Respuesta a la encuesta del teólogo católico Georg Denz:
Primera pregunta.- «¿Cómo juzga usted la actual situación del Papado en la Iglesia y en la sociedad?».
Comparado con la plenitud de su poder en la Edad Media, la influencia de los papas es hoy escasa. Por respecto a su debacle de hace cien años su situación no es tan mala o, bien mirado, vuelve a ser bastante mala gracias al fascismo. Facta loquuntur («los hechos hablan por sí mismos»).
Es cierto que se malogró la anexión de la Iglesia Ortoxa Rusa a la que se aspiró en la Primera G.M. con la ayuda de los Habsburgo y con la de Hitler en la Segunda —después de operar en el Este como ya se había hecho frecuentemente en el pasado: desde Adriano VI (1522-1523), Clemente VII (1523-1534), Clemente VIII (1592-1605); desde la invasión de la Polonia católica ya antes que ascendiesen los Romanov… No obstante, la Curia fue saneando su situación de catástrofe en catástrofe gracias a los Acuerdos de Letrán, a la guerra de Abisinia, la Guerra Civil Española y la Segunda G.M., confirmando las palabras del Padre de la Iglesia Teodoreto, obispo de Ciros: «La realidad histórica enseña que la guerra nos aporta mayor utilidad que la paz».
Así se acrecentó el capital, el poder. La fe en cambio mengua sin cesar y está claro quién se sanea con esa mengua y quién perece con ella. Pues intelectualmente desahuciada, reducida a la insignificancia en lo científico, apenas le resulta posible sobrevivir religiosamente. Si los intelectuales ya no creen, el pueblo tampoco creerá a la larga. La fe será, pues, quien decida. Sólo la fe ha posibilitado el poder; sólo ella puede mantenerlo. Y para la Iglesia el poder lo es todo. Sin poder no es nada, como lo muestra la historia. En la época de las Cruzadas, de las masacres de judíos, de la degollina de moros en España, de las matanzas de paganos, indios y negros, de la quema de brujas, autos de fe y esclavitud, el Papa regia desde su solio toda la tierra y estaba, cabalmente por ello, más firme en él que lo está hoy cuando, descendido a la fuerza, aparece como bastante privado de fascinación, pues únicamente cuando se irradia en torno a sí un nimbo inestimable, en medio de las vaharadas del incienso, es cuando prospera siempre de la forma más desenfadada el crimen capital. Es entonces cuando uno se podía y se puede permitir todo, incluso el papel de demonio en cuanto «Vicario del Señor».
El peligro mortal está en la mengua de la fe de los seglares; la «agitación» en el seno del clero es un mal menor. ¿Acaso no hubo ocasiones pretéritas en las que este último puso su grito en el cielo y creía todavía menos? Pues concediéndoles una mujer (legal), juntamente con buenas prebendas, y añadiendo alguna prelatura para los cabecillas de los rebeldes (Honores mutant mores —los honores modifican las costumbres—), el clero seguirá enseñando en el futuro aquella verdad que dispensa la bienaventuranza en exclusiva.
Los «progresistas», sin duda excesivamente «dinámicos» en ocasiones, «flexibles», irritan a la grey más conservadora, pero entusiasman a los liberales, a los asnos de la pseudoizquierda y son no obstante, de hecho, los que resultan más provechosos para la Iglesia, pese a sufrir alguna que otra reprimenda «seria». Pues son precisamente sus «acentos nuevos», sus «perspectivas», sus recursos cosméticos frescos como el rocío, en suma todas las artes de enjalbegar a la moda desplegadas en la otrora reina de las ciencias, la teología, las que dan todavía a la fe un destello de vida —algo así como ocurría con los virtuosos embalsamadores en la famosa obra de Evelyn Waughs, La Arboleda de los Susurros: «¡Oh Señor Joyboy, qué hermoso es!». «Si, realmente ha quedado la mar de bien». Le pellizcó ligeramente en el muslo como un vendedor de aves: «Todavía esta tierno». Ellos consiguen que la religión sea aún «tema de conversación»; la hacen pasablemente «actual», telegénica. La convierten en la akmé febril de la época, a la cual «traducen ellos el evangelio» y es sólo en virtud de esas terapias de rejuvenecimiento, de la necesaria adaptación a las exigencias del momento, al genius saeculi, como se crean las condiciones de su supervivencia. Por medio de contorsiones terminológicas de toda suerte, mediante distorsiones lingüísticas, con maniobras de aggiornamento, más bien torpes que ingeniosas, pero que a muchos resultan impenetrables, se sugiere con lúgubre seriedad que se da un «progreso», apenas concedido centímetro a centímetro por el placet proveniente desde lo más alto. Y todo ello de modo que al sector algo más ágil de espíritu apenas si se le alivia la carga de la fe, pero al menos no se le priva de la esperanza de futuros alivios.
