Treblinka y la "ciencia" crematoria nazi


Todo el texto de esta entrada está copiado del libro Treblinka de Jean-François Steiner. Descargar en epub: https://www.epublibre.org/libro/detalle/4597
 
 
Treblinka no era un campo de concentración, era un campo de exterminio. Muchos de los hombres, mujeres y niños encerrados en él murieron. Pero, un día, algunos de los supervivientes organizaron la más extraordinaria aventura que jamás haya tenido lugar en un campo de muerte: la rebelión de los esclavos contra sus amos. Seiscientos judíos consiguieron escapar. De ellos sólo han sobrevivido cuarenta, los cuales han podido dar este escalofriante testimonio.
 

«Quisiera también hablaros con absoluta franqueza de un tema sumamente importante. Entre nosotros, vamos a abordarlo abiertamente y, no obstante, en público jamás deberemos hablar de él… Quisiera hablar de la evacuación de los judíos, del exterminio del pueblo judío. Es ésta una cosa de la cual es fácil hablar. El pueblo judío será exterminado, dice cada miembro del partido, está claro, está en nuestro programa: eliminación de los judíos, exterminio; eso haremos. Luego, acuden ochenta millones de buenos alemanes, y cada uno tiene su “buen” judío. Evidentemente, los otros son unos cerdos, pero ése es un judío de primera calidad. Ninguno de los que hablan así ha visto los cadáveres, ninguno se hallaba presente. La mayoría de vosotros sabéis lo que es ver una pila de cien cadáveres o de quinientos o de mil. Haber pasado por ahí y, al mismo tiempo, salvo excepciones debidas a la flaqueza humana, seguir siendo un hombre correcto, eso es lo que nos ha endurecido… Esa es una página gloriosa de nuestra historia que jamás ha sido escrita y que jamás lo será».

Alocución del jefe de los SS Heinrich Himmler en el congreso de los generales de los SS en Posen, el 4 de octubre de 1943.
 
La vida proseguía su curso mortal cuando Himmler llegó. Acababa de firmar la sentencia de muerte de Treblinka. Se iban a borrar las huellas antes de «echar el cierre». Algunos días más tarde, la tierra se abrió. Pero una cosa es matar y otra quemar. Lalka (muñeca en polaco, apodo que los condenados pusieron al jefe del campo, Kurt Franz) hubo de hacer una humillante experiencia de ello. El suelo de Treblinka contenía entonces setecientos mil cadáveres, es decir, un peso aproximado de treinta y cinco mil toneladas y un volumen de noventa mil metros cúbicos. Treinta mil toneladas es el peso de un acorazado. Noventa  mil metros cúbicos representan una torre cuadrada de novecientos metros de alto por diez de lado. La tarea era gigantesca, sobrehumana, y el problema, aparentemente insoluble. Con un rendimiento de mil cadáveres por día, lo que a priori parece un buen ritmo, había que contar setecientas jornadas, es decir, casi dos años sin parar un solo día; a condición, además, de que no hubiese más convoyes. El porvenir era sombrío, por no decir desesperado y cualquiera que no hubiese sido un «técnico», habría abandonado inmediatamente. Lalka, en cambio, se puso valerosamente al trabajo. Las órdenes del jefe supremo de los «técnicos» no se discutían, aunque, pareciesen irrealizables.
 

Empezó por hacer abrir una fosa; los cadáveres aparecieron bien alineados, de bruces, desprendiendo un hedor pestilente que Kiwe, tapándose la nariz, comentó así, parodiando inconscientemente la frase de un rey de Francia:

—Apestan aún más muertos que vivos.

No era de muy buen gusto, pero este comentario relajó un tanto la atmósfera. Lalka hizo extender entonces sobre los cadáveres algunas decenas de litros de gasolina y ordenó prender fuego. Una gran llamarada brotó haciendo vibrar el aire, y una espesa voluta de negro humo empezó a ascender. Girando sobre sí misma, volvió a bajar, cubriendo a los espectadores. El fuego mugió largo rato en la niebla artificial de su humo, y luego empezó a decrecer cada vez más rápidamente. La humareda se volvió blanquecina y se aclaró, dejando percibir las siluetas petrificadas de los espectadores. El incendio se apagó de pronto, liberando una postrer voluta perezosa. Los SS se acercaron ansiosos. Los cadáveres seguían allí, apenas chamuscados por el fuego. Uno, dos, tres experimentos más fueron intentados, igualmente con escasos resultados. En el comedor de los alemanes, aquella velada transcurrió bajo el signo de la
consternación.
 
