Mi fe se perdió en Moscú. Enrique Castro Delgado [epub]



Este libro que hoy presentamos a nuestros lectores, es la segunda parte de Hombres made in Moscú. Sin embargo, fue escrito doce años antes. Se escribió entonces porque era un momento en que se hacía más necesario que nunca mostrar la verdadera faz de la Unión Soviética, del Partido Comunista de la U.R.S.S., de la Komintern y, aunque parcialmente, del movimiento comunista en general. Era el momento, porque, con motivo de la alianza contra el fascismo germano-italiano, en la que participó la Unión Soviética, ésta aparecía ante el mundo como un nuevo paraíso, como un oasis de justicia social y libertades políticas, como un nuevo mundo sin desigualdades y sin clases, y su jefe, Stalin, como el padre de los pueblos, como el gran constructor de una nueva sociedad. 

Esto influía más en la opinión pública mundial que los resultados de las conferencias de Yalta y Potsdam, que no eran otros que la entrega al comunismo de una gran parte de Europa y de otros espacios y, con ello, el nacimiento de un nuevo imperialismo. Ésta es la razón esencial por la que Enrique Castro Delgado escribió primero Mi fe se perdió en Moscú que, cronológicamente, debía ser y es la continuidad de Hombres made in Moscú, al que debía seguir el libro que cerrara esta trilogía bajo el título de La penitencia de los apóstatas, que el el autor no pudo llevar a término antes de fallecer en 1965.

El valor de este libro reside en que mucho o todo de cuanto en él se dice, fue más tarde confirmado por el informe de Nikita Kruschev en el XX Congreso del Partido Comunista de la U.R.S.S., por la llamada desestalinización y por el cisma ruso-chino y la crisis del movimiento comunista internacional actual.Mi fe se perdió en Moscú es una confesión al desnudo, una visión de lo que un entonces comunista vio en sus años de estancia en el mencionado país, al que ayer y hoy todavía se le ve por muchos como un nuevo mundo, cuando no es nada más que la expresión de lo peor del mundo.


Sé que la burocracia es insolente, sin alma ni pasión, pero también que es un nuevo poder capaz de sobreponerse e imponerse a la propia dictadura de la clase obrera; sé igualmente que las dificultades que sufrimos son producto del «maldito cerco capitalista»; que el pan negro no es blanco, pero que tiene tantas cualidades nutritivas, que no importa que sea negro; sé que el automóvil «Six» que construyen en la fábrica «Stalin», en Moscú, es «Six» y no «Studebaker»; que los tanques «Wiker» no son «Wiker», sino rusos; que el sistema de trabajo en las fábricas no es a destajo, sino stajanovista; que 300 rublos es mucho dinero, aunque con ellos no se pueden comprar muchas cosas; sé también que 300 rublos es el salario medio del 90 por ciento de los obreros industriales de la Unión Soviética.

¡Cuánto he aprendido!

Conozco con exactitud el valor de la palabra «desviación»… Ante ella se detiene la benevolencia, termina la camaradería y comienza la muerte política. Para no ser parcial, diré que aquí también existe ese principio religioso de pecar y hacer penitencia, pero un poco menos liberal, ya que no se admite el «pecar, hacer penitencia y otra vez vuelta a pecar». Aquí la penitencia comienza y nunca termina… Aquí se admite la crítica positiva, pero a cualquier crítica que se hace, se le encuentra un tanto por ciento de negativo…, lo suficiente para… Y para no tener que hacer una penitencia que se transmite de padre a hijos, lo mejor es no pecar nunca. 

Hay que reconocer que no es muy difícil… Es hasta fácil: decir que el mundo capitalista es un infierno; que Stalin nunca se equivoca; aplaudir cada vez que en una reunión se pronuncia su nombre; creerse todas las estadísticas que se publican; creer en la democracia soviética; creer en el bienestar soviético; creer… Es una ley general. Y quien la cumple, sube, sube y sube… Y quien no la cumple, baja, baja y baja… Son las reglas del mundo nuevo. Es claro que nuestras incomprensiones de estas reglas nacen de nuestros prejuicios; hemos vivido en el mundo capitalista, en un lazareto, y nos hemos contagiado. Nuestra lucha contra los orígenes del mal no ha podido impedir que estuviéramos enfermos, que estemos enfermos, que continuemos enfermos por mucho tiempo. 

Así me lo han explicado.

¡Conozco a mucha gente! No sólo a los secretarios, sino también a los hombres grises, que entre bambalinas son tanto o más que los secretarios; conozco a los representantes de los partidos extranjeros; conozco a los jefes de las diferentes secciones… Y conozco también, de vista, a unos hombres muy serios, muy misteriosos, que entran y salen en la Komintern sin enseñar el «propus». Es muy difícil hacerse una opinión completa de todos ellos… Pero de todos tengo una opinión. Primero los conocí de lejos… Me pacerían gigantes cubiertos de modestia. Ahora los conozco de cerca… Todos son iguales y distintos; como funcionarios, gemelos; como personas… Como personas es difícil llegar a conocerlos.

Si tuviera que dar una opinión colectiva, lo haría así: Dimitrov fuma en pipa; Manuilski fuma en pipa; Togliatti no fuma; Gottwald fuma en pipa; Dolores Ibárruri no fuma; André Marty no fuma; Pieck no fuma; José Díaz fuma cigarrillos; Florín fuma cigarrillos; Kossinen fuma cigarrillos… Dimitrov saluda como Stalin; todos los secretarios saludan como Dimitrov. Stalin, cuando habla, camina tan despacio como habla; aquí todos los secretarios, si tienen la oportunidad de hablar, cuando lo hacen caminan, y caminan tan despacio como hablan… Parece ser que Stalin cuando va a hablar lo piensa mucho; aquí todos cuando van a hablar parecen concentrarse hasta lo más profundo, aunque lo que vayan a decir sea lo mismo que dijeron hace unos días, unas semanas, unos meses o unos cuantos años. Pero esto no es todo… Mas ¿cuál es el interior de estos hombres? Yo no lo sé. 

Los he visto actuar como funcionarios, pero jamás como hombres; creo que como hombres hasta ellos mismos se desconocen. El sentimiento humano hacia la vida y los hombres es una peligrosa «desviación». Y como funcionarios. Aquí hay una inmensa escala. Allá arriba está Stalin… El que está arriba, manda… El que está en medio, obedece a los que están arriba y manda a los que tiene debajo. El que está abajo, siempre obedece. Y si no obedece…

Aquí hay dos formas de mandar: los altos jefes mandan con un tono paternal, pero férreo; los jefecillos mandan con un tono casi cuartelero. Y hay una sola forma de obedecer. Una sola. La desobediencia no se tolera… y desobediencia es todo lo que no sea estar de acuerdo con algo.

Los hombres «grises» casi nunca mandan directamente. A un Stepanov, a un Geroe… nunca se les ve mandar… Ellos «aconsejan», «orientan», «ayudan»… Pero el resistirse a sus «consejos», «orientaciones» o «ayudas» suele ser extraordinariamente peligroso. Ellos pueden hablar al oído a los grandes jefes…

Los representantes de los partidos mandan solamente a los referentes de prensa (unos hombres que leen los periódicos, señalan con lápiz rojo lo que creen interesante y de vez en cuando hacen extractos de las noticias), suelen mandar también a alguna que otra mecanógrafa.

Los demás no mandan a nadie...



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