Entre los crímenes más desconocidos del nazismo figura el asesinato de unos 200.000 alemanes que entre 1939 y 1945 fueron víctimas de la eutanasia por ser enfermos incurables, débiles mentales, epilépticos o discapacitados, lo que los convertía en una carga innecesaria para el presente y en un riesgo para el mantenimiento de la pureza racial; convenía, además, liberar recursos médicos y camas de hospital para los soldados que podían resultar heridos en la campaña de Polonia, que iba a iniciarse dos semanas después de haberse dado la orden que inició legalmente esta campaña. La mayoría de quienes sufrieron alguna de estas pérdidas lo mantuvieron en secreto, o por vergüenza o para no cargar con el estigma de admitir una enfermedad hereditaria en la familia. Y lo siguieron callando después.
El propósito de Götz Aly no ha sido el de ofrecernos una denuncia más de los crímenes del nazismo, sino el de situar los acontecimientos en la responsabilidad colectiva de la sociedad alemana, desde la de los médicos que causaron las muertes a las familias que las aceptaron.
Los asesinatos por eutanasia cometidos en Alemania entre 1939 y 1945 acabaron con la vida de aproximadamente doscientas mil personas. Para referirse a sus crímenes, los muchos implicados utilizaron eufemismos como redención, interrupción de la vida, muerte de gracia, muerte asistida o, precisamente, eutanasia. Actuaron medio en secreto, pero en el seno de la sociedad. Sobre todo durante la segunda guerra mundial, muchos alemanes aprobaron la muerte forzada de «bocas inútiles». Unos pocos condenaron los asesinatos abiertamente, pero la mayoría guardó silencio porque tampoco quiso saber demasiados detalles. Esta actitud se prolongó más allá de 1945. Sólo en contadas excepciones, las familias se acordaron de sus tías, hijos, hermanas y abuelos asesinados. Hoy, siete décadas después, el hechizo por fin se ha roto y, lentamente, vuelven emerger aquellos olvidados que tuvieron que morir porque los tacharon de locos, molestos o fastidiosos; porque eran anormales, constituían un peligro público o no eran aptos para trabajar; porque requerían cuidados constantes y porque eran un lastre que deshonraba a sus familias.
Todavía hoy, en actos, libros o monumentos se omiten los nombres completos de los asesinados y se habla con tímida discreción de Henry K. o Louise S., o bien se les adjudican ridículos alias. ¿A qué se debe este anonimato si la Ley sobre Archivos Federales de Alemania permite publicar todos los nombres que figuran en los certificados de defunción de personas fallecidas por cualquier motivo antes del 8 de mayo de 1945, día de la rendición de las tropas nazis? El comisario federal para la Protección de Datos me confirmó que, efectivamente, a los muertos no se les aplica tal protección, pero señaló que había que ser respetuosos con los parientes actualmente vivos, ya que podrían sentirse heridos. Una respuesta similar recibí del presidente del Archivo Federal en 2012.
¿Quién no tiene en su círculo familiar más amplio algún pariente que se salga de la norma? ¿Acaso es ello un motivo de vergüenza? ¿No es más vergonzoso ocultar los nombres de las víctimas del poder? Pienso que son precisamente estos nombres lo que hoy debemos recordar. Los discapacitados, deficientes mentales y lisiados que fueron abandonados y obligados a morir no eran parias anónimos cuya identidad no debamos revelar hoy por pudor o secreto médico. Eran seres humanos que quizás no podían trabajar, pero sí reír, sufrir y llorar, cada uno con su personalidad única.
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