“A los jóvenes” de Piotr Kropotkin

 

A éstos me dirijo, que los viejos -los viejos de corazón y de espíritu, entiéndase bien- no se molesten en leer lo que no ha de afectarles en nada. Supongo que tenéis dieciocho o veinte años, habéis terminado vuestro estudio o aprendizaje y entráis en el gran mundo; supongo también que vuestra inteligencia se ha purgado de las imbecilidades con que han pretendido atrofiarla y obscurecerla vuestros maestros, y que hacéis oídos de mercader a los continuos sofismas de los partidarios del obscurantismo; en una palabra, que no sois de esos desdichados engendros de una sociedad decadente que sólo procuran por la buena forma de sus pantalones, lucir su figura de monos sabios en los paseos, sin haber gustado en la vida más que la copa de la dicha, obtenida a cualquier precio… Todo al contrario de esto, os juzgo de entendimiento recto, y sobre todo, dotados de gran corazón.

La primera duda que surge en vuestra imaginación es ésta: “¿Qué voy a ser?”. Esta pregunta os la habéis hecho cuantas veces la razón os ha permitido discernir.
Verdaderamente que cuando se está en esa temprana edad en que todo son sueños de color de rosa no se piensa en hacer mal alguno. Después de haberse estudiado una ciencia o un arte -a expensas de la sociedad, nótese bien- nadie piensa en utilizar los conocimientos adquiridos como instrumento de explotación y en beneficio exclusivo, y muy depravado por el vicio debiera estar en verdad el que siquiera una vez no haya soñado en ayudar a los que gimen en la miseria del cuerpo y la miseria de la inteligencia. Habéis tenido uno de esos sueños, ¿no es verdad?
 
Pues estudiemos el modo de convertirlo en realidad.

No sé la posición social que ha presidido a vuestro nacimiento; quizá favorecidos por la suerte habéis podido adquirir conocimientos científicos, y sois médicos, abogados, literatos, etc…; si es así a vuestra vista ábrense vastísimos horizontes y se os ofrece un porvenir sonriente, quizá dichoso. O, por el contrario, malditos de la suerte sois hijos de un pobre trabajador, y no habéis tenido otros conocimientos que la escuela del dolor, de las privaciones y de los sufrimientos…

Establezcamos el primer caso; habéis cursado medicina; sois, pues, un facultativo. Un día un hombre de mano callosa, cubierta con una blusa, viene a buscaros para que asistáis a una enferma, conduciéndoos a casa de la paciente por una interminable serie de callejuelas, cuyas casas trascienden a pobreza. Llegáis, y os es forzoso casi encaramaros por una estrecha escalera, cuyo ambiente está cargado de hidrógeno, por las emanaciones que despide la torcida de un farol cuyo aceite se ha agotado.
 
Después de salvar dos, cuatro o treinta escalones, penetráis en la habitación de la pobre enferma. Como vuestra alma está aún pura, el corazón os late con más violencia de la acostumbrada al contemplar a aquella infeliz, tirada sobre un mal jergón, y… a aquellas cuatro o cinco criaturas, lívidas, tiritando de frío, acurrucadas al lado de su pobre madre, a fin de recoger el calor de la fiebre, ya que allí huelga todo abrigo. Los infelices niños, a quienes la desgracia ha hecho suspicaces, os contemplan asustados y se arriman más y más a su madre, sin apartar sus grandes ojos espantados de vuestra persona.

El marido ha trabajado durante su vida doce y trece horas diarias, pero ahora está de más hace tres meses; esto no es raro, se repite periódicamente. Antes no se notaba tanto su falta de trabajo, pues cuando esto acontecía su mujer se iba a lavar -¡quién sabe si habrá lavado lo vuestro!- para ganar una peseta al día. Pero ahora, postrada en el lecho del dolor hace dos meses, le es imposible, y la miseria más espantosa cierne sus negras alas en aquel hogar.

¿Qué aconsejaréis a aquella enferma, doctor? Desde luego habréis comprendido que allí reina la agonía general por falta de alimentación; prescribiréis carne, aire puro, ejercicio en el campo, una alcoba seca y bien ventilada. ¡Esto sería irónico! Si hubiera podido la enferma proporcionarse todo esto, no hubiera esperado vuestro consejo.

Esto no es todo. Si vuestro exterior revela franqueza y bondad, os referirán historias tanto o más tristes; la mujer de la otra habitación, cuya tos desgarra el corazón, es una planchadora; en el tramo de abajo todos los niños tienen fiebre; la lavandera que ocupa el piso alto no llegará a la próxima primavera, ¡ah! ¡y en la casa de al lado, en la otra, la situación es peor!...

¿Qué pensáis de todos estos enfermos? Seguramente les recomendaríais cambio de aire, un trabajo menos prolongado, una alimentación sana y nutritiva; pero no podéis y abandonáis aquellas catacumbas del dolor con el corazón lacerado.

Al siguiente día, y cuando aún no habéis desechado la preocupación de la víspera, un compañero os dice que ha venido un lacayo en carruaje para que fuerais a visitar al propietario de una casa, donde había enferma una señora extenuada a fuerza del insomnio, cuya vida está consagrada a visitas, afeites, bailes y disputar con su estúpido marido.

Vuestro compañero le ha prescrito hábitos más moderados, comida poco estimulante, paseos al aire libre, tranquilidad de espíritu y ejercicios gimnásticos en su alcoba, a fin de substituir un trabajo útil: una muere porque ha carecido de alimento y descanso durante su vida, y la otra sufre porque nunca ha sabido lo que es trabajar.

