Confesemos categóricamente que los anarquistas no han estado a la altura del momento. Después de tanto clamar por la revolución, vino ésta y nos halló desorientados, quedando poco menos que entre tinieblas.
Es doloroso tener que constatarlo, pero callar sería una traición a la causa y perseverar en el error que nos condujo a la situación presente. La causa principal de nuestra decadencia es el aislamiento en que caímos casi por todas partes.
Por un conjunto de causas que exigirían ahora excesivo tiempo si tratáramos de someterlas a detenido análisis, los anarquistas perdieron el contacto con las masas una vez disuelta la Internacional, agrupándose en pequeños núcleos y dedicándose a reñir unos con otros; todo lo más a combatir a los socialistas políticos.
Contra semejante estado de cosas se trató de reaccionar. Muchas veces se hizo y con éxito variado en cada caso. Cuando había base de labor seria surgían algunos camaradas apoyados en una intransigencia mal comprendida y preconizaban el aislamiento como principio. Secundados por la indolencia y la timidez de quienes aceptaban aquella teoría tan cómoda, se servían de ella como fácil excusa para que nadie hiciera nada, guardándose todos de exponerse en lo más mínimo y conduciéndonos al estado presente de impotencia.
Por culpa de estos camaradas, muchos de los cuales estaban animados de las mejores intenciones, el trabajo de organización y propaganda resulta poco menos que imposible.
¿Quiere un camarada entrar en una organización obrera? ¡Maldición! Es un organismo con presidente y estatutos; además no se jura en ella por el verbo anarquista... Nada, nada. El buen anarquista ha de guardarse de ingresar en ella como se guarda de la peste.
¿Queréis fundar una asociación de trabajadores para que se acostumbren éstos a luchar contra los patronos? ¡Traición! Un buen anarquista no ha de asociarse nunca más que con anarquistas convencidos. Ello significa que ha de permanecer siempre con los mismos camaradas, y si quiere fundar asociaciones diversas, no puede hacer más que dar nombres diferentes a un grupo compuesto siempre de los mismos individuos.
¿Queréis organizar y sostener huelgas? ¡Bah! Todo eso son mixtificaciones y paliativos.
¿Queréis que haya manifestaciones populares, agitaciones? ¡Absurdo!
En suma, lo único que se permite por lo que afecta a la propaganda es recitar unas conferencias que interesarán poco al auditorio si el orador no es un conferenciante de relieve; redactar impresos leídos siempre en los mismos medios y hablar de hombre a hombre si halláis quien escuche... Todo, por supuesto, con apelaciones vibrantes a la revolución.
La revolución predicada así se convierte en una especie de paraíso remoto como el de los católicos, una promesa de llegar al más allá que os hace dormitar en feliz inercia mientras creéis y os convierte en escépticos y egoístas cuando dejáis de creer.
Se trata de una táctica criminal equivalente al suicidio. La revolución no pueden hacerla cuatro gatos. El individuo y el grupo aislado pueden entregarse a la propaganda, pueden consumar gestas audaces que con oportunidad — lo que por desgracia no se ve siempre — consiguen llamar la atención sobre lo que padecen los trabajadores y sobre nuestras ideas, consiguiendo la aureola de vengadores del pueblo y desembarazarnos de algún duro obstáculo.
Pero la revolución no se hace sino cuando el pueblo se echa a la calle. Sí tratamos de hacerla es necesario que la multitud venga a nosotros, que la atraigamos. La táctica de aislamiento es contraria a nuestros principios y a nuestro objetivo.
La revolución, tal como la queremos, ha de ser el principio de intervención activa directa y efectiva de las masas en la organización y gestión de la vida social. Si fuera posible que nosotros solos, los anarquistas, pudiéramos hacer la revolución, no sería una revolución anarquista, puesto que nos convertiríamos en dueños del pueblo desorganizado inconsciente e impotente que nos esperaría para que le diéramos órdenes. Y entonces la anarquía se reduciría a una vaga declaración de principios, mientras una fracción se serviría de fuerzas ciegas y sumisas para imponer su ley, esencia misma de la autoridad.
