Entre campesinos. Errico Malatesta [Pdf, epub y otros formatos]



Pepe.— Espera, ahora que estamos reunidos, para no separarnos con la boca seca, vamos a beber un vasito, y entretanto te preguntaré alguna otra cosa. Todo lo que me has dicho lo he comprendido...; después recapacitaré en ello y procuraré persuadirme por mí mismo. Pero tú no me has dicho casi ninguna de aquellas palabras difíciles que oigo pronunciar siempre que se habla de estas cosas y que me enredan la cabeza porque no las comprendo. Por ejemplo, he oído decir que vosotros sois comunistas, socialistas, internacionalistas, colectivistas, anarquistas y qué se yo. ¿Puede saberse qué significan precisamente estas palabras y qué es lo que sois verdaderamente?

Jorge.— ¡Ah!, justo; has hecho bien en preguntarme esto, porque las palabras son necesarias para entenderse y distinguirse; pero cuando no se comprenden bien, son causa de confusiones.

Debes saber, pues, que los «socialistas» son aquellos que creen que la miseria es la causa primera de todos los males sociales, y que hasta que no se le haya hecho desaparecer, no habrá modo de destruir la ignorancia, la esclavitud, la desigualdad Política, la prostitución y todos los demás males que mantienen al pueblo en tan terrible estado y que son, sin embargo, casi nada comparados con los sufrimientos que se derivan directamente de la miseria. Los «socialistas» creen que la miseria depende del hecho de que la tierra y todas las primeras materias, las máquinas y los instrumentos del trabajo pertenezcan a unos Pocos individuos, los cuales disponen por esto de la vida y muerte de la clase trabajadora, y se encuentran en un continuo estado de lucha y competencia, no sólo contra los proletarios, que nada poseen, sino entre ellos mismos, para disputarse unos a otros la propiedad. Los «socialistas» creen que aboliendo la propiedad individual, o sea la causa, se abolirá al propio tiempo la miseria, o sea el efecto. Y esta propiedad se puede y debe abolir, porque la producción y la distribución de las riquezas debe hacerse según el interés actual de los hombres, sin ninguna consideración a los llamados derechos conquistados, o sean los privilegios que los señores actuales se abrogan con la excusa de que sus antepasados fueron más fuertes o más afortunados y astutos, o sea más virtuosos o laboriosos que los demás.

Así, pues, se da el nombre de «socialista» a todos aquellos que quieren que la riqueza social sirva a todos los hombres, y que quieren también que desaparezcan los propietarios y los proletarios, ricos o pobres, amos o subordinados.

Años atrás, esto era regla sabida; bastaba llamarse «socialista» para que uno fuera perseguido y odiado por los señores, los cuales hubieran preferido mejor un millón de asesinos que un solo socialista. Pero, como ya he dicho, cuando los señores y todos aquellos que quieren serlo, vieron que, a pesar de todas sus persecuciones y calumnias, el «socialismo» avanzaba y el pueblo principiaba a abrir los ojos, pensaron que había necesidad de enredar la cuestión para mejor engañarlo; muchos de ellos comenzaron por decir que también eran socialistas, porque ellos también querían el bien del pueblo y comprendían perfectamente la necesidad de destruir o disminuir la miseria. Primero dijeron que la cuestión de la miseria y los males que de ella se derivan, no existían; hoy que el socialismo los amedrenta, dicen que es socialista todo aquel que estudia dicha cuestión social, como podría llamarse médico al que estudiara una enfermedad, no con la intención de curarla, sino de alargarla todo lo posible.

Así, pues, hoy se encuentran personas que se llaman socialistas, entre los republicanos, realistas, magistrados, policías, en todas partes, y su socialismo consiste en entretener al pueblo o hacerse nombrar diputados prometiendo cosas que, aunque quisieran, no podrían mantenerlas.

Hay ciertamente, entre estos falsos socialistas, algunos de buena fe, y que creen obrar bien; pero, ¿qué importa? Si uno, creyendo haceros bien, os matara a bastonazos, procuraríais seguramente quitarle el palo de las manos, y todas sus buenas intenciones servirían a lo sumo para evitar que le rompierais la cabeza, cuando se lo hubieseis quitado.

