La hipocresía. Leon Tolstoi




Un rico hacendado, sea ruso, francés, inglés, alemán o americano, existe por los derechos, por los diezmos que deduce de los hombres que viven en su tierra, en su mayor parte miserables y a los que toma todo lo que puede. Su derecho de propiedad reposa sobre la circunstancia de que a cada tentativa de los oprimidos para gozar sin su consentimiento de la tierra que él cree suya, llegan tropas que los someten a toda suerte de violencias. Parecería evidente que el hombre que vive así es un ser malo, egoísta y no puede en modo alguno considerarse como cristiano o liberal. Parecería evidente que la primera cosa que debe hacer, si quiere por, poco que sea conformarse al espíritu del cristianismo o del liberalismo, es cesar de despojar y de perder a los hombres con la ayuda de las violencias gubernamentales que le aseguran el derecho sobre la tierra. Eso sucedería en efecto si no existiera una metafísica hipócrita que afirma que desde el punto de vista de la religión la posesión o la no posesión de la tierra es indiferente para la salvación, y, desde el punto de vista científico, que el abandono de la tierra sería un sacrificio individual inútil, visto que la mejora del bienestar de los hombres se realiza no por este camino, sino por las modificaciones progresivas de las formas exteriores de la vida. Y, entonces, este hombre, sin la menor turbación ni la menor duda, organizando una exposición agrícola, fundando una sociedad de temperancia, o enviando por su mujer y sus hijos camisetas o caldo a tres viejas, predica descaradamente en la familia, en los salones, en los comités y en la prensa, el amor evangélico o humanitario de su prójimo en general, y, en particular, de los trabajadores agrícolas que no cesa de explotar y de oprimir. Y los hombres que ocupan la misma situación que él le creen, le alaban y examinan seriamente con él otros medios de mejorar la suerte de ese pueblo trabajador sobre la explotación en la cual su vida está basada, e inventan a este efecto toda suerte de procedimientos, salvo el único sin el cual toda mejora de la situación del pueblo es imposible, a saber: cesar de tomarle la tierra necesaria a su existencia.


Un negociante del que todo el comercio -como todo comerció, por lo demás- está basado en una serie de raterías, se aprovecha de la ignorancia o de la necesidad: compra las mercancías por menos de su valor y las vende muy por encima. Parecería evidente que el hombre del que toda la actividad está basada sobre lo que él mismo llama ratería, debería tener vergüenza de su situación y no podría jamás, continuando su comercio, llamarse cristiano o liberal. Pero la metafísica de la hipocresía le dice que puede pasar por un hombre virtuoso continuando su acción nociva: el hombre religioso no tiene más que creer, el liberal no tiene más que ayudar al cambio de las condiciones exteriores, al progreso de la industria. Y entonces ese negociante (que, además, vende mala mercancía, engaña en el peso, en la medida, o vende productos perjudiciales para la salud, como alcohol u opio) se considera por lo demás, si no engaña también a sus colegas, como un modelo de honradez y de probidad. Y si gasta solamente la milésima parte del dinero que ha robado para alguna institución pública -un hospital, un museo, una escuela- es considerado aún como el bienhechor del pueblo, sobre la explotación y la perdición del cual está fundada toda su fortuna; y, si ha dado una escasa parte de ese dinero robado a las iglesias y a los pobres, es además considerado un cristiano ejemplar.


Un fabricante es un hombre del que todas las rentas están compuestas del salario arrancado a los obreros, y del que toda la acción está basada sobre un trabajo forzado y anormal que consume generaciones enteras. Parecería evidente que, si profesa principios cristianos o liberales, debería ante todo cesar de arruinar en su provecho vidas humanas; pero, según la teoría existente, concurre al progreso de la industria y no debe, eso sería incluso perjudicial a la sociedad, cesar en su acción. Y, entonces, este hombre, este duro posesor de esclavos, después de haber construido, para los obreros estropeados en su fábrica, casitas con jardincillos de dos metros, y una caja de retiro, y un hospital, está absolutamente seguro de que ha pagado, y con creces, con sus sacrificios, las vidas humanas que ha arruinado física y moralmente, y continúa viviendo tranquilo, orgulloso de su obra.


Un funcionario, civil religioso o militar, que sirve al Estado para satisfacer su ambición, o, lo que sucede muy a menudo, por un sueldo deducido del producto del trabajo del pueblo, si, lo que es muy raro, no roba aún directamente el dinero del Tesoro, se considera y es considerado por sus iguales como el miembro más útil, más virtuoso de la sociedad.


Un juez, un procurador, que sabe que por su decisión o por su requerimiento, centenares, millares de desgraciados arrancados a su familia son encerrados, en prisión, en presidio, y se vuelven locos, o se matan con cascos de vidrio o dejándose morir de hambre; que sabe que esos hombres tienen también madres, esposas, hijos desesperados por la separación, deshonrados, que piden inútilmente el perdón o aun un alivio de la suerte de sus padres, hijos, maridos, hermanos; este juez, este procurador están de tal modo abrevados por la hipocresía que ellos mismos y sus semejantes, sus mujeres y sus familiares están absolutamente seguros de que pueden ser con eso hombres muy buenos y muy sensibles. Según la metafísica de la hipocresía desempeñan una misión social muy útil. Y esos hombres que son causa de la pérdida de millares de hombres, con la fe en el bien y la creencia en Dios, se dirigen a la iglesia con el semblante risueño, escuchan el evangelio, pronuncian discursos humanitarios, acarician a sus hijos, les predican la moralidad y se enternecen ante sufrimientos imaginarios.


Todos esos hombres y los que viven alrededor de ellos: sus mujeres, sus hijos, los preceptores, los cocineros, los actores, los joqueis, se alimentan de la sangre que por tal o cual medio, por tales o cuales sanguijuelas, se extrae de las venas del trabajador, y cada uno de sus días de placer cuesta millares de días de trabajo. Ven las privaciones y los sufrimientos de esos obreros, de sus hijos, de sus mujeres, de sus viejos, de sus enfermos; saben a qué castigos se exponen los que quieren resistir a su rapiña organizada, y no solamente no disminuyen su lujo, no solamente no lo disimulan, sino que lo ostentan desvergonzadamente ante esos obreros oprimidos de los cuales son odiados, como para provocarles adrede. Y, al mismo tiempo, continúan creyendo y haciendo creer a los demás que se preocupan grandemente del bienestar de ese pueblo que no cesan de pisotear, y el domingo, ataviados de ricos vestidos, se dirigen en coches lujosos a la casa de Cristo, elevada por la hipocresía, y allí escuchan a hombres, instruidos para esta mentira, predicar el amor que niegan todos por toda su existencia. Y estos hombres entran de tal modo en su papel que acaban por creer ellos mismos en la sinceridad de su actitud.


La hipocresía general ha de tal suerte penetrado cuerpo y alma de todas las clases de la sociedad actual que nada puede ya indignar a nadie. No en balde la hipocresía, en su sentido propio, quiere decir representar un papel; y representar un papel, cualquiera que sea, es siempre posible. Hechos tales como el de que los representantes de Cristo bendigan los homicidas puestos en orden, armados contra sus hermanos y teniendo el fusil para la oración; como el de que los sacerdotes de todas las confesiones cristianas participen tan necesariamente como el verdugo a las ejecuciones, reconociendo con su presencia el asesinato como conciliable con el cristianismo (un pastor ha asistido a la experiencia de la ejecución por la electricidad), son hechos que no asombran ya a nadie.



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