Una sensación que suele dejar la lectura de estas memorias en aquellas personas que tengan alguna idea sobre la historia de Andalucía y de sus movimientos sociales es la de incredulidad. Una incredulidad que se basa en el siguiente razonamiento: cómo es posible que quien narra, muchas veces en primera persona y como coprotagonista, acontecimientos que están en los libros de Historia, de España y del mundo, no haya sido merecedor de una mayor atención por parte de la historiografía oficial. Más aún teniendo en cuenta los esfuerzos que, desde mediados de los setenta, se han hecho por recuperar la memoria después de los cuarenta años de oscurantismo.
La relación de esos acontecimientos es prolija: atentados contra Alfonso XIII en Madrid y París, entierro de Pi i Margall, movimiento antimilitarista europeo anterior a la I Guerra Mundial, primeros escarceos de la lucha por una Irlanda libre, conspiración en pro de la II República Española, candidatura "Por una Andalucía Libre" en Sevilla en las elecciones generales de 1931, movimiento revolucionario tras el triunfo del Frente Popular, etc. Eso, sin contar con su activa participación en otros hechos de ámbito más local como son la lucha contra la tuberculosis en Sevilla y, en clara unión con ésta, contra los abusivos propietarios de viviendas en Sevilla, algunos de los levantamientos campesinos del primer tercio del siglo, etc.
Evidentemente, no puede ser objeto de este prólogo desvelar ese misterio, pero valga lo dicho como muestra de la profundidad del corte histórico que supuso el franquismo y la necesidad que tenemos, aún hoy, de investigar y profundizar en el conocimiento de lo que pasó antes de él a fin de que la Historia cumpla algo que dicen que es parte de su función, ser maestra del futuro. En esto, las memorias de Pedro Vallina son un ejemplo encomiable, tanto en los aspectos que todos aceptamos como positivos de su vida (su absoluta dedicación a los más débiles, su honradez, su profundo sentido humanitario, su talante poco dogmático a la hora de juzgar a las personas, etc.) como en aquéllos más opinables, como puedan ser su recurso a la acción directa, su profunda ideología anarquista o su crítica feroz contra las clases dirigentes de Sevilla (en lugares destacados su "inteligentzia" y su clerecía) y contra los "valores" de sus clases populares.
Igualmente encomiables pueden considerarse estas actitudes porque, al hacer análisis de las injusticias, Vallina coincide con personajes de talante liberal, con cristianos y con analistas ecuánimes, en señalar los motivos esenciales del ansia revolucionaria: las actuaciones y comportamientos inhumanos de los déspotas, los explotadores, los que someten al pueblo a la ignorancia y los que mantienen o toleran las tremendas situaciones de injusticia que se dan en la España y en la Andalucía de esa época.
En Vallina el anarquismo no es una ideología, es una concepción vital en la que el avance de la Humanidad hacia la civilización está basado en los valores del trabajo, en la inteligencia aplicada a la mejor forma de resolver los problemas y en la prevalencia del espíritu fraternal entre todos los hombres. Pese a todo lo ocurrido, seguía proclamando los principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, colocando la igualdad económica por encima de los demás. Pero también consideraba que la historia de la humanidad era un constante desviarse de esos principios y que sólo vivir conforme a ellos podía suponer la recuperación de la senda perdida. De ahí que fuera tan importante dar ejemplo con la propia forma de vivir.
Aunque el mantenimiento de esos principios sólo era patrimonio de los anarquistas, no desdeñaba los comportamientos honrados de los demás. En estas páginas se encuentran ejemplos como su admiración por el sistema democrático inglés, sus comentarios elogiosos de personas a las que define como "hombre de negocios librepensador", por curas de pueblos en los que vivió, etc. Tiene, por otro lado, frases ambiguas como cuando, refiriéndose a un cura de su pueblo, dice que"...había equivocado el camino de la vida y en vez de seguir la doctrina de Cristo, que lo hubiera hecho un hombre feliz, siguió la del demonio, que lo llevó al infierno". Lo que no es óbice para que tenga claro que la Religión y la Iglesia son enemigos del pueblo. Y esto es así porque Vallina no es un pensador, ni un analista, ni un teórico.
Vallina es una persona a la que le sublevan las injusticias, tanto se trate de un médico anclado en conocimientos arcaicos que boicotea el trabajo de quienes tienen ideas nuevas, como de un religioso que pretenda que las enfermedades son castigos divinos, como de un propietario de viviendas que vive de sus rentas, como de un político que no detecta que la satisfacción de las demandas del pueblo son la mejor garantía para el éxito de un sistema. Y esa indignación, más moral que otra cosa, no se para en analizar si ahora es conveniente o no lo es para una determinada actuación, porque el tamaño de la injusticia no admite más que el que se la combata.
