Descubriendo el pastel español. George Orwell



New English Weekly, 29 de julio y 2 de septiembre de 1937

Es probable que la guerra española haya producido una cosecha de mentiras más abundante que cualquier otro suceso desde la Gran Guerra de 1914-1918, pero dudo sinceramente, a pesar de todas esas hecatombes de monjas violadas y sacrificadas ante los ojos de los reporteros del Daily Mail, que sean los periódicos profascistas los que hayan causado el mayor daño. Son los periódicos de izquierdas, el News Chronicle y el Daily Worker, con unos métodos de distorsión mucho más sutiles, los que han impedido que el público británico comprenda la verdadera naturaleza de la contienda.

El hecho que estos periódicos han ocultado con tanto esmero es que el gobierno español (incluido el gobierno semiautónomo catalán) le tiene mucho más miedo a la revolución que a los fascistas. Ahora parece ya casi seguro que la guerra terminará con algún tipo de pacto, y existen incluso motivos para dudar que el gobierno, que dejó caer Bilbao sin mover un dedo, quiera salir demasiado victorioso; pero no cabe ninguna duda acerca de la minuciosidad con la que está aplastando a sus propios revolucionarios. Desde hace algún tiempo, un régimen de terror —la supresión forzosa de los partidos políticos, la censura asfixiante de la prensa, el espionaje incesante y los encarcelamientos masivos sin juicio previo— ha ido imponiéndose. Cuando dejé Barcelona a finales de junio, las prisiones estaban atestadas; de hecho, las cárceles corrientes estaban desbordadas desde hacía mucho, y los prisioneros se apiñaban en tiendas vacías y en cualquier otro cuchitril provisional que pudiera encontrarse para ellos. Pero la clave aquí es que los presos que están ahora en las cárceles no son fascistas, sino revolucionarios; que no están ahí porque sus opiniones se sitúen demasiado a la derecha, sino porque se sitúan demasiado a la izquierda. Y los responsables de haberlos recluido ahí son esos terribles revolucionarios ante cuyo mero nombre James Louis Garvin tiembla como un flan: los comunistas.

Mientras tanto, la guerra contra Franco continúa, aunque, con la excepción de esos pobres diablos que están en las trincheras del frente, nadie en el gobierno de España la considera la guerra de verdad. La lucha de verdad es entre la revolución y la contrarrevolución, entre los obreros que tratan en vano de aferrarse a algo de lo que conquistaron en 1936 y el bloque liberal-comunista, que con tanto éxito está logrando arrebatárselo. Es una lástima que en Inglaterra haya todavía tan poca gente al corriente de que el comunismo es ahora una fuerza contrarrevolucionaria, de que los comunistas están aliados en todas partes con el reformismo burgués y usando al completo su poderosa maquinaria para aplastar o desacreditar a cualquier partido que muestre indicios de tendencias revolucionarias. De ahí que resulte grotesco ver como los comunistas son tildados de «rojos» malvados por los intelectuales de la derecha, que están en esencia de acuerdo con ellos. El señor Wyndham Lewis, por ejemplo, tendría que adorar a los comunistas, al menos durante un tiempo. En España, la alianza liberal-comunista ha resultado victoriosa casi por completo. De todas las conquistas que alcanzaron los obreros españoles en 1936 no queda nada firme, al margen de un puñado de granjas colectivas y una cierta extensión de tierras de las que los campesinos se apoderaron el año pasado; y es de suponer que hasta estos serán sacrificados con el tiempo, cuando ya no haya ninguna necesidad de aplacarlos. Para entender cómo surgió la situación actual, hay que volver la vista hacia los orígenes de la Guerra Civil.

La tentativa de Franco de hacerse con el poder difiere de las de Hitler o Mussolini, por cuanto se trató de una insurrección militar, comparable a una invasión extranjera, y por tanto no contaba con demasiado apoyo popular, si bien desde entonces Franco ha tratado de hacerse con él. Sus principales partidarios, aparte de ciertos sectores de las grandes empresas, eran la aristocracia terrateniente y la Iglesia, enorme y parásita. Evidentemente, un levantamiento de este tipo alinea en su contra fuerzas diversas que no están de acuerdo en ningún otro punto. El campesino y el obrero odian el feudalismo y el clericalismo, pero también los odia el burgués «liberal», que no es contrario en lo más mínimo a una versión algo más moderna del fascismo, al menos siempre y cuando no se lo llame así. El burgués «liberal» es genuinamente liberal hasta el momento en que deja de convenirle según sus intereses. Defiende ese grado de progreso al que apunta la expresión «la carrière ouverte aux talents», pues, claramente, no tiene ninguna oportunidad de desarrollarse en una sociedad feudal donde el obrero y el campesino son demasiado pobres para comprar bienes, donde la industria está lastrada por impuestos enormes con que pagar las sotanas de los obispos, y donde todo puesto lucrativo se le concede de forma sistemática al amigo del catamita del hijo ilegítimo del duque. Así pues, frente a un reaccionario tan flagrante como Franco, se consigue durante un tiempo una situación en que el obrero y el burgués, en realidad enemigos mortales, combaten codo con codo. A esta alianza precaria se la conoce como Frente Popular (o, en la prensa comunista, para otorgarle un atractivo espuriamente democrático, Frente del Pueblo). Es una combinación con más o menos la misma vitalidad, y más o menos el mismo derecho a existir, que un cerdo con dos cabezas o alguna otra de esas monstruosidades del circo de Barnum & Bailey.