Pero si no hace falta esperar para emprender, tampoco es necesario triunfar para perseverar. La fecunda mente de Lalka había imaginado otro sistema. Llegado al tajo al amanecer, hizo abrir por las excavadoras una fosa muy ancha y poco profunda dentro de la cual los presos arrojaron un centenar de cadáveres con los que hicieron un montón tan alto como ancho. Vertida la gasolina y hecha la plegaria, el montón fue encendido a su vez. Llamarada, humareda, niebla, espera, esperanza. El fuego se apacigua, el humo se disipa, los cadáveres siguen ahí. Están un poco más roídos que la víspera, pero el fracaso es patente, Lalka lo reconoce.
 

Los días sucesivos, se empieza de nuevo el experimento, variando la forma de los montones, la cantidad de gasolina y el emplazamiento de la hoguera. Los resultados siguen siendo decepcionantes. En ocho días, un centenar de cadáveres pueden ser considerados como enteramente quemados y aún se han requerido varios centenares de litros de gasolina para conseguir ese resultado.Un rápido cálculo permite a Lalka evaluar a ciento cuarenta el número de años necesarios para terminar el trabajo. Incluso para el Reich de mil años, es mucho. Un SS recuerda entonces haber oído decir a uno de sus colegas de un pequeño campo de interés local, que debían alternarse las capas de cadáveres con capas de troncos de árbol. La idea parece buena. Se hace traer algunos metros cúbicos de leña y se vuelve a empezar. Al principio, se escatima la gasolina, por lo que la leña no tiene tiempo de inflamarse. Se inunda entonces la pira con todo lo que se encuentra de líquido inflamable. Un minuto de emoción, fósforo, la llama restalla, la humareda se alza, desciende y luego se dispersa. Se precipitan hacia la fosa y, ¡oh milagro!, el fuego sigue ronroneando. Se produce un gran silencio, como para hacer destacar el dulce ronroneo del triunfo. Cuando ya sólo quedó un montoncito de cenizas, retumbó una gran ovación. Congratulaciones, felicitaciones, augurios de larga vida para el Führer bienamado y de inmortalidad para el Reich eterno.
 

Terminada la fiesta, enfriadas las cenizas, se echaron las cuentas. El precio de costo se reveló exorbitante: además de la gasolina, se necesitaban tanto leños como cadáveres. El negocio no era rentable, pues si, en rigor, cabía imaginar el abatir los bosques de Polonia, la gasolina escaseaba cada vez más. Stalingrado había caído y los ricos yacimientos petrolíferos del Cáucaso se habían disipado como un espejismo. Aquella noche, las botellas de champaña se quedaron nuevamente en el frigorífico.
 
Hornos de Treblinka
Los días siguientes fueron dedicados a cierto número de experimentos en el curso de los cuales se variaron las cantidades de gasolina y de leña y el volumen de ésta. El problema era doble: primero, reducir al mínimo la cantidad de leña y, en segundo lugar, tratar de sustituir la gasolina por fajina y troncos pequeños. Hombres y cadáveres fueron sometidos a ruda prueba, pero, pese a los innegables progresos realizados, se hizo evidente que la empresa se saldaba con un fracaso, que Treblinka no estaba en condiciones de resolver el problema. Con la muerte en el alma y tras una noche de agonía, Lalka se decidió a dar cuenta de su derrota a sus superiores y a pedirles ayuda.

Rubio, flaco, de rostro dulce y expresión borrosa, llegó una mañana con su maletita ante las puertas del reino de la muerte. Se llamaba Herbert Floss, y era especialista en cremación de cadáveres. Autodidacta, había perfeccionado su arte en los pequeños campos de interés local adonde los azares de la fortuna le habían conducido sucesivamente. No había estado en Treblinka hasta entonces, pero conocía el campo por la reputación que había alcanzado. En aquella época, Birkenau, el campo de exterminio de Auschwitz, no había establecido aún su supremacía y Treblinka seguía siendo el gran polo de atracción espiritual de los «técnicos». Herbert Floss se daba cuenta de lo que para él significaba aquel nombramiento: era un ascenso, una consagración incluso; se le había hablado de centenares de miles de cadáveres.
 

Se presentó inmediatamente al comandante administrativo del campo, quien, tras haberle deseado buena suerte, le envió a Lalka. Al conducirle a su habitación, éste empezó a ponerle al corriente de la situación. El «Mesías» de los «técnicos» escuchó atentamente y luego pidió ser conducido seguidamente a los lugares. Allí, se hizo explicar el emplazamiento de las fosas, y su contenido aproximado. Parecía, sobre todo, conceder una gran importancia a la edad de los cadáveres. A cada precisión que se le daba, respondía: «Tadellos» (perfecto) con una sonrisita satisfecha. Comenzó su plan la misma tarde.

