Impresiones de Elias Reclus durante un viaje por España en días de revolución. (Parte 2ª) Continuación de la carta fechada en 28 noviembre hasta 15 de diciembre de 1868. Madrid.


Fernando Garrido, Elias Reclus, José María Orense, Arístides Rey y Giuseppe Fanelli


Para poder organizar seriamente, es necesario un plan, un sistema, un concierto de voluntades. Cuando tal acuerdo es imposible debido al desconcierto y a la confusión que de él resulta, entonces, antes de que un criterio determinado prevalezca, es indispensable un choque entre las distintas opiniones, una batalla entre las ideas opuestas. Pero las Juntas deseaban que el conflicto estallara al margen de las deliberaciones municipales, temiendo graves derivaciones de que se produjera en su seno. Tuvieran o no razón las Juntas al disolverse, es lo cierto que las circunstancias ponían de relieve claramente un hecho: la República había sido subrepticiamente negada, y la revolución carecía de órganos que la defendieran. Estaba ya representada únicamente por unos cuantos monárquicos que no se proponían otra cosa que un simple pronunciamiento, y que estaban asombrados de la facilidad con que pudieron realizar sus propósitos. Deseaban tan sólo reconstruir el trono a su manera, reservándose unos cuantos puestos... Pero tan pronto el hacha y el martillo tocaron el podrido andamiaje, todo se vino abajo estrepitosamente. ¿Cómo poner de nuevo orden en aquel desbarajuste? ¿Cómo reconstruir aquello que tan fácilmente se había desmoronado?


Cada uno tenía un candidato predilecto y deseaba sentarlo en el trono restaurado. Cada uno de ellos era enemigo del otro, pero todos se entendían perfectamente en un punto esencial: impedir que la República fuera proclamada abiertamente. Y es en este momento crítico que Rivero, uno de los jefes del partido republicano, traiciona sus principios. Imaginad un Ledru-Rollin incorporándose, el 24 de febrero, a la proposición de la Regencia, y tendréis idea del estupor que produjo, del escándalo a que dio lugar el acto de Rivero entre sus correligionarios, entre aquellos que estaban acostumbrados a recibir y a ejecutar sus órdenes, que conocían desde largo tiempo la claridad de su inteligencia, la fineza de su táctica y que creían ciegamente en su probidad política. Después de este último desastre, adormecidos hasta entonces por el vino generoso de la confianza que no razona, se dieron cuenta de que era preciso moverse con energía y sin pérdida de tiempo si no querían desaparecer. Cada uno de ellos interrogó su corazón y su inteligencia. El despertar fue rápido y general. Cada uno de ellos procuraba ponerse de acuerdo con sus amigos. Y surgieron de ese modo nuevas organizaciones. Fue aquello una floración de clubs republicanos, extendiéndose por todas partes, como jamás se había visto. Quien creía tener una buena idea, la exponía inmediatamente en una hoja, que se daba o se vendía, pero que alcanzaba extraordinaria difusión. Se vieron nacer uno tras otro muchos periódicos republicanos. En estos momentos se publican un centenar. Y diariamente aparecen otros nuevos. Acaba de fundarse uno hasta en el antiguo reino de León, en las obscuras profundidades de Castilla. Los hombres de acción han comprado fusiles y organizan suscripciones para proveerse de armas. Se han entendido con las gentes de la montaña, a fin de que la República tenga, en caso de necesidad, un asilo en esos peñascos de que está erizada España, peñascos que algunos soldados dejarán muy pronto transformados en inexpugnables fortalezas.


Orense ha tomado a su cargo el mando que abandonaron manos indignas, teniendo a su lado a dos hombres jóvenes: Castelar y Garrido. Los tres han salido para propagar la idea republicana en campos y ciudades. Hoy mismo leemos que Alcoy en masa, con sus veinte mil hombres, mujeres y niños, ha ido a recibir a Castelar. Mi carta de hace ocho días fue escrita durante las serenatas con que eran obsequiados los oradores republicanos, mientras que de colina en colina repercutía el eco de veinte mil voces aclamando la Federación española, y que las músicas acompañaban a una manifestación de cuarenta mil hombres. Ese ejército se presentaba ante el Gobierno civil de la provincia para pedir que se comunicara a Madrid que el pueblo de Valencia se pronuncia contra la monarquía. El mismo día, y sin previo acuerdo entre las distintas poblaciones, veinte mil hombres hacían la misma declaración en Zaragoza, sesenta mil en Barcelona y otros veinte mil en Sevilla. En esta ciudad, según nos aseguran, un tabernero quiso obsequiar con un refresco a todos los manifestantes, saliéndoles al encuentro con unos barriles de licor. Pero nadie aceptó ni una gota de bebida. Todos los manifestantes estaban dispuestos a impedir que los enemigos tuvieran un pretexto cualquiera para deshonrar aquella manifestación. Hay que añadir a las que acabamos de citar, las innumerables masas que hemos visto nosotros mismos manifestarse contra la monarquía en Gerona. Figueras, San Feliu, Palamós, Palafrugell, Olot, Tarragona y otras poblaciones, como Martorell, Tortosa, Igualada, Sabadell, Tarrasa, Lérida, Huesca, Cádiz, Córdoba, Murcia. Ello permite darse cuenta de hasta qué punto ha cambiado la situación en el transcurso de seis semanas, o sea desde el día en que con su imprudencia habitual, o acaso por torpeza, decía Prim que no había republicanos en España.


Y como único contrapeso de todo esto, se celebró una manifestación en la que tomaron parte veinte mil personas, la mayoría de las cuales eran funcionarios cesantes, que en España como en todas partes son designados con el nombre genérico de presupuestívoros.


