Nuestros reformistas hicieron de repente un gran descubrimiento: la trata de blancas. Los diarios se llenaron de exclamaciones y hablaron de cosas nunca vistas e increíbles, y los fabricantes de leyes se prepararon para proyectar un haz de leyes nuevas a fin de contrarrestar esos horrores. Es altamente significativo este hecho toda vez que a la pública opinión se le presenta, como si fuera una distracción más, unos de estos males sociales, enseguida se inaugura una cruzada contra la inmoralidad, contra el juego de azar, las salas de bailes, etc. ¿Y cuáles son los resultados de semejantes campañas aparentemente moralizadoras? El juego aumenta cada vez más, las salas funcionan clandestinamente a la luz del día, la prostitución se encuentra siempre al mismo nivel y el sistema de vida de los proxenetas y sus similares se vuelve un poco más precario.
¿Cómo puede ser que esta institución, conocida hasta por los niños de teta, haya sido descubierta recientemente? ¿Qué es, después de todo, este gran mal social, —reconocido por todos los sociólogos— para que dé lugar a tanto ruido y a tanta alharaca la publicación de todas esas informaciones? Resumiendo las recientes investigaciones sobre la trata de blancas —por lo pronto muy superficiales— nada de nuevo se descubrió. La prostitución ha sido y es una plaga sumamente extendida, y asimismo la humanidad continuó hasta ahora imbuida en sus asuntos, indiferente a los sufrimientos y a la desventura de las víctimas de ese tráfico infame; tan indiferente como lo fue ante nuestro sistema industrial, o ante la prostitución económica.
Solamente cuando el humano dolor se convierte en una diversión, en una especie de juguete de brillantes colores, el niño que es el pueblo se interesa por él, siquiera un tiempo determinado; el pueblo es un niño de carácter veleidoso; todos los días quiere un juguete nuevo. Y el desaforado grito contra la trata de blancas, es precisamente eso. Le servirá para divertirle durante un tiempo y también dará lugar a que se instituya una serie de puestos públicos, unos cuantos parásitos más, que se pasearán por ahí, como detectives, inspectores, miembros investigadores, etc.
¿Cuál es la verdadera causa que origina el tráfico de la mujer, no solamente de la blanca, sino de la negra y la amarilla? Naturalmente es la explotación, que engorda el fatídico Moloch del capitalismo con una labor pagada a un misérrimo precio, lo que empuja a miles de jóvenes mujeres, muchachasy niñas de poca edad hacia el pozo sin fondo del comercio del lenocinio. Es que todas ellas sienten y opinan como la Sra. Warren: ¿para qué agotar la existencia por la paga de algunos chelines semanales en un obrador de modista, etc., durante diez, once horas por día?
Es lógico esperar que nuestros reformistas no dirán nada acerca de esta causa fundamental. Comprenden demasiado que son verdades que rinden poco. Es más provechoso desempeñar el papel del fariseo, esgrimir el pretexto de la moral ultrajada, que descender al fondo de las cosas.
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