Aquella noche, un grupo de presos del campo «núm. 1» salió, bajo fuerte escolta, a desarmar los raíles de una vía férrea cercana y, a la mañana siguiente, los albañiles recibieron orden de construir, no lejos de las fosas, cuatro pilares de cemento de setenta y cinco centímetros de altura y dispuestos en un rectángulo de veinte metros de largo por uno de ancho. Herbert Floss vigilaba los trabajos. Gritaba mucho, pero parecía incapaz de pegar a un preso, tan torpe era. Corriendo de uno a otro lado, gritando, explicando, gesticulando, se cayó varias veces. Los presos no se atrevieron a reírse, pero le gratificaron con dos apodos: el artista y el zurdo de ambas manos a causa de su torpeza. Cuando el cemento de los pilares estuvo seco, Herbert Floss, con tantos gritos como precauciones, hizo poner encima los raíles.
 

La primera hoguera fue preparada al día siguiente, Herbert Floss reveló su secreto: la composición de la hoguera-tipo. Según explicó, no todos los cadáveres arden de igual manera: hay buenos cadáveres y malos cadáveres, cadáveres refractarios y cadáveres inflamables. El arte consistía en utilizar los buenos para consumir los malos. Según sus investigaciones —y, a juzgar por los resultados, fueron muy profundas—, los cadáveres viejos ardían mejor que los nuevos, los gordos que los flacos, las mujeres que los hombres y los niños peor que las mujeres, pero mejor que los hombres. Resultaba de todo ello que el cadáver ideal, era un cadáver viejo de mujer gorda. Herbert Floss hizo ponerlos a un lado y asimismo separar los hombres y los niños. Cuando un millar de cadáveres estuvo así desenterrado y separado, se procedió a su carga, el buen combustible debajo y el mal combustible encima. Rechazó los bidones de gasolina y mandó traer leña. Su demostración iba a ser perfecta. La leña fue colocada bajo la reja de la hoguera en pequeños hogares que semejaban fogatas de campo. El minuto de la verdad había sonado. Le llevaron solemnemente una caja de fósforos, él se agachó, encendió la primera hoguera, luego las demás, y, mientras la leña comenzaba a inflamarse, se acercó con su extraño andar al grupo de oficiales que aguardaba a corta distancia.
 
Las llamas, cada vez más altas, empezaron a lamer los cadáveres, suavemente primero, y luego con ímpetu continuo, como la llama de una soldadura autógena. Todos contenían la respiración: los alemanes ansiosos e impacientes, los presos sobrecogidos, espantados, aterrorizados. Sólo Herbert Floss parecía tranquilo y farfullaba con aire displicente, muy seguro de sí: «Tadellos, tadellos». La pira prendió de golpe. De pronto las llamas se elevaron, desprendiendo una nube de humo, se oyó un ronquido profundo, los rostros de los muertos se retorcieron de dolor y las carnes estallaron. El espectáculo tenía algo de infernal y hasta los propios SS se quedaron petrificados unos instantes, contemplando el prodigio. Herbert Floss estaba radiante. Aquella hoguera era el día más hermoso de su vida.

Cuando se recobraron de su estupor, los alemanes dieron rienda suelta a su alegría y su agradecimiento. Herbert Floss se convirtió en un héroe.Un acontecimiento semejante debía festejarse dignamente. Trajeron mesas que fueron servidas frente a la hoguera, cubiertas por docenas de botellas de licor, vino y cerveza.

El día terminaba y, reflejando las altas llamas de la hoguera, el cielo ardía al extremo de la llanura donde el sol se ponía en un fasto de incendio.A una señal de Lalka, los corchos saltaron. Una extraordinaria fiesta empezaba.
 
El primer brindis fue por el Führer. Los conductores de las excavadoras habían vuelto a su máquina. Cuando los SS alzaron sus vasos aullando, las excavadoras parecieron animarse y lanzaron de pronto sus largos brazos articulados hacia el cielo, en un saludo hitleriano vibrante y sacudido. Fue como una señal: diez veces los hombres levantaron el brazo, haciendo retumbar cada vez el saludo hitleriano. Las máquinas animadas devolvían el saludo a los hombres-máquinas y el aire vibraba de gritos de gloria al Führer. La fiesta duró hasta que la hoguera estuvo completamente consumida. Tras los brindis vinieron los cantos de gloria a la Alemania eterna. Treblinka, entregada a la locura de hombres de otra época, parecía haberse convertido en el santuario de terribles ritos paganos. Los «técnicos» se habían transformado en semidioses bárbaros y sanguinarios surgidos de alguna mitología.
 
Monumento dedicado a todxs lxs asesinadxs en Treblinka a manos de la prepotencia alemana

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