Charles Darwin. Autobiografía [Pdf & epub] In memoriam en su 205 cumpleaños



«Un editor alemán me escribió pidiéndome un informe sobre la evolución de mi mente y mi carácter —escribe Darwin—, junto con un esbozo autobiográfico, y pensé que el intento podría entretenerme y resultar, quizá, interesante para mis hijos o para mis nietos. […] He intentado escribir el siguiente relato sobre mi propia persona como si yo fuera un difunto que, situado en otro mundo, contempla su existencia retrospectivamente, lo cual tampoco me ha resultado difícil, pues mi vida ha llegado casi a su final.»

CHARLES DARWIN


Durante estos dos años [de octubre de 1836 a enero de 1839] pude reflexionar mucho sobre religión. Cuando estaba a bordo del Beagle era bastante ortodoxo. Recuerdo que varios de los oficiales (que se tenían por ortodoxos) se rieron con ganas de mí por citar la Biblia como una autoridad incontestable en algún aspecto moral. Supongo que lo que les hizo gracia fue la novedad del argumento. Pero por esta época, es decir, entre 1836 y 1839, llegué gradualmente a ver que el Antiguo Testamento y los libros sagrados de los hindúes merecían igual nivel de confianza. La pregunta me venía constantemente a la cabeza y no desaparecía de allí: ¿es creíble que si Dios tuviese que hacer ahora una revelación a los hindúes, permitiría que estuviese conectada con la creencia en Vishnú, Shiva y otros, igual que la cristiandad está conectada con el Antiguo Testamento? Me parecería absolutamente increíble.

Reflexionando sobre la necesidad de disponer de evidencias claras como requisito para que cualquier hombre en su sano juicio creyera en los milagros sobre los que está sustentado el cristianismo; y en que cuanto más sabemos acerca de las leyes fijas de la naturaleza más increíbles resultan los milagros; en que los hombres de aquellos tiempos eran ignorantes y crédulos en unos niveles que hoy en día nos resultan incomprensibles; en que es imposible demostrar que los Evangelios fueran escritos al mismo tiempo que los acontecimientos que describen; en que difieren en muchos detalles importantes, demasiado importantes a mi entender, como para que dichos detalles sean admitidos como las imprecisiones habituales de los testigos presenciales; a través de reflexiones de este estilo, que enumero no por ser de novedad o tener algún valor, sino porque a mí me influyeron, llegué gradualmente a descreer del cristianismo como revelación divina. Y tuve también en cuenta el hecho de que muchas religiones falsas se hayan extendido como un fuego incontrolado sobre grandes regiones de la Tierra.

Pero estaba muy poco dispuesto a abandonar mi fe. De esto estoy seguro, pues recuerdo perfectamente bien la de veces que me hice castillos en el aire inventándome el descubrimiento de viejas cartas entre romanos distinguidos y de manuscritos en Pompeya, o donde fuera, que confirmaban de manera espectacular todo lo escrito en los Evangelios. Sin embargo, cada vez me resultaba más difícil, pese al amplio margen de libertad que le daba a mi imaginación, inventar pruebas que bastaran para convencerme. En consecuencia, la incredulidad fue poco a poco adueñándose de mí, hasta ser total. Y el proceso fue tan lento, que no me provocó ningún tipo de ansiedad.

Pese a que hasta un período considerablemente posterior de mi vida no reflexioné mucho sobre la existencia de un Dios personal, explicaré a continuación las vagas conclusiones a las que me he visto abocado. El viejo argumento de la naturaleza concebida como un acto único de diseño, tal y como defendía Paley, y que en su día me pareció tan concluyente, resulta insostenible ahora que se ha descubierto la ley de la selección natural. No podemos seguir afirmando, por ejemplo, que la bella charnela de una concha bivalva es el resultado de la creación de un ser inteligente, igual que la bisagra de una puerta es resultado de la mano del hombre. La variabilidad de los seres vivos, y la acción de la selección natural, parecen no tener otro diseño que la dirección hacia donde sopla el viento. Pero ya discutí sobre este tema al final de mi libro sobre la Variación de los animales y las plantas bajo domesticación y, por lo que veo, el argumento allí aportado no ha sido nunca respondido.