Se empujó para asistir a esa manifestación a cuantos podían dejarse empujar, a cuantos temen la cesantía si no complacen a quien manda... Son ellos los que han pagado el gasto de esa jornada, y el ministro de Hacienda y sus cobradores, empleados de oficina, consumeros suprimidos por la revolución, el cotarro de los republicanos monárquicos, Marios y Rivero, Becerra y Aguirre, y el glorioso triunvirato del inmortal Prim, del inmortal Serrano, del inmortal Topete. Queriendo contarse, han logrado reunir veinte mil individuos. Pues bien: mañana, 29 de noviembre, los republicanos de Madrid quieren contarse a su vez y saber cuántos ciudadanos estarán dispuestos a seguir su bandera. Para no hablar más de Málaga, de donde escribo estas líneas, los radicales de esta ciudad preparan, para el domingo 6 de diciembre, una asamblea a la que invitan a los cien mil campesinos que habitan a treinta leguas a la redonda.


Desde ahora los republicanos dominan la línea de la frontera, por una parte, desde Olot a Cádiz, pasando por Barcelona, Reus, Valencia, Cartagena y Málaga, y por la otra, desde Santander a Vigo, pasando por La Coruña y El Ferrol. Son los más poderosos en las mejores provincias. Las ciudades más ricas, más laboriosas y más inteligentes están a su lado. En el momento decisivo, cuando los votos al salir de las urnas se cuentan y no se pesan, ¿cuál será la proporción numérica entre los que den las poblaciones inteligentes del litoral y los que den las masas compactas del interior? Sea como fuere, la propaganda republicana gana terreno diariamente en el campo. En medio de las densas tinieblas que cubrían el antiguo reino de los Goths, la República hace brillar los dos grandes faros de Madrid y Zaragoza. Y a su alrededor surgen las luces centelleantes de Huesca, Teruel, Calatayud, Salamanca, Béjar, Palencia, Valladolid, Manzanares y Villa Robledo.




Frente a esos progresos de los republicanos, a quienes creían derrotados después de la traición de Rivero, los liberales monárquicos se muestran consternados. No comprenden que esos progresos son debidos precisamente a la defección de Rivero y a la hostilidad del Gobierno provisional, que han dado a los radicales un punto de resistencia, lo que equivale a decir un punto de apoyo. Sus periódicos se limitan a registrar las grandes manifestaciones populares, sin atreverse a hacer de ellas una crítica y ni siquiera a comentarlas. Las hacen el vacío cuando pueden. Y mientras el clamor de las simpatías a la República va siendo cada día más ruidoso, ellos tratan de organizar la conspiración del silencio. Y mientras ellos se hacen el sordo y el mudo, su partido se descompone poco a poco. Algunos de sus miembros hacen marcha atrás y se incorporan a los absolutistas. Otros siguen la marcha adelante y van hacia los republicanos.


Éstos, por consejo de Orense, Guisasola, Garrido y Castelar, han tenido el acierto de ahorrarles la violencia de la transición, hablándoles cariñosamente, como a gentes honradas, y ofreciéndose para tomar a uno de sus hombres, al viejísimo Espartero, a título de presidente de la futura República. Esa idea se abre paso rápidamente, y con este nombre popular son arrastradas las poblaciones del campo y las pequeñas ciudades. Al grito de: «¡Viva don Baldomero I, rey de España!», las gentes permanecen frías. Pero entran en calor tan pronto se oye un: «¡Viva Espartero, presidente de la República federal!». Ello no es obstáculo para que nosotros acojamos con reservas el valor de la institución casi imperial de la presidencia. Los diarios liberales callan obstinadamente. Asisten silenciosos a la... confiscación de sus hombres. Espartero tampoco dice nada. No ha llegado el momento todavía de hacerle una comunicación oficial y formalizar el contrato.


¿Qué hace Prim entre tanto? ¿Es que no estará preparando un golpe de Estado?, se preguntan los franceses. ¿No estará trabajando al Ejército? ¿Está preparando acaso una nueva Constitución? Son cuestiones que yo he planteado varias veces a los españoles. Ellos contestan invariablemente que el inmortal Prim pasa el tiempo disputando con el inmortal Serrano y con el inmortal Topete, que únicamente tendría probabilidades de ser nombrado dictador si tomara a su cargo la proclamación de la República, pero que no puede hacerlo por estar comprometido con la monarquía, como lo prueban sus confidencias a «Le Gaulois». Añaden que Prim es combatido sordamente por la mayoría de los progresistas, que no han de perdonarle jamás la guerra desleal que les hizo, y que repiten con frecuencia la frase de Espartero: «Prim es un forzado y habrá que reintegrarlo al presidio.» En cuanto al Ejército, es inútil que procure minarlo. Lo está minando un agente más poderoso que Prim: la descomposición general. Los oficiales pertenecen a todos los partidos, pero en particular al reaccionario, mientras que los soldados se hacen republicanos, tanto porque el descontento es general en los cuarteles, como porque no han dejado de pertenecer al pueblo.


Aquí, en Málaga, un batallón que dio vivas a la República fue trasladado precipitadamente a otra parte. Prim quería trasladar ese batallón a Sevilla, pero en aquellos momentos se enteró de que en la manifestación de los sevillanos figuraba una bandera en la que estaba escrito: ¡Abajo las quintas!


La mayor parte de los españoles afirman que ni Prim ni los carlistas representan un verdadero peligro, y añaden que el único peligro de que están amenazados es el de una seria coalición entre los progresistas y los republicanos. De todos modos, tal como están las cosas, el triunfo de la República ya no puede sufrir retraso...



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