El sufragio femenino. Emma Goldman (1910)



Nos jactamos de pertenecer al siglo de las luces de los grandes descubrimientos, del adelanto portentoso de la ciencia y de un progreso extraordinario en todos los órdenes de la actividad humana. ¿No es extraño que sigamos comulgando en el culto de los fetiches? La verdad, nuestros fetiches de ahora cambiaron de forma y sustancia, pero el influjo que ejercen en la mente humana continúa siendo tan desastroso como el de los antiguos.

Otro de nuestros modernos fetiches es el sufragio. Y lo es para aquellos que apenas terminaron de combatir en las revoluciones sangrientas que lo instauró, como lo es para aquellos que disfrutaron su reinado llevando su penoso sacrificio al altar de sus omnipotentes dietas. ¡Bien del hereje que ose disentir con esa divinidad!

Las mujeres, aun más que los hombres, son fetichistas, y aunque sus ídolos pueden cambiar, seguirán arrodilladas, con las manos en alto, ciegas siempre ante ese dios con pies de arcilla. De ahí que desde tiempo inmemorial el sexo femenino haya sido el más grande sostenedor de todo género de deidades. De ahí, también, que tuviera que pagar un precio que sólo los dioses exigen, que fue su libertad, sus sentimientos, su vida entera. La memorable máxima de Nietzche: "cuando vayas con mujeres provéete de un látigo", aunque se la considere demasiado brutal, resulta muy justa para ellas en su actitud hacia sus dioses.

La religión, especialmente la cristiana, la condenó a una vida de inferioridad, a la esclavitud. Torció su íntima naturaleza, sus instintos más sanos, reprimió los impulsos de su alma; sin embargo, la Iglesia no posee un sostén más firme que la devoción de la mujer. Se puede decir, sin temor de ser desmentidos, que la religión habría cesado de existir hace mucho tiempo como un factor preponderante en la vida de las personas, si no fuera por el continuo apoyo que recibe de las mujeres. Las más fervientes devotas, que llenan las iglesias, son mujeres; los más incansables misioneros que viajan por todo el mundo, son mujeres; mujeres que siempre continúan sacrificándose en el altar de los dioses, que encadenaron su espíritu y esclavizaron su cuerpo.

La guerra, el insaciable monstruo, le roba a ella todo lo que es más querido y precioso. Le arranca sus hermanos, sus novios, sus hijos y en pago la sume en la soledad y en la desesperación. Sin embargo, el apoyo más sólido que posee el culto de la guerra procede de la mujer. Ella es la que a sus hijos inspira el anhelo de la conquista y del poder; ella susurra en los oídos de sus pequeñuelos la gloria de la guerra, y cuando mece la cuna del bebé, le duerme musitándole cantos marciales, en los que suenan los clarines y rugen los cañones. Es la mujer la que corona a los victoriosos que regresan de los campos de batalla. Sí, es la mujer la que paga el más alto precio al monstruo insaciable de la guerra.

Llega su turno al hogar. ¡Qué terrible fetiche es! De qué manera va royendo las energías más vitales de la mujer, dentro de esa moderna prisión con barrotes de oro. Los rayos deslumbrantes que despide ciegan a la mujer que ha de obrar el duro precio de esposa, de madre y de ama de casa. Asimismo se aferra tenazmente al hogar, esa poderosa institución que la mantiene en la esclavitud.

Puede decirse que la mujer, reconociendo cuán dócil y deleznable instrumento es para el Estado y la Iglesia, necesita del sufragio que ha de liberarla. Esto puede ser cierto para una pequeña minoría; mas la mayoría de las sufragistas repudian esta sensata tendencia como algo sacrílego. Al contrario, insisten que al concedérsele el sufragio a la mujer, ella logrará ser una más perfecta cristiana, ama de casa y mejor ciudadana. De este modo el sufragio no es más que un medio para fortalecer la omnipotencia de todos esos dioses que adoró y sirvió desde tiempo inmemorial.