Pero prescindiendo de las innumerables y bellas adaptaciones que encontramos por todas partes, deberíamos preguntarnos cuál es el beneficio general de esta disposición del mundo. Hay autores que, de hecho, se sienten tan impresionados ante la cantidad de sufrimiento que hay en el mundo que dudan, teniendo en cuenta a todos los seres vivos, si hay más miseria que felicidad; si el mundo, como un todo, es un mundo bueno o malo. En mi opinión, se impone decididamente la felicidad, aunque sería muy complicado demostrarlo. De ser cierta esta conclusión, armonizaría bien con los efectos que cabría esperar de la selección natural. Si todos los individuos de cualquier especie sufrieran habitualmente en grado extremo, acabarían desatendiendo la propagación de su especie. No obstante, no tenemos motivos para creer que esto haya sucedido nunca, o que haya sucedido con frecuencia. Además, otras consideraciones llevan a la creencia de que todos los seres vivos han sido creados para, como norma general, disfrutar y ser felices.

Todo el mundo que crea, como yo, que el desarrollo de los órganos corpóreos y mentales (exceptuando aquellos que no presentan ventajas ni desventajas para quien los posee) de los seres vivos es fruto de la selección natural, o de la supervivencia del más fuerte, junto con el uso o la costumbre, admitirá también que dichos órganos han sido formados para que quien los posee pueda competir con éxito con otros seres y, en consecuencia, aumentar en número. Ahora bien, un animal podría verse obligado a seguir esta línea de acción, que es la más beneficiosa para su especie, a través del sufrimiento, pasando dolor, hambre, sed y miedo; o a través del placer, como comiendo y bebiendo, o como con la propagación de la especie, etc.; o a través de una combinación de ambos medios, como con la búsqueda del alimento. Pero el dolor o el sufrimiento de cualquier tipo, de prolongarse durante mucho tiempo, acaban provocando depresión y disminuyendo la capacidad de reacción, aun estando ese dolor adaptado para que la criatura se proteja contra cualquier mal importante o repentino. 

Por otro lado, las sensaciones placenteras pueden prolongarse durante mucho tiempo sin provocar ningún efecto deprimente; todo lo contrario, estimulan todo el sistema y aumentan su reacción. Lo que ocurre, en consecuencia, es que la mayoría o la totalidad de los seres vivos se han desarrollado de tal modo que, a través de la selección natural, esas sensaciones placenteras acaban convirtiéndose en sus guías habituales. Vemos esto en el placer que provoca el esfuerzo, incluso ocasionalmente el gran esfuerzo corporal o mental, en el placer de las comidas diarias, y especialmente en el placer derivado de la sociabilidad y del amor de nuestra familia. No me cabe la menor duda de que la suma de placeres de este tipo, que son habituales o recurrentes, proporciona a los seres vivos más felicidad que tristeza, pese a que muchos de ellos sufran considerablemente de forma ocasional. Este sufrimiento es compatible con la creencia en la selección natural, que no es perfecta en su acción, pero que tiende a transformar cada especie para que salga lo más airosa posible en la batalla por la vida con las demás especies, en un entorno de circunstancias maravillosamente complejas y cambiantes.

Nadie discute el enorme sufrimiento que hay en el mundo. Hay quien ha intentado explicarlo, en referencia al hombre, imaginando que su objetivo no es otro que la mejora moral. Pero el número de seres humanos que hay en el mundo no es nada en comparación con el de todos los seres vivos, que sufren a menudo sin que ello les suponga una mejora moral. Este antiguo argumento que justifica la existencia del sufrimiento en contraposición a la existencia de una Primera Causa inteligente, me parece fuerte; mientras que, como acabo de notar, la presencia de tanto sufrimiento coincide muy bien con la visión de que todos los seres orgánicos se han desarrollado a través de la variación y la selección natural.