Esa actuación «progresiva», ya fructífera desde la época de Pablo, venerada por su edad como el mismo cristianismo, implica, con todo, un terrible riesgo. A saber, cada concesión hecha al hoy, al espíritu de la época, al progreso (con y sin comillas) aleja gradualmente del origen. La discrepancia, que acaba por resultar evidente hasta para el más lerdo, aumenta incesantemente, la fe se torna en caricatura, en lo opuesto a la vieja fe, a la cual, ¡oh fatalidad!, no se la puede enviar al diablo por completo. Y por grande que sea el garbo con que se renquee con los pies zopos, siguiendo la marcha del mundo, rige aún la obligación de mantener una apariencia de perseveración, de semper idem, en medio de la liquidación general. Con todo, es justamente la actitud antedicha la que brinda a la jerarquía la oportunidad del siglo, pues le permite ser simultáneamente moderna y tradicional, reformadora radical y constante en su fe, o sea avanzar y retroceder al mismo tiempo. De un lado el «camarada Jesús», el «comunismo del amor» de los apóstoles, del otro el catolicismo de izquierdas y el socialismo, la «Teología de la Revolución». ¡Qué analéptico! ¡Más prodigioso que Lourdes y que todos los tesoros de la gracia!
Cierto es que Roma colaboró en los años treinta con la extrema derecha y en los años cuarenta pasó, gélida hasta en lo más profundo de su corazón, de la mano de Mussolini, Franco y Hitler por encima de sesenta millones de cadáveres. Cierto es también que el pastor bonus, Pacelli, dio beneplácito incluso a la guerra atómica apuntando en una dirección inequívoca. Todo ello sin embargo no impide a ningún papa dar a continuación una interpretación «proletaria» del evangelio como social gospel, por así decir como «god’s political activity», y en salir al lado de los comunistas en contra del capitalismo, si éste da en definitiva bancarrota. (¿Acaso el cardenal Conde de Chiaramonti, un sobrino de Pío VI no anticipó ya en 1797 de modo ejemplar la «apertura hacia la izquierda»?). Cuando un fuerte contingente de tropas revolucionarias avanzaba hacia Imola, su sede obispal desde hacía años, se hizo elegir de nuevo como ciudadano-obispo, se convirtió de la noche a la mañana en apóstol democrático de la igualdad y lanzó un sermón incendiario en pro de la subversión en el que celebraba a Cristo como un demócrata amigo del pueblo y a los cristianos como demócratas ejemplares. Encantó al general Bonaparte y viceversa.
«En cuanto que católica, la Iglesia tuvo en todo momento presente la historia como un todo», glorifica el teólogo J. Bernhart. Según el momento de que se trate, se presenta como antiimperialista, como antiprincipesca, como opuesta al poder de las comunas, como contraria a la burguesía, al comunismo, al fascismo y, desde luego, lo que si va siempre es contra las masas a cuya costa vive. «Quien aúlla con los lobos, dice un proverbio masuriano, puede gozar largamente de su vida de perro».
Segunda pregunta.- «¿Cómo debiera presentarse el Papado en un futuro inmediato tanto hacia el interior de la Iglesia como hacia el exterior?».
La actitud que adopte el Papado dependerá exclusivamente de las relaciones de poder. La cuestión de como debiera «presentarse» resulta por ello utópica, tanto más cuanto que siempre se presentó como lo que no era.
¡Fiat executio! (¡Cúmplase la ejecución!)
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