Funcionarios iraquíes ante la sede de la Biblioteca Nacional y Archivo de Iraq en Bagdad tras su asalto en abril de 2003 |
El día 10 de mayo de 2003, visité la sede devastada de la Biblioteca Nacional de Bagdad, llamada en árabe Dar al-Kutub Wal-Watha’q. Lo extraño es que se cumplían 70 años de la gran quema de 1933 en Alemania, una fecha fatal para la cultura. Iba ya prevenido por mis colegas, claro, pero lo que averigüé y lo que vi, vale la pena advertirlo, me produjo insomnio durante las noches siguientes. Hubiera sido mejor, tal vez, olvidar, pero he descubierto que uno olvida para que todo, de nuevo, lo sorprenda. Las trampas de la razón son las más arteras.
Biblioteca Nacional de Bagdad |
La Biblioteca Nacional que todavía está en pie es un edificio de tres pisos uniformes de 10.240 m2 con celosías arábigas en todo el medio, construido en 1977. Cuando llegué, aún permanecía una estatua de Saddam Hussein con la mano izquierda en posición de saludo y la derecha sosteniendo contra su pecho un libro (aunque no se crea, Hussein era un lector voraz). Entiendo que esa estatua fue derrumbada después, como todas las demás. Desde lejos pude observar que la fachada, en el centro, había sufrido daños por el fuego. Rompió con tal fuerza las ventanas que imprimió en el sitio un aire melancólico. La entrada, protegida del sol por un saliente en cuyo borde está escrito el nombre de la biblioteca, dejaba ver en el interior a decenas de obreros y expertos que trabajaban en el lugar. La luz filtrada por las ventanas dejaba a la vista miles de papeles en el suelo. La sala de lectura, el fichero con el catálogo de todos los libros y los estantes mismos habían sido literalmente arrasados.
Libros y documentos históricos incinerados en la Biblioteca Nacional de Iraq, donde el archivo perdió el 60% de sus colecciones |
La estructura se veía tan severamente afectada que la juzgué precaria: difícilmente soportaría el impacto de un temblor mínimo. Un empleado me comentó, en voz baja y con vacilaciones inexplicables, que la biblioteca había sufrido dos ataques, no uno, y dos saqueos, lo cual me dejó estupefacto porque no había leído esta información en informes anteriores. Aún había cenizas por todo el suelo. Los archivos de metal estaban quemados, abiertos y vacíos.
El saqueo de la biblioteca estuvo precedido por algunos hechos desconcertantes. Primero fue el ataque a Bagdad con bombas MOAB y misiles, que destruyeron más de 200 edificios públicos, y decenas de mercados y negocios. La operación Impacto y Pavor se mantuvo durante los últimos días de marzo. El 3 de abril se iniciaron los combates en el Aeropuerto Saddam Hussein, a diez kilómetros del centro. El 7 había tanques en las calles. Hacia el 8 de abril, las tropas estadounidenses controlaban ciertas zonas de Bagdad. Ese día, en uno de los recodos del Tigris, entre los puentes Al Jumhuriya y 14 de julio, la ofensiva se tornó más feroz. Por una ribera avanzaba la Tercera División de Infantería desde el sur, y los iraquíes intentaban huir hacia el norte, interesados en colocar una bomba al puente Al Jumhuriya. En el fondo, el combate resultó suave y en pocas horas, de 7.30 a 9.30, las calles estaban atestadas de tanques Abrams M1. Asimismo, los dos palacios presidenciales más importantes fueron sometidos a la par que varios ministerios, como los de Asuntos Exteriores e Información. Decenas de soldados fueron apostados en el Ministerio del Petróleo, del cual, por cierto, no se extravió ni un lápiz.
A saber, el foco de resistencia estaba en el sur de la ciudad, donde los fedayines o mártires combatían con vigor. En cierto momento, la artillería aliada hizo explotar un depósito de armas y municiones que se hallaba oculto bajo terraplenes de arena, en la orilla misma del río Tigris. Estos ataques, no obstante, además de la información de que el régimen de Hussein había caído y el presidente había huido con sus hijos a un refugio, provocaron una confusión general. No había policía y los soldados estadounidenses tenían órdenes expresas de no disparar contra civiles.
