Ángel Munárriz. Iglesia S. A. Dinero y poder de la multinacional vaticana en España [epub]



La Iglesia católica española, delegación local de un Estado teocrático extranjero, el Vaticano, sobrevive gracias a que el erario público dedica una ingente cantidad de recursos al pago de su estructura, sus nóminas, su red educativa y el mantenimiento de sus templos. En su dimensión política, la Iglesia española se dedica a frenar cualquier empeño social o moralmente emancipador. En su dimensión económica es al mismo tiempo una empresa en rescate público permanente y una potente sociedad que opera a resguardo del radar del fisco siguiendo el manual del neoliberalismo. El impacto social de su actividad económica, sobre todo en la enseñanza y la asistencia social, es gigantesco, ya que se asienta sobre la anulación de los principios de universalidad, solidaridad, equidad y redistribución, sustituidos por una mezcolanza de liberalismo educativo de fachada meritocrática y caridad inmovilista.
La Iglesia, aferrada a unos privilegios entregados por el franquismo como botín de guerra, se beneficia del régimen fiscal de una ONG para desplegar una actividad mercantil tan discreta como profesionalizada en campos que creeríamos reservados a empresas consagradas al beneficio puro y duro. Asesorada por la gran banca, incrustada en la élite económica, la institución católica no ha desdeñado ni la especulación ni las técnicas de elusión fiscal a su alcance. Más parecida al Opus que a Cáritas, más a los kikos que a los franciscanos, más a Wojtila que a Bergoglio, más a la banca vaticana que al monte de piedad, la Iglesia española es hoy una institución apartada de sus fines vocacionales.


Del descarnado retrato que Iglesia S. A. ofrece de la organización que ha ejercido de histórica rectora de la moral española se deriva una pregunta que reclama respuesta urgente: ¿cuántos principios y valores pueden sacrificarse antes de que una institución pierda su razón de ser?


Juan José Asenjo

Juan José Asenjo (Sigüenza, Guadalajara, 1945), sacerdote desde el 71, de sólida formación teológica y especializado en gestión del patrimonio (como demostró registrando la mezquita de Córdoba y la Giralda), ascendió en 1997 a obispo de Toledo y al poco se convirtió en secretario general de la CEE. Allí ganó fama de hombre firme, establishment puro, digno de confianza para encargos delicados. Era el perfil óptimo para el rearme de diócesis dispersas, por lo que en 2003 desembarcó como prelado en Córdoba con la misión de pacificar un patio revuelto por las batallas en torno al dinero de Cajasur.


Fue ahí, en Córdoba, donde me llegó una sabrosa confidencia. A Asenjo le irritaban las florituras de la religiosidad popular andaluza, sublimadas durante la Semana Santa. Demasiado folclorismo, mucha lisonja para nuestro férreo doctrinario castellano. Sobre todo en Sevilla, donde las masas se hacen de la Macarena o de la Esperanza de Triana casi a la manera en que se hacen del Sevilla o el Betis. Mucha pasión y poca tensión moral para la austeridad de Asenjo. Por eso me divirtió que fuera nombrado arzobispo de Sevilla. Era 2009. Le tocaba suplir a Amigo Vallejo, prestigioso estandarte de la corriente más aperturista de la Iglesia en España. Me hice una pregunta: ¿se empeñaría Asenjo en meter en cintura la Semana Santa para quintaesenciar su dimensión religiosa?


El avispón en la Mezquita de Córdoba
(junto a Gaspar y Baltasar)


La Semana Santa en Sevilla es lo que el etnólogo francés Marcel Mauss llama «hecho social total», una de esas raras manifestaciones en las que la estructura social expresa todas sus dimensiones: religiosa, jurídica, moral, política, familiar, económica, artística, turística y hasta militar… Eso explica su enorme popularidad, que excede el ámbito religioso. Rojazos ateos se estremecen al paso de una virgen, removidos por una nostalgia de infancia, por un sentimiento de pertenencia a un barrio, acaso por una belleza familiar. No por la fe. Creer que todo el que sigue una procesión tiene fe cristiana es como pensar que toda la audiencia de La Sexta Noche tiene criterio político.


Un ejemplo. En 1978, en un acto del PCE en Sevilla, Rafael Alberti se arrancó con unos versos: «La Virgen del Baratillo / sobre cuarenta costales / sueña en la hoz y el martillo / para aliviar tantos males. / Déjame esta madrugada / lavar tu llanto en mi pena, / Virgen de la Macarena, / llamándote camarada». Entonces sí que se lio. Aquello sí fue una polémica en condiciones, con todos los guardianes de las esencias echando espumarajos.