Por eso, cuando uno os dice que él es «socialista», preguntadle si quiere abolir la propiedad individual, o en una palabra, si quiere o no desposeer a los señores de todas sus riquezas para ponerlas en común. Si responde que si, abrazadlo; si no, poneos en guardia, porque trataréis con un enemigo.

Pepe.— Así, pues, tú eres «socialista», he comprendido. ¿Pero qué es lo que quiere decir comunista y colectivista?

Jorge.— Los comunistas y los colectivistas son todos socialistas, pero tienen ideas diversas respecto a lo que debe hacerse, después que la propiedad sea común; haz memoria, pues creo haber explicado algo de esto; los colectivistas dicen que cada trabajador, o mejor dicho, cada asociación de trabajadores, debe poseer las primeras materias y los instrumentos para trabajar, y cada uno debe ser dueño del producto de su trabajo. Mientras que uno vive, lo gasta o lo conserva, hace de él lo que quiere, menos hacerlo servir para hacer trabajar a los demás por su cuenta, y cuando muere, si ha ahorrado algo, vuelve a la comunidad. Sus hijos tienen, naturalmente, los medios para poder trabajar y gozar del fruto de su trabajo y hacerles heredar sería un primer paso para volver a la desigualdad y al privilegio. En lo referente a la instrucción, al mantenimiento de los niños, de los viejos o inutilizados por el trabajo; de las calles, agua, iluminación e higiene pública, y a todas aquellas cosas que deben realizarse en beneficio de todos, cada asociación de trabajadores aportaría un tanto para compensar a los que desempeñan estos oficios.

Los comunistas van más lejos aún, diciendo: ya que para adelantar bien es necesario que los hombres se amen y se consideren como miembros de una sola familia; ya que la propiedad debe ser común, ya que el trabajo para ser muy productivo y servirse de las máquinas, debe hacerse por grandes colectividades obreras: ya que, para aprovechar todas las variaciones del terreno y condiciones atmosféricas y hacer que cada lugar produzca lo que mejor a él se adapte, y, para evitar, por otra parte, la competencia y los odios entre diferentes países y que la gente acuda a los puntos más ricos, es necesario establecer una solidaridad perfecta entre todos los hombres del mundo, como que, además, sería una cosa muy difícil de distinguir en un producto la parte que a cada factor diverso pertenece, en lugar de confundirnos con lo que cada uno puede haber trabajado, trabajaremos todos y lo pondremos todo en común.

Así, cada individuo dará a la sociedad todo aquello que sus fuerzas le permitan dar, mientras no existan productos suficientes para todos; y cada uno tomará todo aquello que necesite, limitándose, se entiende, en todas aquellas cosas en las cuales no se haya podido llegar a la abundancia.

Pepe.— Un momento. Antes debes explicarme qué significa la palabra solidaridad, porque has dicho que debe existir una solidaridad perfecta entre todos los hombres, y yo, a decirte verdad, no lo he comprendido.

Jorge.— Por ejemplo, en tu familia, todo aquello que ganas tú, tus hermanos, tu mujer, los hijos, los ponéis en común. En común os repartís la comida y si no hay bastante para todos, todos juntos coméis menor. Ahora, si uno de vosotros tiene una fortuna o gana más dinero, es un bien para todos; si, al contrario, uno queda sin trabajo o se pone enfermo, es mal para todos, porque ciertamente, entre vosotros, aquél que no trabaja come igual que los demás, y aquel que está enfermo causa gastos mayores a veces. De esta manera sucede que en nuestra familia, en lugar de quitamos unos a otros el pan de la boca procuráis ayudaros porque el bien de uno lo es de todos y el mal de otro también. De este modo se evitan los odios y la envidia y se desarrolla un afecto recíproco, que no existe nunca en aquella familia cuyos intereses están divididos.