La época que le tocó vivir a Vallina es, desde luego, propicia para esa forma de enfrentarse a los problemas sociales. Hijo intelectual de los revolucionarios republicanos y federalistas españoles y de los anarquistas de la I Internacional, se relaciona con las diversas familias de anarquistas europeos y se esponja tanto de los partidarios de "la propaganda por el hecho" (en París) como de los comunistas libertarios (en Londres). Cuando vuelve a España después de doce años de exilio, se zambulle en una Sevilla arcaica, sin vida intelectual, con terribles injusticias sociales, con epidemias ya erradicadas en los países europeos que conocía y, para más inri, sin una clase trabajadora que sea "firme y constante en el combate", como dice en un momento. Y aquí, la situación de los campesinos sin tierra, explotados casi como esclavos y de los vecinos que mueren a decenas por la desidia de quienes deben velar por su salud, le produce la indignación que será la base de su vida revolucionaria en este periodo.
Pero sus años de Sevilla (mezclados con constantes destierros a Extremadura, a Marruecos, Navarra, Lisboa... ) ya no presentan al mismo activista que fabricaba bombas en París para el movimiento revolucionario en España, o trabajaba para el movimiento independentista irlandés o preparó su marcha a Portugal para trabajar por la revolución a la caída de la monarquía en este país. Su amigo y discípulo Antonio Rosado dice en sus memorias que "no fue nunca amigo ni vio con buenos ojos a los petardistas dinamiteros", lo que parece colocarle muy lejos de sus actividades juveniles. Su también íntimo amigo BIas Infante dice que "es preciso concluir de una vez para siempre con la leyenda del «Tigre» como los privilegiados denominan a Pedro Vallina". En otro momento, es capaz de presentarse en el Gobierno Civil de Sevilla (que le acusa de preparar una matanza al mismo tiempo que, efectivamente, se prepara un torpe levantamiento jornalero) para acusar a su titular de lo que pueda ocurrir, y pedir a los campesinos a través de un periódico que no participen en la insurrección, porque está provocada para deslegitimar a la República y permitir la represión de la organización cenetista.
En el plano político, él mismo señala su papel de hombre que, tras una entrevista con el que sería primer presidente de la II República, Alcalá Zamora, llega a Sevilla como enlace con el comité revolucionario que se ha creado en Madrid para proclamar la República con motivo de las elecciones municipales de abril del 31. Por otro lado, su apoyo a la candidatura andalucista de BIas Infante, aunque sin compartir totalmente sus planteamientos, es sincera y comprometida, arriesgando su prestigio entre los cenetistas, poco dados entonces a la participación electoral. Y aunque la justifique en que al mismo tiempo se preparaba un levantamiento, las contradicciones que se encuentran en estas memorias al respecto parecen apuntar a que se trate de una justificación posterior o un planteamiento parcial de alguno de los participantes en la candidatura.
Todo lo cual nos presentan a un Pedro Vallina con muchas facetas, con muchas aristas que, sin embargo, se reducen a una sola cuando se trata de actuar en la vida personal: es el médico sabio que descubre las causas de la insalubridad de la ciudad, que las combate al tiempo que lucha por desenmascarar las condiciones sociales que la hacen posible, que denuncia a los que son tolerantes con esa situación, que encabeza el movimiento popular por su solución y que trabaja -hasta llevando las cuentas- para mantener una lucha en la que él no va a conseguir nada. Es también el médico que atiende a quien lo necesita a cualquier hora del día, que es capaz de no salir de casa de un enfermo hasta que ha dejado limpia la habitación donde yace, que se despreocupa de su supervivencia hasta el extremo de que haya días en los que su familia no come más que una vez y gracias a la generosidad de algún vecino, pero dispone de la escasa fortuna de su familia para contribuir a la construcción del Sanatorio Antituberculoso de Cantillana, en el que ningún atendido tiene la obligación de pagar si no puede hacerlo.
Es a esta última faceta, en exclusiva, a la que dedica la última etapa de su vida, en un momento de evolución vital en el que ya no debe albergar muchas esperanzas de que triunfe su ansiada revolución. Si antes siempre espera que su comportamiento pueda contribuir a levantar la fe revolucionaria del pueblo, es ilógico pensar que ésta sea la motivación de su altruista tarea con los nativos del estado mejicano de Oaxaca, a cuya situación sanitaria dedica el resto de sus casi treinta años de vida. Es aquí, pues, donde destaca sobremanera la fuerza vital que le impulsó toda su existencia y la que algunos (entre ellos su buen amigo BIas Infante) han destacado: su ideal de una revolución civilizadora que traiga la cultura y el bienestar a toda la Humanidad sobre la base del trabajo, la inteligencia y, sobre todo, la igualdad y la fraternidad. Una revolución que él no vio realizada en la sociedad pero que parecía acompañarle allá donde fue porque él sí la vivió.
MARTÍN RISQUEZ
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