En la actualidad, el argumento más habitual a favor de la existencia de un Dios inteligente surge a partir de una profunda convicción interior y de unos sentimientos que experimentan la mayoría de las personas. Antiguamente, unos sentimientos como los que acabo de referir me guiaban (aunque no creo que tuviera nunca un sentimiento religioso muy desarrollado) hacia la firme convicción de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. En la grandeza de la selva brasileña, escribí en mi Diario: «Me resulta imposible describir en palabras los sentimientos superiores de asombro, admiración y devoción que llenan y elevan la mente». Recuerdo muy bien mi convicción de que en el cuerpo del hombre existe algo más que la mera respiración; pero hoy en día, ni la visión de la más grandiosa de las escenas no generaría en mí tales convicciones y sentimientos. Podría en verdad decirse que soy como un hombre que se ha vuelto daltónico, y que la creencia universal de la existencia del rojo convierte mi actual pérdida de percepción en una evidencia de poco valor. Este argumento sería válido si todos los hombres de todas las razas tuvieran la misma convicción interna de la existencia de un Dios; pero sabemos que esto está muy lejos de ser el caso. Por lo tanto, no veo que estas convicciones y sentimientos internos puedan pesar a modo de prueba de su existencia. El estado mental que antiguamente despertaban en mí los escenarios grandiosos, y que estaba íntimamente relacionado con la creencia en Dios, no difiere en esencia de lo que a menudo se denomina sensación de sublimidad. Y por difícil que resulte explicar la génesis en este sentido, puede proponerse como argumento de la existencia de Dios, tanto como los potentes aunque vagos y similares sentimientos que despierta la música.

Con respecto a la inmortalidad, nada me demuestra [tan claramente] lo fuerte y casi instintiva que es como creencia que el punto de vista que sostienen en la actualidad la mayoría de los físicos, a saber, que con el tiempo, el Sol y todos los planetas se enfriarán hasta el punto de que la vida se acabará, a menos que un gran cuerpo se precipite contra el Sol y le proporcione nueva vida. Creyendo, como yo creo, que en un futura lejano el hombre será una criatura más perfecta de lo que es ahora, resulta intolerable pensar que él y todos los demás seres vivos estén condenados a la aniquilación completa después de un progreso tan lento y continuado. La destrucción de nuestro mundo no parecerá tan atroz, sin embargo, para los que admiten plenamente la inmortalidad del alma humana.

Me parece como de más peso otra fuente de creencia en la existencia de Dios, esta vez conectada con la razón y no con los sentimientos. En este caso, parte de la dificultad extrema, o más bien de la imposibilidad, de concebir este inmenso y maravilloso universo, incluyendo al hombre con su capacidad de mirar hacia atrás y hacia el futuro lejano, como el resultado de una casualidad o una necesidad. Bajo este punto de vista, me sentía forzado a considerar una Causa Primera con una mente inteligente en cierto nivel análoga a la del hombre; merecería por ello ser llamado teísta. Por lo que creo recordar, esta era la conclusión que dominaba mi mente cuando escribí El origen de las especies, y es desde entonces que, muy gradualmente y con muchas fluctuaciones, se ha ido debilitando. Pero entonces surge la duda: ¿Es posible confiar en la mente del hombre, que, como estoy plenamente convencido, ha sido desarrollada a partir de una mente tan inferior como la que poseen los animales más inferiores, cuando extrae conclusiones tan grandiosas como esta?

No puedo pretender arrojar la mínima luz sobre problemas tan abstrusos como estos. El misterio del origen de todas las cosas es irresoluble para todos nosotros, y yo debo contentarme en permanecer agnóstico.


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2 comentarios:

Loam dijo...

Cierto, el misterio del origen es irresoluble. Y también lo es el destino: tanto si fuéramos eternos, como si perecemos, origen y destino son incógnitas irresolubles. Sólo cabe caminar el trecho que media entre uno y otro.

Salud

Erik Redflame dijo...

Y los simplones creyentes creer saberlo todo, desde la Creación hasta el fin de los tiempos. Salud.