Esto se llama solidaridad. Se trata, pues, de establecer entre todos los hombres las mismas relaciones que existen en una familia cuyos individuos se quieren de verdad.

Pepe.— He comprendido. Ahora, volviendo a la cuestión, dime si tú eres comunista o colectivista.

Jorge.— Soy comunista porque, cuando se ha de ser amigos, vale más serlo por completo que amigos a medias. El colectivismo deja aún los gérmenes de la rivalidad y del odio. Pero aún hay más. Si cada uno pudiese vivir con lo que él mismo produce, el colectivismo sería siempre inferior al comunismo, porque tendería a mantener a los hombres aislados, y, por consiguiente, disminuiría sus fuerzas y sus afectos; pero a pesar de esto, podríase marchar con él. Pero como, por ejemplo, el zapatero no puede comer zapatos, ni el fundidor hierro, y el agricultor no puede fabricar por sí mismo todo aquello que necesita, y no puede siquiera cultivar la tierra sin los operarios que extraen el hierro y los que fabrican los instrumentos, y así todo lo demás, habría necesidad de organizar el cambio entre los diversos productores, teniendo en cuenta para cada una aquello que produce. Entonces sucedería necesariamente que el zapatero, por ejemplo, procuraba dar el mayor valor posible a sus zapatos, pretendería por un par de ellos, adquirir la mayor cantidad posible que quisiera de otros productos, y el agricultor por su parte procuraría darle la menor cantidad posible. ¿Quién seria capaz de arreglarlo? El colectivismo me parece que daría lugar a una cantidad de cuestiones y se prestaría siempre a muchos enredos que, a durar mucho, tal vez nos volverían al punto de partida.

El comunismo, por el contrario, no da lugar a ninguna dificultad; todos trabajan y todos disfrutan de todo. Basta sólo saber cuáles son las cosas que se necesitan para satisfacer a todos, y hacer de modo que todas estas cosas sean abundantemente producidas.

Pepe.— ¿En el comunismo no habría, pues, necesidad de moneda?

Jorge.— Ni de moneda ni de nada que la sustituya. Nada más que un registro de las cosas pedidas y de las producidas, para tener siempre la producción a la altura de las necesidades.

La sola dificultad seria si hubiese muchos que no quisieran trabajar; pero ya he dicho las razones por las cuales el trabajo, que hoy es una pena tan grave, se cambiaría en un placer, al mismo tiempo que en una obligación moral, que sólo un loco podría rechazar. También he dicho que lo peor que puede suceder si por efecto de la mala educación que hemos recibido o por alguna privación a la cual deberíamos sustraernos antes que la nueva sociedad fuese organizada y la producción multiplicada en proporción de las nuevas necesidades, si, repito, hubiese quienes no quisieran trabajar o que quisieran crear dificultades, todo se reduciría a echarlos de la comunidad, dándoles las primeras materias y los instrumentos de trabajo, para que trabajaran por su cuenta. Así, cuando quisieran comer, se pondrían a trabajar. Pero ya verás como estos casos no abundarán.

Además, que lo que nosotros queremos hacer por la fuerza es poner en común los terrenos, materias primas, instrumentos de trabajo, Edificios y todas las riquezas que actualmente existen. Referente al modo de organizarse y de distribuir la producción, el pueblo hará lo que quiera, tanto más cuanto que en la práctica puede verse cuál es el mejor sistema. Hasta puede preverse, casi con certeza, que en unos sitios se establecerá el comunismo, en otros el colectivismo y en otros otra cosa, y cuando se haya visto cuál sistema es el mejor, los demás lo irán adoptando.

Lo esencial, recuérdalo bien, es que nadie empiece queriendo mandar a los demás y apropiarse de la tierra y útiles de trabajo. A esto hay que estar atentos, para impedirlo, si sucediera, aunque tuviéramos que recurrir a las armas; lo demás irá por sí solo.

Pepe.— Esto también lo he comprendido. Dime ahora, ¿qué es la anarquía?

