Esa irracional especie llamada electores. Octavio Mirbeau.

 

Una cosa me asombra prodigiosamente -me atrevería a decir que me deja estupefacto- y es que en el momento científico en que escribo, después de las innumerables experiencias, después del escándalo diario, pueda existir todavía en nuestra querida Francia (como dicen en la Comisión de Presupuesto) un elector, un solo elector, ese animal irracional, inorgánico, alucinado, que consienta en desarreglar sus asuntos, sus sueños o sus placeres, para votar en favor de alguno o de alguna.

Cuando se reflexione un solo instante, este sorprendente fenómeno ¿no es propio para derrotar las filosofías más sutiles y confundir la razón? ¿Dónde estará el Balzac que nos dé la fisiología de elector moderno? ¿Y el Charcot que nos explique la anatomía y la mentalidad de ese incurable demente? Los esperamos.
 
Comprendo que un estafador encuentre siempre accionistas, la censura de los defensores, la Opera-cómica de los dilettantis; comprendo a Mr. Chantavoine obstinándose en encontrar rimas; lo comprendo todo. Pero que un diputado, un senador encuentre un elector, es decir, el mártir improbable, que los alimente con su pan, que los vista con su lana, que los engorde con su carne, que los enriquezca con su dinero, y no tenga más perspectiva que la de recibir, a cambio de esas prodigalidades, garrotazos en la nuca, puntapiés en salva sea la parte, cuando no balazos en el pecho, verdaderamente, eso sobrepasa las nociones ya tan pesimistas que me había formado hasta ahora de la tontería humana.

Se entiende que hablo aquí del elector convencido, del elector teórico, del que se imagina, ¡pobre diablo! cumplir una obligación de ciudadano libre, desplegar en soberanía, expresar sus opiniones, imponer -¡oh, locura admirable y desconcertante!- programas políticos y reivindicaciones sociales, y no del que “conoce el paño” y que se burla de su soberanía.

Hablo de los serios, de los austeros, de los del pueblo soberano, de los que dicen: “¡Yo soy elector! Nada se hace sin mí. Soy la base de la sociedad moderna”. ¿Cómo existe todavía esa ralea? ¿Cómo, por testarudos, por orgullosos, por paradojales que sean, no se desalentaron y avergonzaron de su obra en tanto tiempo? ¿Cómo es posible que se encuentre en alguna parte, aún en el fondo de las landas perdidas de la Bretaña, o en las inaccesibles cavernas de Cevennes y de los Pirineos, un filisteo tan estúpido, tan irrazonable, tan ciego a lo que se ve, tan sordo a lo que se dice, para votar por los azules, los blancos o los rojos, sin que nada le obligue, sin que se le pague o sin que se le emborrache? ¿A qué sentimiento extravagante, a que misteriosa sugestión puede obedecer ese bípedo pensante, dotado de una voluntad, según se pretende, que marcha altivo y recto, seguro de que cumple un deber, a depositar en una caja electoral cualquiera una boleta cualquiera, poco importa el nombre en ella escrito?...
 
¿Qué es lo que pensará, en su interior, que justifique, o que explique simplemente su extravagancia? ¿Qué es lo que espera? Porque, en fin, para consentir en darse amos ávidos que le pegan y le acogotan es preciso que se diga o que se espere algo extraordinario que nosotros no suponemos. Es preciso que, por poderosas desviaciones cerebrales, la idea de diputado corresponda en él a las ideas de ciencia, de justicia, de desinterés, de trabajo y de probidad. Y es esto de lo que verdaderamente espanta. Nada le sirve de lección, ni las cometidas más burlescas ni las más siniestras tragedias.

“¿Qué le importa que sea Pedro o Juan el que le pida el dinero y el que le exija la vida, puesto que está obligado a despojarse del uno y a dar la otra? ¡Y bien, no! Entre estos ladrones y estos verdugos, él tiene preferencia, vota por los más rapaces y los más feroces Votó ayer, votará mañana y votará siempre Los carneros van al matadero No se dicen nada y no esperan nada. Pero, al menos, no votan por el carnicero que habrá de matarlos, ni por el burgués que habrá de comerlos. Más carnero que las bestias, más carneros que los carneros, el elector nombra su carnicero y escoge su burgués. Hicieron falta muchas revoluciones para conquistar este derecho.
 

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