Entonces ¿qué asombro puede causar que ella vuelva a ser tan celosa, tan devota, como antaño lo fue, y se postre ante el nuevo ídolo, el sufragio? Desde la antigüedad soporta persecuciones, encarcelamientos, torturas y toda forma de sufrimientos con la sonrisa que le ilumina el rostro. Desde la antigüedad espera también con el corazón ligero, el eterno milagro de la deidad del siglo XIX, el sufragio. Una nueva vida, dicha, goces, alegrías, libertad e independencia personal, todo eso y más tiene la esperanza que surja del sufragio, como por escotillón. En su ciega devoción, no ve lo que percibieron hace cincuenta años otros intelectos: que el sufragio es un grandísimo daño que cooperó en la esclavización del pueblo; mas ella astutamente cierra los ojos ante la evidencia, en el deseo que su ilusión no se disuelva en el aire.

Annie Kenney & Christabel Pankhurst
El sufragio, en igualdad de condiciones para la mujer y el hombre, se basa en la idea fundamental que ella debe tener el mismo derecho que su compañero a participar en los asuntos de la sociedad. No es posible que se pueda rehusarle esa justa participación en la vida societaria, aunque el sufragio fuera una práctica sana y justiciera. Mas la ignorancia de la mente humana está compuesta para ver un derecho, una libertad, donde no hay más que una imposición. ¿No significa acaso una de las más brutales imposiciones esto que un grupo de personas conciban y confeccionen leyes para obligar con la fuerza y la violencia a que otras las acaten y obedezcan? Y todavía la mujer clama por esa única oportunidad, que trajo tanta miseria al mundo, que le hurtó al hombre su integridad y la confianza en sí mismo; una imposición que corrompió totalmente al pueblo, convirtiéndolo en fácil presa en las manos de políticos sin escrúpulos y venales.

¡EI pobre y estúpido ciudadano libre norteamericano! Libre para morirse de hambre, libre para vagar por las calles de las grandes ciudades y del campo; él disfruta de la bienaventuranza del sufragio universal, y con su derecho forjó las cadenas que arrastran sus pies. La recompensa que recibe se reduce a una labor agotadora, leyes prohibiendo con graves penas el derecho del boicot, de atacar a los rompehuelgas, en efecto, todo, casi todo, menos salvaguardar su sacrosanto derecho a fin de que no le roben el fruto de su trabajo. Y asimismo nada le enseñaron a la mujer los desastrosos resultados de este fetiche del siglo XIX. Es que se nos asegura que si ella entra en la liza, purificará la política.

Innecesario sería decir que no me opongo al sufragio femenino; en el sentido convencional de la idea pura, debería ejercerlo. Ya que no veo por cuáles razones físicas, psicológicas y morales la mujer no posee los mismos derechos del hombre. Mas esto no me ciega hasta llegar a la absurda noción que la mujer ha de llevar a cabo cosas en las que el hombre fracasó. Si ella no las hará peor, tampoco las hará mejor.Presumir que ella logrará purificar lo que no es susceptible de purificación, es adjudicarle poderes sobrenaturales que nunca tuvo. Desde que su más grande desgracia fue que se la considerase un ángel o un demonio, su verdadera salvación se halla en que se le otorgue un razonable sitio en la tierra; es decir, que se la considere un ser humano y por ende sujeta a cometer los yerros y las locuras propios de la condición humana. ¿Podremos entonces creer que dos errores se convertirán porque sí en dos cosas justas, sensatas? Las más ardientes partidarias del sufragio femenino, ¿serán capaces de asentir con semejante locura?


De hecho los intelectuales más avanzados que trataron la cuestión del sufragio universal llegaron a la conclusión que el actual sistema político es absurdo y completamente inadecuado para satisfacer las apremiantes exigencias de mejoramiento, de justicia, de la vida moderna. Este punto de vista lo comparte una gran convencida de las bondades del sufragio femenino, Dra. Helen I. Summer. En su valioso trabajo Equal Suffrage, dice: En Colorado pude darme cuenta muy bien que la igualdad del voto femenino y masculino, ha servido solamente para demostrar del modo más contundente la esencial podredumbre del actual sistema y la degradación que él significa. Naturalmente la doctora Summer, al hablar así, subentiende un particular sistema de votaciones, pero con igual acierto lo dicho se aplica a la entera maquinaria política. Con semejante base es difícil comprender de qué manera la mujer, como factor político, puede beneficiarse a sí misma y al resto de la humanidad.