Jorge.— Anarquía, significa no gobierno. ¿No te he dicho ya que el gobierno no sirve sino para defender a los señores, y que cuando se trata de nuestros intereses, lo más lógico es que procuremos por ellos nosotros mismos, sin que alguien venga a mandarnos? En lugar de nombrar diputados y consejeros comunales que hacen y deshacen, a los cuales nos toca obedecer, trataremos nosotros mismos lo que nos atañe y decidiremos lo que hay que hacer, y cuando, para poner en ejecución nuestras deliberaciones, hubiese necesidad de encargarlas a alguno, le encargaríamos hacer tal o cual cosa y nada más. Si se tratase de cosas que no pueden establecerse en seguida, entonces encargaríamos a los que son capaces de ello, que lo vieran, estudiaran y propusieran; de todos modos nada se efectuaría sin nuestra voluntad. Así, nuestros delegados, en lugar de ser individuos a los que habríamos, dado el derecho de mandarnos, serían personas escogidas entre las más inteligentes en todas las materias, que no tendrían autoridad y sí sólo el deber de efectuar lo que los interesados quisieran; por ejemplo: uno se encargaría de organizar las escuelas, o trazar una calle o proveer el cambio de productos, de la misma manera como se encarga hoy al zapatero que haga un par de zapatos.

Esto es la anarquía. Además, que si quisiera explicarte todo lo que sobre este tema hay que hablar, debería explicar otro tanto más de lo que ya hemos hablado. Otra vez lo haremos más extensamente.

Pepe.— Está bien, pero entretanto, ya que me has excitado la curiosidad, te pido que me des otra explicación respecto a lo mismo. Explícame cómo debería arreglarme, pobre ignorante como soy, para entender todas aquellas cosas que llaman política y efectuar por mí mismo lo que hacen los ministros y diputados.

Jorge.— ¿Qué es lo que hacen ministros y diputados para que tengas que lamentarte de no saberlo hacer? Hacen las leyes y organizan la fuerza para sujetar al pueblo y garantizar la expoliación que ejercen los propietarios: he ahí todo. Esta ciencia no tenemos ninguna necesidad de aprenderla.

Verdad es que los ministros y diputados se ocupan de muchas cosas que son buenas y necesarias; pero mezclarse en ellas para volverlas en provecho de una clase dada o de una persona, o entorpecer el desarrollo con reglamentos inútiles y vejatorios no quiere esto significar que uno se ocupe de dichas cosas. Por ejemplo: esos señores intervienen en los asuntos ferroviarios; pero para construir y aprovechar un ferrocarril, no hay ninguna necesidad de ellos, como no hay necesidad de los accionistas; bastan los ingenieros, los mecánicos, obreros y empleados de todas categorías, y éstos siempre subsistirán, aun cuando los ministros, diputados, y otros parásitos hayan desaparecido por completo.

Lo mismo puede decirse del correo, del telégrafo, de la navegación, de la instrucción pública, de los hospitales, cosas todas ellas efectuadas por trabajadores diversos, como empleados postales, telegrafistas, marineros, maestros, médicos y en las cuales el gobierno sólo se introduce para estorbar, aprovecharse y esquilmar.

La política, tal como la entienden y efectúan las gentes del gobierno, es para nosotros una cosa difícil, porque se ocupa de cosas que, a nosotros, los trabajadores, nos importan dos cominos y porque no tienen nada que ver con los intereses reales de la población, a la que sólo tiende a engañar y dominar. Si, al contrario, se tratase de establecer lo mejor posible las necesidades del pueblo, entonces resultaría mucho más difícil para el diputado que para nosotros.

De hecho, ¿qué quieres que sepan los diputados que viven en Roma de las necesidades de todas las ciudades y campiñas de Italia? ¿Cómo quieres que gente que, generalmente, ha perdido su tiempo en el latín y el griego y lo pierde actualmente con peor utilidad, pueda comprender los intereses de los diferentes oficios? De otra manera sucedería si cada uno se ocupase de las cosas que sabe y de las necesidades que siente y ve.