La Semana Santa genera un espacio de comunidad, con unos 200 000 hermanos en todas las cofradías, que ya quisieran para sí partidos y sindicatos. Un espacio perfecto para la difusión de mensajes de todo tipo, desde los comerciales hasta los político-ideológicos, pasando por los religiosos. Eso es lo que Asenjo ha aprendido a calibrar en Sevilla, lo que le ha desaconsejado tocar nada. La Semana Santa es su mejor herramienta de networking. Es donde los fieles se conocen y se enamoran antes de casarse por la Iglesia, donde los amigos construyen su relación alrededor de vírgenes y cristos, donde se articula la comunidad de afinidades que cristaliza en la decisión de llevar al niño a la concertada. La propia Conferencia Episcopal subraya la importancia de la Semana Santa en sus campañas para captar cruces en la casilla de la renta.


La Semana Santa es un ejemplo paradigmático de cómo la Iglesia construye imaginarios propicios para sacar rédito en forma de penetración social y financiación pública. Y no sólo en Sevilla. En un sinfín de municipios la Semana Santa es el astro alrededor del que orbita un entramado asociativo católico puesto al servicio de la diócesis de turno y beneficiado con múltiples privilegios públicos, desde la desgravación de las aportaciones de los hermanos hasta la exención fiscal de sus locales. Quizá la Semana Santa no sea la manifestación introspectiva de fe que desearía Asenjo en su alma de católico austero, pero sí es la mejor exhibición de poder de su Iglesia. Ahí no tiene que aleccionar a su rebaño. Ya le hace el trabajo un Estado que aún no ha asumido el ocaso del nacionalcatolicismo.




Quizás al lector le sorprenda que el organizador de la Semana Santa de Sevilla no sea el Ayuntamiento, sino el Consejo de Hermandades y Cofradías (www.hermandades-de-sevilla.org/). Aunque es imposible asignar una ideología a los más de 200 000 cofrades de la ciudad, no lo es asegurar que en la cúpula del consejo abundan conservadores y tradicionalistas, los más partidarios de investir a la Semana Santa de un cariz estrictamente religioso. Esto no es óbice para que el ayuntamiento, gobierne el PSOE o el PP, le entregue la organización de la fiesta más importante de la ciudad. 


El Consejo lo dispone todo, incluida la gestión de la llamada «carrera oficial», las mejores calles para ver las procesiones en su recorrido hasta la catedral. El Consejo coloca sillas por toda la carrera oficial, les pone precio, las asigna y cobra por ellas, quedándose con la recaudación. Puede sonar escandaloso, en la medida en que el sistema se basa en la cesión de un espacio público a una asociación privada para la gestión discrecional de sillas y palcos —conjuntos de seis sillas—, pero lo cierto es que no causa extrañeza en la ciudad, acostumbrada a ese uso privativo de las mejores calles para ver las procesiones. Cosas de la tradición, que lo valida todo.




Hay más de 40 000 sillas, todas en plenísimo centro. Y nada baratas. Sevilla es la ciudad más cara de Andalucía para ver las procesiones en zona VIP. El Consejo cobra entre 72,38 euros por silla en Virgen de los Reyes hasta 158,33 en La Campana. Los palcos llegan a superar los 800 en la plaza de San Francisco. Los precios son establecidos unilateralmente por el Consejo. Sería atinado hablar de un modelo organizativo clasista bendecido por el poder civil, que se limita a fijar unas tasas compensatorias de risa. Por ejemplo, en la calle Sierpes la tasa oscila entre los 2,10 y los 2,54 euros por silla. Esto es lo que el Consejo debe abonar, mientras que por cada silla percibe 125,45.


En teoría, cualquiera puede lograr un abono, pero en la práctica es casi imposible. En 2018 hubo más de 7000 solicitudes, mientras la cantidad de sillas que quedan libres para poder asignar a nuevos abonados tiende a cero. El que tiene una silla no la suelta. Además, existe el derecho a dejar las sillas en herencia. Sí, sí, se heredan las sillas en el espacio público. Es más, algún padre ha muerto y los hijos, ávidos por el trofeo, han litigado por la silla, lo que ha obligado a la mediación… ¿del ayuntamiento? No, del Consejo, que, de hecho, ha comprobado cómo cada vez se estila más dejar testimoniado quién es el heredero del pedazo de espacio público legado por el difunto.




Los ingresos del Consejo por el alquiler de sillas y palcos no son pecatta minuta. En 2017 sumaron 3 682 000 euros. Descontados los gastos de logística y el pago de las tasas, la cantidad total obtenida fue de 2,1 millones[4]. El Consejo se queda el 10 por 100 para su funcionamiento y el resto se reparte entre las cofradías. A la mayoría le tocan 35 000 euros. El papel del ayuntamiento se limita a poner la seguridad, la limpieza, los bomberos… El Consejo no justifica ante el consistorio la cantidad ingresada, de la que las hermandades dedican una parte al arzobispado.


Apropiación simbólica y financiación: todo son buenas noticias para monseñor Asenjo, a quien seguro que se le ha pasado su escepticismo sobre la Semana Santa.







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