Pero las devotas del sufragio nos dicen: Contemplen y observen en los países y en los Estados en donde el sufragio femenino existe. Comprueben lo que las mujeres realizaron en Australia, en Nueva Zelandia, Finlandia, los países escandinavos, y en nuestros mismos Estados de Idaho, Colorado, Wyoming y Utah. La distancia añade encantos desconocidos, para citar el dicho polaco: nos hallamos muy bien donde nunca estuvimos. De ahí que se quiera presumir que en esos países y Estados, totalmente diferentes de los otros, poseen la más grande libertad, una grande igualdad económica y social, una noble apreciación de la vida, una bondadosa comprensión de la encarnizada lucha económica y en todo lo que atañe a las cuestiones vitales de la raza humana.

Las mujeres en Australia y en Nueva Zelandia pueden votar y colaborar en la confección de las leyes. ¿Las condiciones de los trabajadores en general son mejores que las de Inglaterra, donde las sufragistas desarrollan una heroica lucha? ¿Existe una libre maternidad más dichosa en la concepción de sus hijos que en Inglaterra? ¿No se sigue considerando a la mujer como un mero objeto de placer o de comodidad sexual? ¿Se emancipó ella de la moral puritana que igualmente afecta a ambos sexos? Ciertamente que no, pero la mujer política ha de responder afirmativamente, que sí, que todo se consiguió ya. Si esto fuese así, aun me parecería ridículo señalar a Australia y Nueva Zelandia como La Meca de las hazañas de la igualdad de sufragio. Por otra parte, quienes conocen a fondo las condiciones políticas de Australia, afirman que los políticos amordazaron a los trabajadores con leyes tan restrictivas que si se declara una huelga sin el permiso legal de una comisión de arbitraje, este acto es considerado como un crimen de alta traición. 

Ni por un momento pienso implicar al sufragio femenino como responsable por este estado de cosas. Lo que deseo indicar es que no hay razón para destacar a Australia como una obra maestra, fruto de las actividades femeninas, desde que con su influencia fue incapaz de libertar a los trabajadores de la esclavitud de la política patronal. Finlandia le otorgó a las mujeres el derecho del voto, y también el de sentarse en el Parlamento. ¿Esto le valió para desarrollar entre sus mujeres un más grande heroísmo, un sentimiento más intenso por la libertad que en las de Rusia? Finlandia, así como Rusia, estuvo bajo el sangriento látigo del zar. ¿Dónde existen las finlandesas Perovskaias, Spiridonovas, Figners, Breshskovskalas? ¿Donde las innumerables muchachas finlandesas, como las rusas, quienes marchaban alegremente a Siberia en defensa de sus ideas? Finlandia tuvo una escasez penosa de libertadores heroicos. ¿El voto puede crearlos? El único finlandés vengador de su pueblo fue un hombre, no una mujer, y para el caso empleó un arma más eficaz que el voto.

Sufragistas españolas de la II República

Por parte de nuestros Estados, donde las mujeres votan, y a los que constantemente se los señaló como lugares de maravillas, ¿qué cosa se realizó con la ayuda del voto de la mujer que los otros Estados no tengan y gocen ampliamente, o que no se haya podido acometer mediante esfuerzos enérgicos, sin que el voto mediara para nada? Si es verdad que en los Estados en que fue instaurado el sufragio femenino, la mujer participa de los mismos derechos del hombre sobre la propiedad, ¿de qué le vale esto a la masa de mujeres sin propiedad, a los millares de asalariadas, quienes viven al día? La igualdad en el voto no afectó sus condiciones...


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