Savínkov |
Este juicio, uno de los primeros y más antiguos, fue un proceso contra la palabra. El 24 de marzo de 1918 este conocido «periódico de los profesores» había publicado un artículo de Savínkov titulado «De viaje». Las autoridades de buena gana le habrían echado el guante al propio Savínkov, pero ¿dónde iban a buscarlo si el maldito estaba de viaje? Así que tuvieron que contentarse con clausurar el periódico, sentar en el banquillo de los acusados a su anciano director, P.V. Yegórov, y pedirle a él las explicaciones: ¿Cómo se había atrevido? Hacía ya cuatro meses que el país había entrado en una Nueva Era, ¡ya era hora de que se fuera acostumbrando!
Yegórov se justifica ingenuamente: dice que «el artículo lo ha escrito un político eminente cuya opinión, con independencia de que fuera o no compartida por la redacción, tiene un interés general». Más adelante añade que no ve difamación alguna en las afirmaciones de Savínkov: «no olvidemos que Lenin, Natanson y Cía. llegaron a Rusia vía Berlín, es decir, que las autoridades alemanas les ayudaron a regresar a la patria», puesto que así ocurrió realmente: la Alemania del Kaiser, a la sazón en guerra, había ayudado al camarada Lenin para que regresara.
Krylenko |
Krylenko exclama que no pretende acusar al periódico de difamación (¿pues entonces de qué?), que están juzgando al periódico ¡por intento de influir en la opinión! (¡Habráse visto: un periódico con semejantes intenciones!) Tampoco se hace responsable al periódico por la frase de Savínkov: «hay que ser un criminal insensato para afirmar con toda seriedad que el proletariado mundial nos va a brindar apoyo», pues no hay duda de que acabarán apoyándonos...
La condena fue exclusivamente por el intento de influir en la opinión: un periódico que se publicaba desde 1864, que había sufrido todos los períodos de reacción imaginables: el de Uvárov, Pobedonóstsev, Stolypin, Kasso y un sinnúmero más, ¡ahora quedaba cerrado por siempre ! (¡Por un solo artículo, por siempre! ¡Así es como hay que gobernar!) En cuanto al redactor Yegórov... — ¿cómo no les da vergüeza tanta clemencia? ¡Ni que estuviéramos en Grecia! —, tres meses en una celda incomunicada. (Pero, en fin, sólo estábamos en 1918. Si el viejo sobrevivía, ya volverían a encerrarlo, ¡y después, aun tantas veces más como hiciera falta!)
En aquellos procelosos años, por extraño que parezca, los sobornos se daban y recibían con la mayor exquisitez, como siempre fue en la antigua Rusia, y como siempre será en la Unión Soviética. Las ofrendas llegaban incluso — y sobre todo — a los organismos judiciales. Y — ¿nos atrevemos a decirlo?— también a la Cheká.
Los tomos de historia encuadernados en rojo, estampados con letras de oro, guardan silencio, pero los viejos, que fueron testigos, recuerdan que en los primeros años tras la Revolución — a diferencia de lo que ocurriría en la época de Stalin — la suerte de los presos políticos dependía enormemente de los sobornos: los aceptaban sin sonrojo y después cumplían con honestidad y soltaban a los detenidos a cambio del dinero. Hasta Krylenko, que sólo recoge una docena de procesos en cinco años, habla de dos en los que hubo soborno. ¡Qué descorazonador!, los tribunales revolucionarios, tanto el Supremo como el de Moscú, avanzaban hacia la perfección por tortuosos vericuetos: ambos habrían de ver empañada su honradez.
Texto extraído de:
El Archipiélago Gulag. A. Soljenitsin
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