio plazo. Porque las gentes de orden conocen bien esa debilidad, y la manejan como nadie para provocar desórdenes.

Es como un bucle sin fin, que no se acaba nunca. Decidida partidaria de las alegrías de este mundo, vuelvo a sentir en la nuca un aliento rancio, que se ha hecho familiar entre nosotros a golpe de Estado o, en su defecto, de urna. Me refiero al estrepitoso jadeo de una jerarquía católica ávida de poder temporal y poco dispuesta a sufrir en este valle de lágrimas. Me sorprende que algunos se sorprendan porque, hablando de tradiciones, la simonía es tan antigua como la mortificación que los obispos españoles ya no practican para ganarse el cielo. Parece que, a base de mortificarnos, pretenden que nos lo ganemos los demás. Yo, que no aspiro a tanto, me conformaría con que el año electoral que ahora empieza nos trajera unas gotas de felicidad laica, plebeya, terrenal, tan vulgar como todos los regalos que no sabe fabricar ningún rey, ni siquiera si es mago. Con ese deseo inauguro mi primera columna acostada, como aquellas donde firmaban los poetas románticos al visitar las ruinas de los templos clásicos.

Recuerdo que tardé una mañana entera en escribirla. Recuerdo también cómo pesé y medí cada palabra, con qué cuidado repartí las comas, cuántas veces cambié los adjetivos. Mi primera columna en el espacio de Manolo no podía ser una opinión trivial, así que saqué de una vez toda la artillería. Ahora la leo y comprendo que, aun sin pretenderlo, lo que redacté fue una declaración de principios casi completa. En esa columna estaba yo, mujer, republicana, española, de izquierdas, anticlerical, plebeya, peleona y partidaria de la felicidad. Hoy solo echo de menos mi ciudad, Madrid, y al Atleti. En mi descargo aclararé que, en enero de 2008, aún no había llegado el Cholo y los colchoneros no andábamos muy allá de autoestima. Los madrileños que nunca hemos votado al PP no estábamos mucho mejor, tras las respectivas, repetidas victorias electorales obtenidas en mayo de aquel año por el alcalde Ruiz-Gallardón y la presidenta Aguirre, que pronto se convertirían en dos de mis personajes favoritos, como descubrirá enseguida el lector.

Desde aquella, he escrito muchas, muchísimas columnas durante más de diez años, pero la mayoría han girado alrededor de las palabras que escribí en esta. Parece asombroso, pero aún me resulta más sorprendente no haber sido capaz de darme cuenta por mí misma.

Diez años más tarde, la historia de este libro cambió de rumbo.

Madrid, primavera de 2017, parque del Retiro, Feria del Libro, calor, alegría y mucha gente. Yo estaba en una caseta firmando un poco de todo, porque todavía faltaban unos meses para que apareciera Los pacientes del doctor García, cuando se me acercó un hombre joven con toda la pinta de ser un lector normal. Pero las apariencias engañan.

Juan Díaz Delgado me contó que era filósofo y estaba escribiendo una tesis doctoral, un análisis de mi obra desde la perspectiva de la filosofía antropológica. Me impresionó mucho, quedamos para hablar después del verano y con una entrevista no tuvimos bastante. Mi relación con Juan, que pronto demostró tener el gran mérito de regalarme plantas que nunca se mueren, fue haciéndose más profunda al mismo ritmo que avanzaba su tesis, y me ayudó a fijarme en aspectos de mi propio trabajo que no había advertido por mí misma. Este libro es el fruto de su observación más certera.

Cuando me preguntó por qué nunca había publicado una recopilación de columnas, habiendo escrito tantas, le respondí que no me parecía interesante colocar un montón de artículos al tuntún en las páginas de un libro. Entonces me explicó que no se trataba de eso. Él había leído con atención mis columnas de El País para redactar un capítulo de su tesis y había advertido un eje fundamental en ellas. Gracias a Juan Díaz Delgado descubrí que a lo largo de los últimos diez años, he escrito sobre todo acerca de España como problema. Y ese descubrimiento me ofreció otra perspectiva sobre mi trabajo como columnista, una mirada nueva, diferente e inesperadamente atractiva para mí. Porque, al cabo, mis opiniones de contraportada en El País han girado alrededor del mismo tema del que tratan mis últimas novelas, desde El corazón helado hasta hoy.

El problema de España, las razones que la han convertido en un conflicto para millones de españoles, la anormalidad de este país bipolar que solo logra comportarse como los demás cuando la selección nacional juega un mundial de fútbol, el amor y el desamor que nos parten continuamente por la mitad, los orígenes, el desarrollo, los relatos contrapuestos, las soluciones posibles para curar esta herida que sangra demasiado, desde hace demasiado tiempo, y nos hace demasiado daño, constituyen el tema de este libro.

Porque creo que es un problema auténtico, que existe de verdad por más que muchos se empeñen en negarlo. Porque si no analizamos los errores que se cometieron en el pasado, nunca encontraremos la manera de extirparlos del futuro. Porque yo no llevo una pulsera rojigualda en la muñeca, pero soy española y amo profundamente a mi país, aunque a veces me duela.

Tengo que agradecer a Juan Díaz Delgado muchas cosas. En primer lugar, la perspicacia sin la que este libro no habría llegado a existir. También la generosidad con la que se ofreció a recopilar y organizar mis textos, las largas horas de trabajo que tuvo que invertir en ese empeño, su interés por mi obra, su constancia y su compañía.

Y siempre estaré en deuda con Javier Moreno por haberme ofrecido la columna de Manolo y haberme convencido de que podría llegar a ser también la mía.

Almudena Grandes. Madrid, 17 de marzo de 2019

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