Eduardo de Guzmán |
Así trataron a los vencidos los ganadores de la Guerra Civil, de la manera más sádica e inhumana posible abusaron de personas desarmadas y desechas por ver como todo lo noble de este mundo era pisoteado por las botas de los enemigos de la inteligencia. Estos hechos quedarán en nuestro recuerdo para siempre gracias a la diestra pluma de Eduardo de Guzmán, en mi opinión uno de los mejores cronistas de nuestra guerra civil, uno de los más comprometidos con la libertad, la justicia y la verdad de entre todos ellos. Él mismo narra lo ocurrido desde la visión de quien lo sufre en primera persona, cuenta lo vivido, o mejor dicho, lo sufrido. Fue apresado en el puerto de Alicante, luego llevado al infamemente famoso "Campo de los Almendros", después al Campo de Albatera y finalmente pasó por varias cárceles madrileñas donde fue torturado a diario durante meses hasta serle impuesta su condena, pena de muerte por defender la libertad. Lo que aquí nos cuenta Guzmán fue vivido por él mismo en el centro de detención de la Calle Almagro (Madrid) durante el segundo semestre de 1939, donde recibió múltiples palizas, insultos y vejaciones varias a manos de orangutanes falangistas, hasta el punto de hacerle creer que nunca saldría de allí con vida, que moriría a palos y patadas o desangrado por las innumerables heridas ocasionadas; todo ello antes de ser condenado a muerte por los criminales, cosa que le pareció casi un alivio, al menos no sufriría más. Lean y nunca olviden, nos va la vida, la libertad y la dignidad en ello, puesto que la gentuza que aun dicta en nuestro país no tendría escrúpulos alguno en volver a las andadas si su orden se tuerce.
Texto íntegramente extraído del libro "Nosotros, los asesinos" de Eduardo de Guzmán.
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Una mañana, dos días después de haber ingresado Mulsa en el calabozo, cuando Navarro espera recibir un paquete con alguna comida, dos agentes vienen en su busca con aire amenazador.
—¡Te hemos descubierto, cabrón! —dicen a modo de saludo—. Ahora vas a contarnos todo eso del Socorro Rojo.
Se lo llevan con muy malos modales, y cuando lo devuelven hora y media después no está en condiciones de explicar nada de lo sucedido. Un rato más tarde recobra las fuerzas precisas para sentarse en el suelo y hablar; me cuenta en pocas palabras lo que le ocurre.
—Aseguran que soy el jefe del Socorro Rojo que está funcionando en la calle. El resto puedes figurártelo.
Me lo figuro sin el menor esfuerzo, especialmente advirtiendo las huellas dejadas en su físico. Por lo que puedo entender, los policías consideran demasiado abundantes los paquetes que recibe —pese a que hasta este momento no le ha llegado más que uno, tan parco y modesto como los de la mayoría— y creen que sólo pueden sufragarse con dinero suministrado por el Socorro Rojo.
—Vas a decirnos cómo y dónde funciona y quiénes son sus dirigentes, o te deslomamos.
Le desloman, en efecto, porque Navarro Ballesteros no puede decirles lo que ignora por completo; más aún, lo que tiene la seguridad de que no pasa de fruto de la calenturienta imaginación de cualquiera de los policías.
—Si lo supiera, me habría dejado matar antes de despegar los labios —afirma—, pero la pura verdad es que no lo sé.
Continúa sin saberlo por la noche, luego de sufrir por la tarde un nuevo y más prolongado interrogatorio. Le han tratado como de costumbre, pero no son los propios golpes lo que más le duele. Hay algo que le indigna cien veces más.
—La salvajada que han hecho con la pobre Conchita —dice apretando rabioso los puños— es digna de una partida de hienas o gorilas.
Sé quien es Conchita, porque en alguna ocasión la he visto con él. Se trata de una muchachita muy joven, agraciada, inteligente y simpática, por la que siente extraordinario afecto. Ignoro si son novios o simplemente amigos, pero me resisto a creer que por el simple hecho de serlo se hayan metido con ella.
—¿Qué le pasa a Conchita?
—La tienen detenida. ¿Y sabes por qué delito? Porque ayer fue su cumpleaños y alguien la regaló una cajita de bombones. ¡Ojalá no lo hubieran hecho!