El miércoles 9 de abril cayó la estatua de Hussein en la plaza central. Un soldado llegó incluso a colocarle una bandera de Estados Unidos en la cara, y poco después corrigió su gesto y la reemplazó con una bandera iraquí. Una vez que estas imágenes circularon y el rumor se confirmó, una oleada humana, reprimida por 10 años de bloqueo económico y una dictadura implacable, se lanzó a las calles sin control. El pillaje inicial se dirigió contra los palacios y las casas de los jefes iraquíes. De los hospitales se llevaban hasta las camas. En las tiendas, los comerciantes, armados con pistolas, fusiles y barras de hierro, montaban guardia y ahuyentaban a los ladrones, muchos de ellos jóvenes, niños y mujeres. No pocos fueron los lugares, considerados símbolos del régimen, que sucumbieron entre el 9 y el 10 ante la violencia de los saqueos.
Los bárbaros tejanos irrumpen como alimañas en una de las ciudades más antiguas y cultas del planeta. Quitaron a un sátrapa para imponerse ellos. |
Fue el día 10 cuando se reunió una multitud en la biblioteca, que no estaba protegida. Al inicio predominó la cautela y la prisa, luego el descaro, y la "ética de guerra" impuso las reglas de saqueo. Niños, mujeres, jóvenes y ancianos se hicieron con todo lo que pudieron, de un modo selectivo, como si hubieran ido de compras. El primer grupo de saqueadores sabía dónde estaban los manuscritos más importantes y se apresuró a tomarlos. Otros saqueadores, hambrientos y resentidos con el régimen depuesto, llegaron después y provocaron el desastre posterior. La muchedumbre corría por todos lados con los libros más valiosos. También cargaban consigo las fotocopiadoras, resmas de papel, los equipos informáticos, las impresoras y los muebles. En las paredes quedaron escritos mensajes como «Muerte a Saddam», «Muere Saddam», «Saddam apóstata». Inexplicablemente, un camarógrafo filmó sin prisa estos actos y luego desapareció sin dejar rastro.
Los saqueos se repitieron una semana más tarde y, sin mediar palabra, un grupo llegó en autobuses de color azul, sin sellos oficiales, el día 13, y alentado por la pasividad de los militares, roció con algún combustible los anaqueles y les prendió fuego. Es obvio que se hicieron también piras con libros para encenderlos. Según otra versión, se usaron fósforos blancos, de procedencia militar, para el incendio, y hay evidencias que así lo confirman. Pasadas unas horas, una columna de humo podía verse a más de cuatro kilómetros, y en ese incendio voraz desaparecieron las obras.
Entre otros daños, ardieron las viejas máquinas y algunos periódicos. En el tercer piso, donde estaban los archivos microfilmados, no quedó nada. El calor, según pude constatar, fue tan intenso que dañó el piso de mármol y causó severos deterioros en las escaleras de concreto y el techo. En el mismo ataque fue destruido el Archivo Nacional de Irak, en la segunda planta de la biblioteca, que contaba, por cierto, con un equipo de trabajo de 85 personas. Desaparecieron diez millones de documentos, incluso algunos del período otomano como los registros y decretos.
En la Biblioteca Nacional de Irak, los libros que esperaban ser catalogados |
El periodista Robert Fisk fue testigo de los hechos y comentó en una crónica que se ha hecho célebre lo siguiente:
"Ayer se produjo la quema de libros. Primero llegaron los saqueadores, después los incendiarios. Fue el último capítulo en el saqueo de Bagdad. La Biblioteca Nacional y el Archivo Nacional, un tesoro de valor incalculable de documentos históricos otomanos —incluyendo los antiguos archivos reales de Irak— se convirtió en cenizas a 3.000 grados de temperatura… Vi a los saqueadores. Uno de ellos me maldijo cuando intenté reclamarle un libro de leyes islámicas que llevaba un niño de no más de 10 años. En medio de las cenizas de la historia iraquí, encontré un archivo volando por los aires: páginas de cartas escritas a mano en la corte de Sharif Husein de La Meca —que dio comienzo a la revolución árabe contra los turcos— para Lawrence de Arabia y los gobernadores otomanos de Bagdad.
