María Cristina de Borbón llegó a Madrid en diciembre de 1829 con un objetivo bien definido. Ese objetivo se lo marcó su tío, rey de España, y no era otro que el de la cohabitación incestuosa entre sobrina y tío para engendrar al esperado heredero de la Corona española.
Nacida el 27 de abril de 1806 en Palermo. Sus padres fueron Francisco I de las Dos Sicilias y la infanta María Isabel de Borbón que era hija de Carlos IV de España y hermana de Fernando VII. Maria Cristina contaba por entonces con 23 años, su tío esposo bastantes más, veintidós para ser exáctos. La juventud de la futura reina aumentaba las posibilidades de embarazo, aunque claro, si no arraigaba la semilla real, la tara sería suya, ya que a nadie le dio por pensar que los espermatozoides del rey pudiesen tener el mismo coheficiente intelectual que su anfitrión.
Fernando VII había enterrado ya a tres esposas sin legar descendencia, pero sus cojones eran los de un semental, oigan. En muchas ocasiones, la naturaleza nos muestra ejemplos de su inmensa sabiduría, así que es posible que Gaia negara a semejante bestia parda el poder traer al mundo astillas de una rama corrupta y degenerada.
El receptáculo del semen real, María Cristina, podría haber optado por otras opciones un poco menos repugnantes que casarse con su viejo tío, hermano de su madre; pero parece ser que a los reyes les gustan las púberes y María Cristina ya había superado la veintena de años, por lo que se le cerraban muchas puertas de casas reales. Era hija del rey Francisco de Nápoles y de la infanta María Isabel, hermana de su futuro marido. El matrimonio frustrado con su primo, Carlos Luis, rey de Etruria y futuro rey de Parma, fue lo que determinó su casamiento con el hermano de su madre. Como se puede comprobar, todas las casas reales europeas son de genética degenerada, debido a la mezcla consanguínea llevada a cabo durante siglos. Esta degeneración genética conduce invariablemente a la depravación física, intelectual y ética, como se puede comprobar empíricamente a lo largo de los 300 años que los españoles llevan sufriendo a la casta borbónica.
La nueva reina no era demasiado lista -siendo generoso-, aunque no tardó en darse cuenta que acababa de entrar en una pocilga de difícil salida. El rey, aquejado constantemente por sus ataques de gota y varias enfermedades, tras años de comerse los cerdos enteros y beberse el vino por barricas, aparentaba muchos más años de los que reunía. Tenía un humor de mil demonios y desconfiaba hasta de su mala sombra. También fue marcado en su niñez, dominada por el todopoderoso Manuel Godoy -que se tiraba a su madre y regía los destinos de España-, desconfiaba de cualquier influencia demasiado cercana y poderosa. Isabel Burdiel, en su biografía de Isabel II describe así al rey:
<<Su manera de reinar consistió siempre en dividir y enfrentar entre sí a cuantos le rodeaban, de forma que potenció en todos ellos, a través del desconcierto y del terror, el más abyecto servilismo. Ladino, desconfiado y cruel, dado al humor grueso y a las aventuras nocturnas, el rey de España no era desde luego una figura atrayente. Sin embargo, podía ser muy manipulable si se sabía atender bien a sus deseos.>> [Isabel Burdiel: Isabel II. Una biografía (1830-1904). 2011]
La anterior experiencia marital vivida por el rey no resultó de su total agrado. Asaltó la cuna de una niña, puesto que Josefa Amalia de Sajonia apenas contaba 15 años, cuando tuvo que abrir sus piernas para recibir la verga real. Pero esta princesita alemana resultó ranita, era más beata que una monja de clausura. El rey llegó incluso a quejarse en público de cosas tan íntimas como la estrechez de la reina. Dejó muy claro a todos los que quisieron oírle y en cuanto tenía ocasión, que quería a su lado alguien que se acomodase más a su gusto por los placeres y por la diversión. «No más rosarios. Estoy de rosarios hasta el coco», se le escuchó decir alguna vez.
El retrato que se le hizo llegar de su alegre sobrina napolitana parece que ilusionó al monarca con la expectativa de encontrar a una reina tan crápula como él. Lo que aún no sabía es que una de las hijas que engendrarían, Isabel II, dejaría el listón en el puesto más alto alcanzado hasta el momento (que ya es decir).