Ante cualquier emergencia seria, la contradicción implícita existente en el Frente Popular se hará notar forzosamente, pues, aunque el obrero y el burgués luchan ambos contra el fascismo, no lo hacen con el mismo objetivo: el burgués está luchando por la democracia burguesa, esto es, el capitalismo, y el obrero, en la medida en que comprende el asunto, lo hace por el socialismo. Y en los primeros días de la revolución, los obreros españoles comprendían muy bien el asunto. En las zonas donde el fascismo fue derrotado, no se contentaron con expulsar de las ciudades a los soldados rebeldes, sino que también aprovecharon la oportunidad de apoderarse de las tierras y las fábricas y de sentar a grandes rasgos las bases de un gobierno obrero por medio de comités locales, milicias obreras, fuerzas policiales y demás. Cometieron el error, sin embargo (posiblemente porque la mayoría de los revolucionarios activos eran anarquistas que desconfiaban de cualquier parlamento), de dejar el control nominal en manos del gobierno republicano. Y, a pesar de los diversos cambios de personal, todos los gobiernos posteriores han tenido prácticamente el mismo carácter reformista burgués. Al principio no pareció importar, porque el gobierno, en particular en Cataluña, apenas tenía poder, y los burgueses debían mantenerse agazapados o incluso (esto seguía sucediendo cuando llegué a España en diciembre) hacerse pasar por obreros. Más tarde, cuando el poder se les escurrió de las manos a los anarquistas y pasó a las de los comunistas y los socialistas de derechas, el gobierno fue capaz de reafirmarse, los burgueses salieron de su escondite y la antigua división social entre ricos y pobres reapareció, sin grandes cambios. De ahí en adelante, todo movimiento, salvo unos pocos, dictados por la emergencia militar, se ha encaminado a deshacer el trabajo de los primeros meses de revolución. De todos los ejemplos que podría escoger, citaré sólo uno: la disolución de las viejas milicias obreras —que estaban organizadas con un sistema genuinamente democrático y en las que los oficiales y los hombres cobraban la misma paga y se mezclaban en pie de igualdad— y su sustitución por el Ejército Popular (de nuevo, en la jerga comunista, el «Ejército del Pueblo»), estructurado en todo lo posible a la manera de un ejército burgués convencional, con una casta privilegiada de oficiales, diferencias inmensas en la paga, etcétera, etcétera. Ni que decir tiene que esto se presenta como una necesidad militar, y casi seguro que contribuye a la eficiencia militar, al menos por un corto período de tiempo. Pero el propósito indudable de este cambio fue asestarle un golpe al igualitarismo. Se ha seguido la misma política en cada departamento, con el resultado de que, tan sólo un año después del estallido de la guerra y la revolución, lo que tenemos aquí es en la práctica un Estado burgués convencional, con el añadido de un régimen del terror con el que preservar el statu quo.

Este proceso quizá no habría llegado tan lejos si la lucha se hubiera desarrollado sin injerencias extranjeras. Pero la debilidad militar del gobierno hizo que fuera imposible. Frente a los mercenarios extranjeros de Franco, se vio obligado a recurrir a Rusia en busca de ayuda, y aunque se ha exagerado enormemente la cantidad de armas suministradas por Rusia (en los tres primeros meses que pasé en España sólo vi un arma rusa, una solitaria ametralladora), el simple hecho de su llegada llevó a los comunistas al poder. Para empezar, los aviones y cañones rusos y las buenas cualidades militares de las Brigadas Internacionales (no necesariamente comunistas, pero bajo control comunista) elevaron inmensamente el prestigio comunista. Pero, lo que es más importante, dado que Rusia y México eran los únicos países que suministraban armas de forma pública, los rusos consiguieron no sólo obtener dinero a cambio de su armamento, sino también imponer por la fuerza ciertas condiciones. Por decirlo sin tapujos las condiciones eran: «Aplastad la revolución o no recibiréis más armas». La razón que suele esgrimirse para explicar la actitud de los rusos es que, si daba la impresión de estar incitando a la revolución, el pacto franco-soviético (y la esperada alianza con el Reino Unido) correría peligro; es posible también que el espectáculo de una auténtica revolución en España suscitara ecos indeseados en Rusia. Los comunistas, claro está, niegan que el gobierno ruso haya ejercido cualquier presión directa. Pero esto, incluso si fuera cierto, es prácticamente irrelevante, ya que puede considerarse que los partidos comunistas de todos los países están llevando a cabo políticas rusas; y no cabe duda de que el Partido Comunista español, junto con los socialistas de derechas bajo su control y junto con la prensa comunista del mundo entero, ha aplicado toda su inmensa y creciente influencia en el bando de la contrarrevolución.

Texto extraído del libro "Ensayos" de George Orwell

Este volumen reúne la obra ensayística completa de George Orwell, un autor quizá más conocido por su obra magna, 1984, pero que legó en estos textos un verdadero acervo de conocimiento y sentido común a la historia de la literatura. El inglés es un disertador lúcido, inteligente y sagaz, capaz de desarrollar sus exposiciones sobre temas diversos que van, por supuesto, desde la reseña de obras literarias y autores (Shakespeare, Dickens, Kipling…) hasta el análisis político y sociológico. Es digno de mención el hecho conocido de que Orwell fue un escritor comprometido, muy involucrado en los debates ideológicos de su tiempo y que no tuvo miedo de expresar por todos los medios sus opiniones e ideas.


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