Y las tropas estadounidenses no hicieron nada. Todo volaba sobre el patio mugriento. Y las tropas estadounidenses no hicieron nada; cartas de recomendación para las Cortes de Arabia, peticiones de munición para las tropas, informes sobre robo de camellos y ataques a los peregrinos, y todo escrito en delicada caligrafía. Yo sostenía en las manos los últimos vestigios de la historia escrita de Irak. Pero para Irak éste es el Año Cero; con la destrucción de las antigüedades en el Museo Arqueológico Nacional el sábado y la quema del Archivo Nacional y después de la Biblioteca Coránica, la identidad cultural de Irak se ha borrado. ¿Por qué? ¿Quién prendió el fuego? ¿Con qué demente finalidad se ha destruido toda esta herencia?"
Concluido el desastroso pillaje, no había literalmente nada que hacer. El Secretario de Defensa de Estados Unidos comentó que «la gente libre es libre de cometer fechorías y eso no puede impedirse». El anterior director de la biblioteca se lamentó con nostalgia: «No recuerdo semejante barbaridad desde los tiempos de los mongoles». Aludía a que en 1258 las tropas de Hulagu, descendiente de Gengis Khan, invadieron Bagdad y destruyeron todos sus libros arrojándolos al río Tigris.
Otro empleado de la biblioteca comentó: «César arrasa de nuevo con los libros». Sus palabras me recordaron un pasaje del drama César y Cleopatra de George Bernard Shaw:
RUFIO.- ¿Qué ha ocurrido, hombre?
TEODOTO.- (bajando a la carrera el vestíbulo) El fuego se ha extendido de vuestros barcos. Perece la primera de las siete maravillas del mundo. La biblioteca de Alejandría está en llamas.
RUFIO.- ¡Bah! (Completamente aliviado, sube al templete y contempla los preparativos de las tropas que están en la playa).
CÉSAR. ¿Eso es todo?
TEODOTO.- (Incapaz de dar crédito a sus sentidos). ¿Todo? César, ¿quieres pasar a la posteridad como un soldado bárbaro, demasiado ignorante como para conocer el valor de los libros?
CÉSAR.- Teodoto, yo mismo soy autor y te digo que es mejor que los egipcios vivan sus vidas en lugar de soñarlas con la ayuda de los libros.
TEODOTO.- (Arrodillándose, con genuina emoción literaria, con la pasión del pedante). César, una vez en cada diez generaciones de hombres el mundo conquista un libro inmortal.
CÉSAR.- (Inflexible). Si dicho libro no halagara a la humanidad, el verdugo lo quemaría.
TEODOTO.- Sin historia la muerte te pondrá junto al más humilde de tus soldados.
CÉSAR.- La muerte lo hará, de cualquier modo. No pido una mejor tumba.
TEODOTO.- Lo que arde allí es la memoria de la humanidad.
CÉSAR.- Es una memoria infame. Que arda. […]
En cuanto a las pérdidas, se quemó 1.000.000 de libros, a lo que debe añadirse la gran cantidad de textos perdidos. La biblioteca, además de ocuparse del depósito legal, constaba de tres partes: impresos, periódicos y archivos. El depósito legal consistía en la entrega de cinco ejemplares, aunque la situación económica redujo considerablemente esta práctica. Miles de donaciones enriquecieron el centro durante años. La entrada del Archivo Nacional muestra los signos de una quema terrible (parece la puerta de un ascensor en ruinas) y el destrozo de todo lo que existía en su interior.
Permitiendo la destrucción de las bibliotecas iraquíes, EEUU ha dejado abierto el camino intelectual para la opresión neocolonial |
Lo más doloroso es la certidumbre que hay de la desaparición de ediciones antiguas de Las Mil y Una Noches, de los tratados matemáticos de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena (en particular su Canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las cartas del Sharif Husayn de La Meca, textos literarios de escritores universales como Tolstoi, Borges, Sábato, Paul Auster, manuales de historia sobre la civilización sumeria… En las calles, en las ventas de libros, pueden conseguirse volúmenes de la Biblioteca Nacional a precios irrisorios.