Cuando Fernando VII vio el retrato de María Cristina sintió una viva impresión. Dice el marqués de Villa-Urrutia en su libro La reina gobernadora:
«Era considerada Cristina como hermosa, no por la corrección de sus facciones, sino por el conjunto, según se puede apreciar en el retrato de don Vicente López, cuyo pincel, como el de Goya, no pecó de cortesano y lisonjero. Su cabello era castaño; los ojos, pardos, parecían negros a cierta distancia, y sin ser grandes resultaban expresivos y dominantes; la boca, graciosa, con propensión constante a la sonrisa; la frente, proporcionada al rostro; la nariz, más bien grande sin ser borbónica; el color, blanco nacarado; los pómulos, ligeramente rojos; las orejas, menudas y bien puestas…». [Historias de las reinas de España. La Casa de Borbón. Carlos Fisas, 1989]
Esta ilusión del monarca se transformaba en inquietud a ojos de su hermano, el heredero a la corona si su hermano no dejara descendencia. La degeneración mental del hermano del rey se manifestaba en esta ocasión en fanatismo religioso del más abyecto, en lugar de crapulez. Isabel Burdiel vuelve a ilustrarnos:
<<Fanáticamente religioso, sobrio y virtuoso en su vida privada, la figura de don Carlos contrastaba notablemente con la del rey. Casado desde 1816 con su sobrina, la infanta portuguesa María Francisca de Braganza, tuvo con ella tres hijos (Carlos Luis, Juan y Fernando) y todas las fuentes coinciden en señalar que el carácter enérgico de su esposa ejercía una gran influencia sobre el suyo, más bien débil y apocado. Una energía y una influencia que María Francisca compartía con su hermana María Teresa de Braganza, princesa de Beira, con quien don Carlos acabó casándose años más tarde, en 1838, al morir su primera esposa.>>
Siendo Fernando VII príncipe de Asturias, se había pensado en casarle con la infanta María Teresa de Braganza. El matrimonio se frustró por la oposición de Godoy, y la infanta portuguesa terminó casándose con su primo el infante don Pedro Carlos, hijo del infante Gabriel de España y de la infanta portuguesa doña María Ana Victoria, hermana de Juan VI. María Teresa fue madre del infante Sebastián y, tras su temprana viudedad, permaneció en la Corte de Madrid, donde se convirtió, junto con su hermana, en alma del partido realista en la Corte.
Para el círculo cortesano que rodeaba al hermano del rey, el nuevo matrimonio no era una buena noticia. Peligrando la coronación de Carlos también peligraba el proyecto político de los llamados apostólicos, la parte más reaccionaria de las oligarquías españolas, más cafres aun que el propio Fernando VII. Entreverados en todos los resortes de poder, como en el Consejo de Estado y en los cuerpos de voluntarios realistas, auténtico cuerpo paramilitar formado en 1824 con el objetivo explícito de combatir cualquier amago de revolución. Los inquisidores llevaban casi una década protagonizando conspiraciones dispersas y hostigando cualquier intento reformista, por tímido que fuese.
La limitadísima amnistía de 1824, forzada por las potencias de la Santa Alianza, así como la introducción de algunas reformas hacendísticas imprescindibles para evitar el derrumbe absoluto de la economía, se convirtieron en anatemas para aquéllos que creían fanáticamente en el realismo puro. No estaban dispuestos a dejar avanzar ni un paso al país, sólo trataban de retrotraernos a la Edad Media de los Reyes Católicos; como hicieron las hordas Cristo-Fascistas de Franco más de cien años después.
La reacción también se nutrió con la falta de reconocimiento de grados y empleos de muchos de los que habían combatido la experiencia constitucional inaugurada en 1820, y el no restablecimiento de la Inquisición tras la reacción de 1823 sumaron frustración y resentimiento en el ala radical del absolutismo. En 1826 apareció el denominado Manifiesto de los Realistas Puros, en el que se denunciaba la traición de los ministros de Fernando VII, e incluso del propio rey, a los principios puros de la religión y el trono por los que se había combatido durante el Trienio Liberal. Las estrechas relaciones de don Carlos con aquellos grupos ultramontanos era un secreto a voces.
Cuando María Cristina llegó a España en 1829, el recurso a la violencia por parte de los realistas exaltados estaba apagado pero latente. Desde el principio fue consciente de que debía forjar en torno suyo algún tipo de alianza política y cortesana. En principio, su aliada natural era su hermana, la infanta Luisa Carlota, casada en un nuevo alarde de endogamia borbónica con otro hermano del rey, el infante don Francisco. Desde su llegada a la Corte, con apenas dieciséis años, la mayor de las hermanas napolitanas había demostrado tener mucho carácter y no estar dispuesta a ocupar un lugar anodino y subordinado entre sus cuñadas portuguesas. Los enfrentamientos con ellas eran tan legendarios como los continuos devaneos amorosos de Luisa Carlota y las bromas pesadas con que atormentaba a su desgraciado marido. Francisco de Paula, por su parte, también tenía su peculiaridades. De él se decía que había estado casado en secreto con una plebeya, que tenía al menos un hijo ilegítimo, que era masón y que durante el Trienio Liberal había demostrado ciertas simpatías por los liberales, o que, al menos, había hecho alarde de ellas en previsión de que Fernando VII fuese derrocado y se buscase un rey más proclive a aceptar el constitucionalismo.