Llevada por su afecto hacia Navarro, la chica tuvo la malhadada ocurrencia de mandarle los bombones dentro del paquete. Encontrar la cajita suscitó las mayores sospechas en quienes revisan los paquetes antes de entregárnoslos. Tras consultar con sus compañeros dieron por descontado que en el interior de los bombones venían instrucciones para un levantamiento de los detenidos; tal vez armas misteriosas para imponernos a nuestros guardianes. Cuidadosamente deshacen uno tras otro la docena de bombones con la desilusión de no hallar absolutamente nada.
—Entonces dieron por hecho que eran una indicación de que el partido comunista seguía funcionando en la calle; que se trataba de una señal convenida para que yo lo supiera y que habían sido comprados con dinero del Socorro Rojo.
La continuación podía considerarse en cierto modo lógica: detuvieron a la chica y la interrogaron detenidamente sin conseguir la confesión esperada. Conchita, pese a su amistad y afecto por Navarro, no pertenecía ni al partido ni al Socorro Rojo. Formaba parte de una familia de la clase media, y sus relaciones con el director de Mundo Obrero eran puramente personales. No quisieron creerla. Tampoco creyeron a Navarro cuando le preguntaron por el funcionamiento en la calle del Socorro Rojo y sus relaciones con él. Aun maltratándole por la mañana no le hablaron de los bombones —cuya existencia desconocía—, ni menos aún de que Conchita estuviera detenida allí mismo.
—Lo mejor que puedes hacer es cantar de corrido, porque esta tarde te carearemos con alguien que está al corriente de todo y no podrás seguir mintiendo.
El interrogatorio de la tarde es mucho más largo, desagradable y dramático que el de la mañana. Navarro vuelve a negar con la misma energía y entereza de la mañana. Ahora, en lugar de pegarle, sus interrogadores se limitan a reírse burlones.
—Bueno —dice el jefe del grupo al cabo de un rato—, traerla ya.
Dos individuos traen casi a rastras a Conchita. La pobre muchacha viene amedrentada, con los ojos enrojecidos por el llanto y sin atreverse a levantar la mirada del suelo.
—¿Qué, cerdo? ¿Te atreverás a negar todo lo que ella nos ha dicho?
Pálido, con la mirada fija en la muchacha, Navarro se da cuenta de su gesto desesperado, de los moretones que tiene en la cara. Antes de que pueda decir nada, Conchita se le adelanta:
—¡Te juro, Manolo, que no les he dicho nada…!
Vibra en las palabras de la muchacha un aire de rabiosa sinceridad. Navarro la cree; la hubiese creído de todas las maneras, porque ni ella ni él saben nada de lo que pretenden hacerles decir. El jefe del grupo se encoleriza con sus hombres.
—¡La pringasteis, idiotas! —chilla irritado—. ¿No os dije que no la dejaseis hablar? Ahora…
Uno de los «idiotas» procura reparar su torpeza descargando las culpas sobre la muchacha con una bofetada que le vuelve la cara. Navarro no puede contenerse, y desasiéndose de quienes le sujetan se lanza hacia adelante. Consigue asestar un puñetazo en el hombro al que ha pegado a la chica, pero lo paga caro. Mientras dos le cogen de los brazos, el individuo en cuestión le propina un patadón en el estómago. Luego, los palos llueven sobre el detenido, que acaba rodando por el suelo.
Cuando se incorpora empieza la parte más vergonzosa del espectáculo. Le pegan delante de la muchacha para incitarla a hablar y hacen luego lo mismo con Conchita, para que sea él quien abandone su mutismo. Al cabo de un rato, convencidos sin duda que por este procedimiento no conseguirán nada, cambian de métodos.
—¡Desnudarla ya! Quizá encontremos entre las ropas la prueba de lo que niega…
Horas, días, inclusos meses después, Navarro Ballesceros tiembla de rabia e impotencia al recordar lo sucedido entonces. Sus motivos son perfectamente comprensibles. Ver a una partida de salvajes rijosos y sádicos desnudar a viva fuerza a una muchacha, riéndose de sus pudores, arrancándole violentamente las prendas más íntimas mientras la prodigan los insultos más soeces de su amplio repertorio, hace perder en repetidas ocasiones la cabeza al hombre, sin conseguir otra cosa que se la rompan de nuevo por algún punto distinto.
—¡Maldita zorra! —gruñe uno, al tiempo que propina a la chica un puñetazo que la lanza sobre la mesa—. ¡El mordisco que me ha dado merecía…!
—¡Cuanto más puta, más vergonzosa! —comenta otro divertido—. Cualquiera diría que esta furcia se ruboriza cuando está deseando que…
El vergonzoso espectáculo se prolonga durante minutos interminables, convertido en juerga para sus innobles organizadores. La muchacha llora mientras trata de taparse con las manos el sexo y los senos. Los individuos acogen con grandes risotadas sus gestos y actitudes. La escena debe producir náuseas hasta a las personas de más encallecida sensibilidad, pero quienes la presencia la acogen con estentóreas carcajadas.