Es tal el daño en el edificio de la biblioteca que los coordinadores culturales de la CPA (Coalition Provisional Authority) han decidido demolerlo y utilizar otra sede, bien un palacio o alguna instalación como el Club Militar de Irak, lo que todavía es dudoso: la violencia creada por una resistencia creciente pone en serio riesgo la seguridad de lo preservado. Los libros, me comentaron, serían llevados a la Universidad Bakr. Los Archivos, por su parte, serán colocados en un lugar diferente, y lo que se salvó subsiste en bolsas, sin que ninguna medida oficial de preservación haya sido asumida. Por otro lado existe una gran duda en lo que se refiere a la situación lamentable que atraviesan los empleados. Antes había 119 personas, dirigidas por Khamel Djoad Hachour. Sus salarios, cancelados con mezquindad, no han garantizado su estabilidad laboral.
Afortunadamente, se salvaron numerosos libros al trasladarlos a lugares secretos o apartarlos a zonas más alejadas de la biblioteca. La historia de este esfuerzo por salvar los volúmenes confirma el inmenso amor que sienten los iraquíes por su cultura. Hoy perduran, por ejemplo, 500.000 volúmenes almacenados en el primer y segundo pisos, en pilas sin clasificación. No cuentan con protección, porque los soldados ya no resguardan el edificio. Esta tarea ha sido asignada a algunos empleados chiíes. Además de estos libros, al-Sajid Abdul-Muncim al-Mussawi, ordenó a sus fieles rescatar de la Biblioteca casi 300.000 libros que fueron transportados en camiones hasta la mezquita de Haqq, donde fueron amontonados en hileras interminables que, en algunos casos, llegan al techo. No vacilaría en advertir que las condiciones son pésimas y es probable que diversos insectos comiencen a atacar los textos, aunque Mahmud al-Sheikh Hajim, su protector, estima que peor hubiera sido su destrucción. Lo curioso es que el grupo que salvó estos libros alega que pertenece a un Colegio de Clérigos chiíes, mejor conocido como al-Hawza al-Ilmija. Para estos religiosos, los libros son sagrados. Su religión, el islam, postula un libro, el Corán, que sería la encarnación misma de Dios y esta posibilidad los mantiene alertas.
Asimismo, hay unos 100.000 libros más en una instalación que perteneció al Departamento de Turismo. Y varios intelectuales me mostraron libros ocultos en sus casas hasta que retorne el orden o se vayan los «extranjeros». Un pintor que no quiso identificarse compró en las ferias de libros decenas de textos sólo para cuidarlos. La mayoría está depositada en lo que antes se conocía como Ciudad Saddam, un barrio pobre que alberga a más de dos millones de seres humanos hacinados en laberintos poco vistosos.
Un milagro salvó de los saqueos otras colecciones de libros en Bagdad. Se salvó la mezquita Qadiriya, cuya biblioteca representa a la orden sufí más famosa del mundo, dirigida por Sajid Abd al-Rahman al-Gaylani, sucesor número 16 de Abd al-Qadir al-Gaylani. No pude ver la colección, pero supe que contiene 65.000 libros y 2.000 manuscritos secretos. Tampoco fue afectada la colección Deir al-Aba al-Krimliyin, con 120 manuscritos de la obra de al-Ustadh Mari al-Krimli, pero no tuvo igual fortuna la Maktabat al-Hidaya, que encontré saqueada. De un total de 600 manuscritos permanecía sólo la mitad.
Fernando Báez (San Félix, Ciudad Guayana, 1947) es un bibliotecólogo, poeta, ensayista y novelista venezolano, reconocido por sus trabajos sobre la destrucción de libros y recientemente por su investigación sobre los destrozos que la invasión de Irak de 2003 han causado en las obras artísticas de ese país. Es Licenciado en Educación y Doctor en Bibliotecología. Trabajó algunos años en la Universidad de Los Andes en Mérida. Ha traducido textos del griego clásico, específicamente Los fragmentos de Aristóteles (publicado en 2002) y La poética de Aristóteles. Edición en Griego, Latín y Castellano (2003).Fue declarado persona non grata por la autoridades de los Estados Unidos, luego de la publicación de su libro sobre Irak.
Todo el texto que aparece en esta entrada -excepto los pies de foto- ha sido copiado del libro "Historia universal de la destrucción de libros" de Fernando Báez.
Descargar: https://www.epublibre.org/libro/detalle/19725
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