Quizás fueron la influencia y la fama de su hermana y de su cuñado las que hicieron abrigar esperanzas de que la nueva reina tendría un talante más abierto que el de sus predecesoras y, por supuesto, que el de don Carlos y sus partidarios.
Ella no hizo nada por desmentirlo. A los cinco meses de celebrarse el matrimonio real, se anunció que la reina estaba embarazada de cuatro meses. Inmediatamente después, el 3 de abril de 1830, el rey hizo publicar la Pragmática Sanción que abolía la Ley Sálica por la cual, desde la llegada de los Borbones al trono de España en 1713, se excluía a las mujeres de la posibilidad de heredar directamente el trono. Con esta medida, Fernando VII recuperaba un acuerdo de las Cortes españolas de 1789, que no había sido jamás sancionado y promulgado, y además cortaba de raíz las pretensiones de su hermano de acceder al trono. La medida se demostró previsora, porque el triunfo de María Cristina no fue completo. El 10 de octubre de 1830 dio a luz a «un heredero, aunque hembra» como definieron a la recién nacida los comentaristas de la época. Ese mismo día, el rey dirigía al secretario del despacho de Gracia y Justicia, don Francisco Tadeo Calomarde, un parte redactado en los siguientes términos:
«En la tarde de hoy, a las cuatro y cuarto, la reina mi augusta esposa ha dado a luz con felicidad una robusta infanta. El cielo ha bendecido nuestra venturosa unión y colmado los ardientes deseos de todos mis amados vasallos que suspiraban por la sucesión directa de la corona. Daréis conocimiento de ello a las autoridades y corporaciones de toda la monarquía, según corresponda, para su satisfacción y que se tribute al Señor la más rendida acción de gracias por tan inestimable beneficio; rogando al mismo tiempo por la salud de la reina, y que ampare con su divina omnipotencia el primer fruto de nuestro matrimonio. En palacio, a 10 de octubre de 1830.»
El 13 de octubre de 1830 Fernando ordenó insertar un real decreto en la Gaceta que decía:
«Es mi voluntad que a mi muy amada hija la infanta María Isabel Luisa se la hagan los honores como a príncipe de Asturias por ser mi heredera y legítima sucesora a mi corona mientras Dios no me conceda un hijo varón».
La infanta Isabel Luisa llegó al mundo en una Corte donde la espesa red de consanguinidad que unía a la familia real no era menor que la tupida maraña de intrigas que la dividía. Llegó también al mundo en un país donde los liberales llevaban más de veinte años pugnando por vencer la resistencia del absolutismo representado por Fernando VII y, al extremo, por su hermano don Carlos. Mientras la opinión liberal se mantenía a la expectativa, los partidarios del Infante hicieron todo lo posible durante el embarazo de la reina para que las Cortes «hermanas» de Nápoles y Francia forzasen a Fernando VII a reconsiderar su decisión de permitir que reinase una mujer, por muy hija suya que fuese. Sin embargo, para cuando aquella hija nació, la revolución francesa de 1830 había despejado mucho el horizonte. La subida al trono de Luis Felipe de Orleans canceló las presiones diplomáticas y familiares, al menos por parte de Francia, y abrió el camino para que la sucesión femenina del reino de España pudiese materializarse, lo que de paso consolidó a María Cristina en Palacio como la madre de la sucesora directa a la Corona.
Los liberales, dados su precaria situación y el temor a don Carlos, apoyaban los derechos sucesorios de la infanta Isabel. María Cristina debía, a su juicio, utilizar el capital político que le otorgaban las esperanzas concebidas en torno a ella y al nacimiento de su hija. La reina no podía, ni debía, comprometerse con nadie, pero podía enviar señales a sus posibles partidarios, como, por ejemplo, aconsejar al rey un indulto con motivo del nacimiento de la Infanta «para aumentar la fuerza moral del partido de V. M.»
Y en este bonito panorama nació Isabelita: con su tío tratándola de usurpadora desde que mamaba teta, y por ello provocó una sangrienta guerra civil. Los cortesanos revueltos en busca de acertar al apostar por una u otro ganador. La Inquisición apretando para poder volver a las andadas. Los políticos conspirando para seguir ostentando sus títulos de "próceres de la patria" y la inminente muerte de su padre, que murió cuando ella solamente contaba tres años.
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