Toda sociedad que rompa con la propiedad privada se verá en el caso de organizarse en comunismo anarquista. Hubo un tiempo en que una familia de aldeanos podía considerar el trigo que cultivaba y las vestiduras de lana tejidas en casa como productos de su propio trabajo. Aun entonces, esta creencia no era del todo correcta. Había caminos y puentes hechos en común, pantanos desecados por un trabajo colectivo y pastos comunes cercados por setos que todos costeaban, Una mejora en las artes de tejer o en el modo de tintar los tejidos, aprovechaba a todos; en aquella época, una familia campesina no podía vivir sino a condición de encontrar apoyo en la ciudad, en el municipio.
Pero hoy, con el actual estado de la industria, en que todo se entrelaza y se sostiene, en que cada rama de la producción se vale de todas las demás, es absolutamente insostenible la pretensión de dar un origen individualista a los productos. Si las industrias textiles o la metalurgia han alcanzado pasmosa perfección en los países civilizados, lo deben al simultáneo desarrollo de otras mil industrias: lo deben a la extensión de la red de ferrocarriles, a la navegación trasatlántica, a la destreza de millones de trabajadores, a cierto grado de cultura general de toda la clase obrera; en fin, a trabajos realizados de un extremo a otro del mundo.
Los italianos que morían de cólera cavando el canal de Suez, o de anemia en el túnel de San Gotardo, y los americanos segados por las granadas en la guerra abolicionista de la industria algodonera en Francia y en Inglaterra no menos que las jóvenes que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester o de Ruan o el ingeniero autor de alguna mejora en la maquinaria de tejer.
Situándonos en este punto de vista general y sintético de la producción, no podemos admitir con los colectivistas que una remuneración proporcional a las horas de trabajo aportadas por cada uno en la producción de las riquezas, pueda ser un ideal, ni siquiera un paso adelante hacia ese ideal. Sin discutir aquí si realmente el valor de cambio de las mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad de trabajo necesario para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo, cuya tradición ha seguido Marx), bástenos decir que el ideal colectivista nos parecería irrealizable en una sociedad que considerase los instrumentos de producción como un patrimonio común. Basada en este principio, veríase obligada a abandonar en el acto cualquier forma de salario.
Estamos convencidos de que el individualismo mitigado del sistema colectivista no podría existir junto con el comunismo parcial de la posesión por todos del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma de posesión requiere una nueva forma de retribución. Una forma nueva de producción no podría mantener la antigua forma de consumo, como no podría amoldarse a las formas antiguas de organización política.
El salario ha nacido de la apropiación personal del suelo y de los instrumentos para la producción por parte de algunos.
Era la condición necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella, aunque se trate de disfrazarla bajo la forma de «bonos de trabajo». La posesión común de los instrumentos de trabajo traerá consigo necesariamente el goce en común de los frutos de la labor común.
Sostenemos, no sólo que es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminar hacia el comunismo.
El desarrollo del individualismo, durante los tres últimos siglos, se explica, sobre todo, por los esfuerzos del hombre, que quiso prevenirse contra los poderes del capital y del Estado. Creyó por un momento -y así lo han predicado los que formulaban su pensamiento por él- que podía libertarse por completo del Estado y de la sociedad. «Mediante el dinero -decía- puedo comprar todo lo que necesite.» Pero el individuo ha tomado mal camino, y la historia moderna le conduce a confesar que sin el concurso de todos no puede nada, aunque tuviese atestadas de oro sus arcas.
Junto a esa corriente individualista vemos en toda la historia moderna, por una parte, la tendencia a conservar todo lo que queda del comunismo parcial de la antigüedad, y por otra a restablecer el principio comunista en las mil y mil manifestaciones de la vida. En cuanto los municipios de los siglos X, XI y XII consiguieron emanciparse del señor laico o religioso, dieron inmediatamente gran, extensión al trabajo en común, al consumo en común.