—¡Menos cuento, muñeca! ¡Al fin y al cabo eres roja como todos esos asesinos…!
La diversión termina cuando, al fin, alguien reacciona humanamente. Es uno de los jefes que, al enterarse de lo que ocurre, echa violentamente en cara a los culpables la tropelía cometida.
—Lo que estáis haciendo es mil veces peor que lo que ellos pudieron hacer. Si tuvieseis un ápice de vergüenza se os habría caído la cara.
Ordena que le sean devueltas sus ropas a la muchacha y que la dejen vestirse libre de las miradas de todos. Incluso hace que a Navarro le ayuden a volver en sí y le deja reponerse un rato sentado en un sillón. Luego, cuando le acompaña hasta la entrada del calabozo, condena en términos enérgicos lo sucedido.
—Prefiero cien veces que me fusilen —responde el interesado— a pasar de nuevo por esto.
—Lo comprendo y le aseguro que no volverá a repetirse. Nadie tocará a esa pobre muchacha, y los culpables serán castigados.
Navarro puede reponerse de los golpes sufridos porque en los días sucesivos le dejan tranquilo. Si le llaman una tarde es para que el mismo que terminó con el vergonzoso espectáculo de los bestias que ofendieron a Conchita, le diga que la chica, que ha sido trasladada a la cárcel de mujeres, será puesta pronto en libertad, porque no hay ningún cargo grave contra ella. Sin embargo…
—No creo que ni ella ni yo podamos olvidar lo sucedido mientras vivamos.
4 comentarios:
No, esas cosas no se olvidan.
¿No se olvidan? Mira al PP atentando 4 años y resulta que vuelve a ser el partido más votado, España es amante de sus cadenas.
Al afirmar que esas cosas no se olvidan me refería a quienes las han experimentado en carne propia.
En cuanto al PP (y al PSOE) y sus mayorías, pues sí, tienes razón, pero también es cierto que -como decía Agustín García Calvo- la mayoría no es todos/as. El sistema electoral está hábilmente diseñado para que "la mayoría" sea siempre afín al régimen, pero ¿y la ninguneada mayoría abstencionista? No digo que el abstencionismo provenga en su totalidad de una actitud consciente y militante, pero sí en gran parte. En este país, la izquierda, las bases, ha confiado demasiado en sus líderes que, desde la mal llamada transición, no han hecho más que conducirlas hacia el statu quo impuesto por la oligarquía franquista, cuyo aparato quedó esencialmente intacto tras la muerte del dictador.
La lista de traiciones y apaños diversos es vergonzosamente larga. El PSOE abandonó el marxismo y su supuesto republicanismo, el PC (sus dirigentes al menos) ensalzaba sin rubor el papel de la monarquía en la consecución de la paz, el progreso y el bienestar de España, mientras que la derecha se "acicalaba" para los "nuevos tiempos". Durante ese periodo aciago, los enemigos no estaban tanto en la derecha, cuanto en el pactista aparato dirigente de la izquierda, que desactivó la lucha y las legítimas reivindicaciones de la clase trabajadora. El miedo, el desencanto y el dinero que manaba a espuertas de Europa hizo el resto. De aquellos polvos, estos lodos.
Existe, es cierto, una España amante de sus cadenas, la que vota al PPSOE, pero, insisto, también una mayoría abstencionista que no puede ser menospreciada sin más.
Lo mismo de siempre, los sociatas se alían con burgueses y los comunistas siguen teniendo como único principio el alcanzar el poder. Estoy de acuerdo contigo en que la abstención es mucho más consciente y militante de lo que quieren hacernos creer aquellos que medran bajo el sistema capitalista, no en vano Iberia fue anarquista; sobre todo Andalucía, Aragón y Catalunya. La mayoría más absoluta conseguida por algún partido fue la del PP en las elecciones del 2011, no llegaron ni al 30% del total del censo, cosa que sí ocurrió con la abstención. Pero con ese ínfimo porcentaje que no alcanza ni a 1 de cada tres votantes han barrido todas las mejoras sociales conseguidas durante décadas. Estamos en manos de desalmados, ignorantes y siervos votantes que condenan a la mayoría real cuando depositan la papeleta en la urna. Y encima nos han metido con calzador a otro Borbón... Salud.
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