Imaginemos que mañana logramos mediante un golpe de mano apoderarnos de las posiciones gubernamentales sin ayuda de las masas, y somos dueños de la situación. Las masas conservarían su fuerza inédita, no la habrían puesto a prueba y aplaudirían a los vencedores, permaneciendo en completo estado de pereza esperando que les diéramos el bienestar prometido.
¿Qué haríamos entonces? Una de dos: asumir la dictadura de hecho, ya que no de derecho, o bien declararnos vencidos. Lo primero equivaldría a tener por irrealizables nuestras teorías contrarias a la autoridad y a declararnos vencidos como anarquistas; lo segundo equivaldría a negar nuestra derrota o a retiramos como justificación al horror sagrado por el mando, dejando éste en mano de nuestros enemigos.
Esto es lo que ocurrió, y por motivos poco diferentes de los expuestos, a los anarquistas españoles en el levantamiento de 1873. El concurso de las circunstancias les adueñó de ciudades, como Sanlúcar y Córdoba. El pueblo no hacía nada, esperando que le ordenasen lo que convenía hacer. Los anarquistas no quisieron mandar porque era contrario a sus principios. Y llegó la reacción republicana, como después la monárquica, restableciéndose el régimen viejo agravado con persecuciones y masacres en masa.
Vayamos al pueblo: es el único camino de emancipación. No vayamos con la pretensión de suficiencia orgullosa, ni miremos a nuestros semejantes desde arriba, con despreciativa insolencia.
Para pedir brío y espíritu de sacrificio necesarios en los días del choque en horas decisivas, es preciso que le hayamos dado pruebas de esas virtudes demostrando abnegación y valor en la lucha cotidiana.
Ingresemos en asociaciones proletarias; fundemos todas las que nos sea posible, o aspiremos a constituir federaciones cada día más extensas; sostengamos y organicemos las huelgas; propaguemos por todas partes y por todos los medios el espíritu de cooperación y solidaridad, el espíritu de resistencia en la lucha.
Guardémonos bien de sentir irritación. A veces los trabajadores no nos comprenden y por ello permanecen en actitud pasiva apegados a los viejos prejuicios.
No es que aspiremos a que las masas se conviertan íntegramente a las ideas socialistas o anarquistas para hacer la revolución. Sabemos que mientras impere el régimen político y social de hoy, la mayoría del pueblo permanece en plena ignorancia y embrutecimiento, no siendo capaz de sublevarse más que de manera ciega. Es posible destruir este régimen haciendo la revolución como se pueda con la fuerza que hallemos en la vida real.
Tampoco podemos esperar a que los trabajadores sean anarquistas para entrar en una organización. ¿Cómo podrían llegar a serlo en medio de la soledad y sintiendo la seguridad de su impotencia? Hemos de organizamos entre nosotros como individualidades convencidas, como anarquistas. Alrededor nuestro hemos de organizar a los trabajadores en asociaciones abiertas al mayor número posible, aceptándolos tal como son y esforzándonos en hacerles avanzar lo más que podamos.
Como trabajadores hemos de estar siempre y en todas partes con nuestros compañeros de explotación y de miseria.
Recordemos que el pueblo de París empezó por pedir pan al rey entre aplausos y sollozos. Dos años después, como recibió plomo en vez de pan, armó la guillotina.
El momento es grave. Hemos llegado a uno de los períodos históricos que deciden, al extinguirse, la vida del período nuevo. Estamos en horas decisivas. Nosotros escribimos en nuestra bandera las palabras libertadoras e inseparables de socialismo y anarquía, y de nosotros depende el triunfo y el ejemplo en la próxima revolución.
ERICCO MALATESTA (Publicado el 6-7-1934 en La Revista Blanca)
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