La ciudad era la que fletaba buques y despachaba caravanas para el comercio lejano, cuyos beneficios eran para todos y no para los individuos; también compraba las provisiones para sus habitantes. Las huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el siglo XIX, y los pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus leyendas.
Todo eso ha desaparecido. Pero el municipio rural aún lucha por mantener los últimos vestigios de, ese comunismo, y lo consigue mientras el Estado no vierte su abrumadora espada en la balanza.
Al mismo tiempo surgen, bajo mil diversos aspectos, nuevas organizaciones basadas en el mismo principio de a cada uno según sus necesidades, porque sin cierta dosis de comunismo no podrían vivir las sociedades actuales.
El puente, por cuyo paso pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino que antiguamente se pagaba a tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no tener en cuenta la cantidad consumida, he aquí otras tantas instituciones fundadas en el principio de «Tomad lo que necesitéis».
Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes, y recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de ferrocarriles el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones, y otras mil, hay la tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer mil leguas, y otro solamente quinientas. Esas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que a otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad.
Hay también la tendencia a poner las necesidades del individuo por encima de la evaluación de los servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. L1égase a considerar la sociedad como un todo cada una de cuyas partes está tan íntimamente ligada con las demás, que el servicio prestado a tal o cual individuo es un servicio prestado a todos.
Cuando acudís a una biblioteca pública -por ejemplo, las de Londres o Berlin-, el bibliotecario no os pregunta qué servicio habéis dado a la sociedad para daros el libro o los cien libros que le pidáis, y si es necesario, os ayuda a buscarlos en el catálogo. Mediante un derecho de entrada único, la sociedad científica abre sus museos, jardines, bibliotecas, laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de sus miembros, ya sea un Darwin o un simple aficionado.
En San Petersburgo, si perseguís un invento, vais a un taller especial, donde os ofrecen sitio, un banco de carpintero, un torno de mecánico, todas las herramientas necesarias, todos los instrumentos de precisión, con tal de que sepáis manejarlos, y se os deja trabajar todo lo que gustéis. Ahí están las herramientas; interesad a amigos por vuestra idea, asociaos a otros amigos de diversos oficios si no preferís trabajar solos; inventad la máquina o no inventéis nada, eso es cosa vuestra. Una idea os conduce, y eso basta.
Los marinos de una falúa de salvamento no preguntan sus títulos a los marineros de un buque náufrago; lanzan su embarcación, arriesgan su vida entre las olas furibundas, y algunas veces mueren por salvar a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para qué necesitan conocerlos? «Les hacen falta nuestros servicios, son seres humanos: eso basta, su derecho queda asentado. ¡Salvémoslos!» Que mañana una de nuestras grandes ciudades, tan egoístas en tiempos corrientes, sea visitada por una calamidad cualquiera -por ejemplo, un sitio- y esa misma ciudad decidirá que las primeras necesidades que se han de satisfacer son las de los niños y los viejos, sin informarse de los servicios que hayan prestado o presten a la sociedad; es preciso ante todo mantenerlos, cuidar a los combatientes independientemente de la valentía o de la inteligencia demostradas por cada uno de ellos, y hombres y mujeres a millares rivalizarán en abnegación por cuidar a los heridos.
Existe la tendencia. Se acentúa en cuanto quedan satisfechas las más imperiosas necesidades de cada uno, a medida que aumenta la fuerza productora de la humanidad; acentúase aún más cada vez que una gran idea ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones de nuestra vida cotidiana.
El día en que devolviesen los instrumentos de producción a todos, en que las tareas fuesen comunes y el trabajo -ocupando el sitio de honor en la sociedad- produjese mucho más de lo necesario para todos, ¿cómo dudar de que esta tendencia ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida social?
Por esos indicios somos del parecer de que, cuando la revolución haya quebrantado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo. Pero nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Esta es la síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de las edades: la libertad económica y la libertad política.
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