Los últimos españoles de Mauthausen. Carlos Hernández de Miguel [epub & Pdf]



«Tenía que intentar contar nueve mil historias, una por cada uno de los españoles y españolas que pasaron por los campos de concentración nazis. Sentía la necesidad de reflejar sus anhelos, viajar con ellos en esos fatídicos trenes de la muerte, acercarme a su sufrimiento en los campos, a la solidaridad en que se apoyaron para tratar de sobrevivir, a su alegría durante la liberación y a su frustración ante la imposibilidad de volver a su patria. Para ello visité a los pocos supervivientes que aún pueden hablar en primera persona. Conocerles ha sido uno de los mayores privilegios que me ha dado la vida.


No es un libro fácil, nunca pretendió serlo, pero espero que resulte útil ya que la historia de nuestros deportados no tiene fecha de caducidad. La intolerancia, el racismo, el populismo, las traiciones que sufrieron, los pactos que hicieron sus verdugos, la pasividad de “los hombres buenos” casi todo lo ocurrido se puede extrapolar hasta nuestros días. En este caso, quizás más que en ningún otro, mirar hacia el pasado es la mejor forma de comprender el presente y de prever nuestro futuro».


Carlos Hernández de Miguel




En este libro se habla de víctimas y de verdugos. Los últimos españoles supervivientes de los campos de exterminio nazis nos recuerdan su sufrimiento y la forma en que perdieron a miles de compañeros a manos de los siniestros miembros de las SS. Sus palabras nos llevan a un mundo de torturas inimaginables, pero también de dignidad, solidaridad y resistencia.


Esta es la historia de esos hombres y mujeres que sobrevivieron o murieron entre las alambradas de Mauthausen, Buchenwald, Ravensbrück o Dachau. Y es también la crónica periodística que denuncia a los políticos, militares, empresarios y naciones que hicieron posible que más de nueve mil españoles fueran deportados a los campos de la muerte.


«Siempre alerta, hermano de infortunio y sufrimiento. Siempre alerta si queremos que aquellos años de agonía no vuelvan».


ANTONIO HERNÁNDEZ MARÍN
Prisionero n.º 4443 del campo de concentración de Mauthausen.


La vida en el campo estaba diseñada para que los cautivos se sintieran humillados y sometidos durante las 24 horas del día. Sus vidas no valían nada, eran simples marionetas en manos de los SS y los kapos, que les torturaban por el puro placer de sentirse superiores y todopoderosos. Las vejaciones llegaban a extremos como el que contempló Jacint Carrió en Gusen:


«Fue un día que regresábamos agotados del trabajo. Un deportado que ya no podía más se desplomó en el suelo, sin fuerzas para levantarse y entrar en la barraca. Agonizaba con la boca abierta y, entonces, el comandante Chmielewski se meó en su boca». En otras ocasiones los reclusos tuvieron que comerse sus propios excrementos porque así se le antojó al oficial alemán de turno.


Otra de las diversiones favoritas de los guardianes era reunir a los extenuados prisioneros que acababan de volver del trabajo y forzarles a realizar agotadores y humillantes ejercicios físicos. Marcial Mayans explica en qué consistía uno de ellos:


«Teníamos que coger un taburete y repetir una y otra vez varios movimientos. Subirte a él, bajarte, tumbarte en el suelo y volver a empezar. Todo lo hacían para humillarte».
Era frecuente, como tuvo que comprobar Joaquim Aragonés, que este tipo de torturas se perpetrara en plena madrugada:


«El SS que mandaba en nuestra barraca, la 18, al que llamábamos el Keipo, era alcohólico. A veces, a altas horas de la noche entraba y con el látigo nos hacía salir a todos fuera, tanto si llovía como si nevaba. Nos obligaba a hacer el salto de la rana o correr, y cuando estábamos bien cansados y mojados nos hacía volver a entrar en la barraca. Nos exprimía la poca fuerza que nos quedaba y no nos dejaba descansar».


Josep Simon señala que los SS más jóvenes eran aún más sádicos que sus mayores:


«Nos veían como juguetes a los que maltratar. Nos teníamos que tirar al suelo y hacer flexiones hasta que se cansaban. Otra variante era hacernos correr para ver si aún lo podíamos aguantar. Como estábamos mal calzados, con las chanclas de suela de madera, el ejercicio era todavía más difícil. Finalmente, otras ocasiones, nos obligaban a bailar a base de palos; no podías parar porque entonces eras su blanco preferido. Todo ello sin que importasen las condiciones climatológicas que hubiera, a veces con lluvia, otras con mucho calor o frío. Si alguno daba signos de flaqueza… es lo que estaban esperando para ensañarse con él».


Uno de los SS destacaba, según Josep, por su especial crueldad:


El día de la liberación de Mauthausen

«Una vez nos hizo formar a doscientos españoles y desfilar sin parar mientras nos golpeaba con el mango de un pico. Recibíamos los golpes en la cabeza, en la espalda, en las rodillas y en las piernas. No podíamos protegernos porque salir de la formación habría sido un suicidio. Otros SS le animaban a continuar, mientras él nos llamaba puercos, bandidos, asesinos y terminaba siempre con la palabra maldita: krematorium».


En este océano de vejaciones, lo peor que le podía ocurrir a un prisionero era atraer las miradas de los SS. Carlos Grey-Molay no pudo evitar convertirse en el centro de atención de los soldados y oficiales alemanes. Carlitos, tal y como le llamaban sus compañeros, era negro. Nacido en Barcelona, su familia provenía de la colonia española de Guinea. José Alcubierre fue testigo de su llegada al campo el 7 de junio de 1941:


«Los alemanes le miraban como a un bicho raro. Le tocaban para ver si su piel desteñía, le abrían la boca para mirarle los dientes y se reían sin parar. Luego le empezaron a lavar con agua y jabón. Le frotaban con fuerza para ver si eran capaces de quitarle el color negro. Los prisioneros polacos empezaron también a reírse y nosotros nos enfrentamos a ellos porque se trataba de un compañero. Aunque era español le tenían en una barraca aparte. En cuanto podía se venía con nosotros, pero los SS le decían: “Tú eres negro, así que no te juntes con estos”». Como si fuera una atracción de circo, Carlitos fue admirado por el propio comandante Ziereis, que decidió colocarle como camarero en el pabellón de los oficiales. El propio Himmler tuvo ocasión de contemplar esta «rareza de la naturaleza» en una de las tres visitas que realizó al campo. Mariano Constante, que trabajaba como ordenanza de los SS, estaba presente:


«Ziereis hervía en deseos de que su jefe supremo admirara aquel representante de una raza aún más baja que la de los subhombres. Hizo toda una serie de comentarios abominables sobre nuestro compatriota y su color de piel, acompañando sus explicaciones de bromas que provocaban la risa histérica de sus secuaces y que remató con este comentario: “Es un negro español, sí, pero desciende de los negros de África, y lo que es más, de una tribu de antropófagos. Su padre comía carne humana”».


La curiosidad inicial entre los alemanes degeneró pronto en un profundo rechazo hacia el «salvaje» que tocaba su comida. Grey-Molay fue destinado a limpiar los retretes de los SS y, finalmente, a la cantera. Carlitos, el negro de Mauthausen, consiguió sobrevivir gracias a la ayuda de sus compañeros. Las secuelas de la tuberculosis y el recuerdo de las vejaciones a que fue sometido le acompañaron hasta el fin de su vida.


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