Hecha la revolución, necesitamos principiar las cosas por abajo e ir subiendo gradualmente. El pueblo se encuentra dividido en agrupaciones y en cada una hay diversos oficios que en seguida, bajo el efecto del entusiasmo y el impulso de la propaganda, se constituirían en asociaciones. Ahora dime, los intereses de vuestra agrupación y de vuestro oficio, ¿quién mejor que vosotros los comprenderá?

Cuando se trate de poner de acuerdo muchas agrupaciones u oficios, los delegados respectivos llevarán a una asamblea a propósito los votos de los que los envíen y tenderán a armonizar las diversas necesidades y los varios deseos. Las deliberaciones estarán siempre sujetas a la comprobación y aprobación de los mandantes, de modo que no hay peligro de que los intereses del pueblo sean relegados al olvido.

Y de este modo se procederá, hasta poner de acuerdo a todo el género humano.

Pepe.— Pero si en un país o en una asociación hay quien lo comprende de una manera y quien de otra, ¿cómo se arreglará? Vencerán los que estén en mayoría, ¿verdad?

Jorge.— De derecho, no, porque ante la verdad y la justicia, el número no tiene valor y a veces uno solo puede tener razón contra cien. En la práctica Se arreglará como se pueda; se harán esfuerzos por conseguir la unanimidad cuando fuese posible, o se remitirá la decisión a una tercera persona árbitro, salvo siempre la, inviolabilidad de los principios de igualdad y de justicia, por los cuales se rige la sociedad.

Nota, sin embargo, que las cuestiones en que no podrá ponerse de acuerdo sin recurrir al voto o al arbitraje, serán muy pocas o de escasa importancia, porque no existirán ya las divisiones de intereses como existen hoy, porque cada uno podrá elegir el pueblo y la asociación, o sea los compañeros más afines y, sobre todo, porque se tratará siempre de decidir, sobre asuntos claros, que todos puedan comprender y que pertenecen más bien al campo positivo de la ciencia que al campo movible de la opinión. Y cuanto más se adelante, tanto más inútil será el voto, anticuado y hasta ridículo, porque cuando se haya encontrado, mediante la experiencia, en un problema dado, la solución que mejor satisfaga las necesidades de todos entonces habrá sólo necesidad de demostrar y persuadir, no de aplastar con una mayoría numéricas la opinión contraria. Por ejemplo, ¿no os haría reír el que se llamase hoy a los campesinos a votar sobre la época en que se debe sembrar el trigo, cuando ese es un asunto solucionado ya por la experiencia? Y si no fuese así, ¿recurriríais al voto o a la experiencia? Así pisará con todo lo que se refiere a la utilidad pública y privada.

Pepe.— Pero, ¿y si, a pesar de todo, hubiese quien por un capricho cualquiera quisiera oponerse a una deliberación acordada en interés de todos?

Jorge.— Entonces claro está que se necesitaría recurrir a la fuerza, porque, si no es justo que una mayoría oprima a una minoría tampoco lo es lo contrario, y como las minorías tienen el derecho de insurrección, las mayorías lo tienen de defensa, y, no ofenda la palabra, el de represión.

No olvides que siempre y en todas partes los hombres tienen el derecho imprescindible a las materias primas y a los útiles de trabajo, así es que pueden siempre separarse de los demás y quedar libres e independientes. Verdad que esta no es una solución satisfactoria, porque así los disidentes quedarían privados de muchas ventajas sociales que el individuo aislado o el grupo no pueden producir y que reclaman el concurso de toda una gran colectividad... ¿qué quieres? los mismos disidentes no podrían pretender que la voluntad de muchos fuese sacrificada a la de pocos.

Convéncete; fuera de la solidaridad, del amor, de la mutua asistencia y cuanto surge de la mutua tolerancia, no hay sino tiranía y guerra civil; pero ten la seguridad de que, como la tiranía y la guerra civil dañan a todos indistintamente, apenas los hombres sean árbitros de sus destinos, se inclinarán a la solidaridad, por la cual solamente pueden realizarse nuestros ideales, y por ello la paz, el bienestar y el progreso universal.




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