Si sois uno de esos repugnantes seres ante un espectáculo triste y miserable se consuelan con dirigir una mirada de compasión y beberse una copa de coñac, os iréis acostumbrado gradualmente a esos contrastes y no pensaréis sino en elevaros a la altura de los satisfechos para evitar tener que rozaros en lo sucesivo con los desgraciados.

Pero si al contrario, sois hombre; si el sentimiento se traduce en voluntad y la parte animal no se ha superpuesto a la inteligencia, volveréis a vuestra casa diciéndoos: -Esto es infame-; esto no puede continuar así por más tiempo. Es menester evitar las enfermedades y no curarlas.

¡Abajo las drogas! Aire, buena alimentación y un trabajo más racional; por ahí debe comenzarse; de otro modo, la profesión de médico sólo es un engaño y una farsa.
 
 
En ese mismo instante comprenderéis el anarquismo y sentiréis estímulos por conocerlo todo; y si el altruismo no es una palabra vacía de sentido, si aplicáis al estudio de la cuestión social las rígidas inducciones del filósofo naturalista, vendréis a nuestras filas y seréis un nuevo soldado de la Revolución social.

Quizá se os ocurra: ¡Al diablo las cuestiones prácticas! Como el filósofo y el astrónomo, consagrémonos a las especulaciones científicas. Esto seguramente puede producir un goce individual, una abstracción de la sociedad y sus males. Pero siendo así, yo pregunto: ¿en qué se diferencia el filósofo dedicado a pasar la vida todo lo agradablemente posible, del borracho que solo busca en la bebida la inmediata satisfacción de un placer? Indudablemente el filósofo ha tenido mejor acierto cuando a la elección de goce, que es más duradero que el del borracho; pero esto es la sola diferencia; uno y otro tienen la misma mirada egoísta y personal.

Pero no desáis hacer vida semejante, y sí, por el contrario, trabajar en bien de la Humanidad; entonces saltará en vuestro cerebro una formidable objeción, y por poco aficionado a la crítica que seáis, comprenderéis perfectamente que en esta sociedad la ciencia no es otra cosa que un apéndice de lujo que no sirve sino para hacer más agradable la vida de los menos, permaneciendo inaccesible a los más.

Ahora bien; hace más de un siglo que la ciencia ha establecido sobre bases sólidas, razonadas nociones cosmogónicas cuanto al origen del Universo. ¿Cuántos las conocéis? Algunos millares solamente desperdigados entre centenares de millares sumidos aún en supersticiones dignas de los salvajes y, por consiguiente, dispuestos a servir de lastre a los impostores religiosos.

O bien lanzad una ojeada sobre lo que ha hecho la ciencia para elaborar las bases de la higiene física y moral; ella os dice cómo debemos vivir para conservar la salud del cuerpo y mantener en buen estado las numerosas masas de nuestras poblaciones. Pero todo esto es letra muerta, por que la ciencia sólo existe para un puñado de privilegiados, y porque las desigualdades que dividen a la sociedad en dos clases -explotados y detentadores del capital- hacen que las enseñanzas racionales de la existencia sean la más amarga de las ironías para la inmensa mayoría.

Aun podría citar más ejemplos, pero no lo juzgo imprescindible, puesto que la cuestión no es amontonar verdades y descubrimientos científicos, sino extender hasta lo infinito los ya adquiridos, hasta que hayan penetrado en la generalidad de los cerebros. Conviene ordenar de tal suerte las cosas, que la masa del género humano pueda comprenderlas y aplicarlas: que la ciencia deje de ser un lujo; todo al contrario, que sea la base de la vida de todos. Lo exige la justicia.

De este modo no ocurriría, por ejemplo, lo que pasa hoy con la teoría del origen mecánico del calor, que enunciada el siglo pasado por Hir y Clausius, ha permanecido durante más de ochenta años enterrada en los anales académicos, hasta que la desenterraron los conocimientos de la física, extendidos lo suficiente para formar una parte del público capaz de comprenderla, ha sido necesario tres generaciones para que las ideas de Erasmo y Darwin sobre la variabilidad de las especies fuesen acogidas y admitidas por los filósofos académicos, obligados por la opinión pública. El filósofo, así como el artista y el poeta, es siempre producto de la sociedad en que enseña y se mueve.

Si os persuadís de estas verdades, comprenderéis que es de todo punto imprescindible cambiar radicalmente un tal estado de cosas que condena al filósofo a repletarse de conocimientos científicos y al resto del género humano a permanecer en la misma ignorancia que hace diez siglos; esto es, en el estado de esclavitud y de máquina incapaz de asimilarse las verdades establecidas. Desde el momento que os hayáis persuadido de estas profundas verdades iréis poco a poco odiando la inclinación a la ciencia pura y trabajaréis por buscar el medio de efectuar esa transformación social; y si inauguráis vuestras investigaciones con la misma imparcialidad que os ha guiado en los estudios científicos, abrazaréis sin remedio la causa del socialismo.

Haréis, en una palabra, tabla rasa de todos los sofismas y engrosaréis nuestras filas, cansados de procurar placeres a esa minoría que de tantos disfruta, y pondréis todo vuestro valer al servicio de los oprimidos.

Estad seguro que entonces el sentimiento del deber cumplido y la perfecta relación entre vuestras ideas y acciones os mostrarán una existencia nueva que os es desconocida; y cuando un día, día que indudablemente se aproxima -con permiso de vuestros profesores- se haya realizado el fin que os proponíais, las nuevas fuerzas del trabajo científico colectivo, con la poderosa ayuda de ejércitos de trabajadores que vendrán a prestarle sus concurso, harán que la ciencia dé un paso hacia delante, comparado con el cual el lento progreso del presente, parecerá un simple juego de niños. Entonces gozaréis de la ciencia y este goce será para todos.
 
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