La relación entre ERC (Esquerra Republicana de Catalunya) y la C.N.T. tras ser proclamada la II República

 
Texto copiado íntegramente del libro "La lucha por Barcelona" de Chris Ealham. [Descargar]
 
 
Al dar prioridad al control presupuestario por encima de todo lo demás, las autoridades republicanas en Madrid y Barcelona no pudieron cumplir con sus promesas electorales de un «programa de reformas» de obras públicas y asistencia a los parados. Incluso cuando se pusieron en marcha nuevos organismos para lidiar con el desempleo, como la Caja Nacional para el Paro Forzoso creada por el gobierno central en 1931, éstos estaban plagados de restricciones y no eran mucho más que una muestra de buenas intenciones.

Mientras tanto, el instinto centralista de Prieto hizo que el gobierno de Madrid se negase a liberar recursos, ya de por sí escasos, para contrarrestar el desempleo y la exclusión social en Barcelona. Según un estudio de Albert Balcells sobre el desempleo en Cataluña, en febrero de 1933, casi dos años después de la proclamación de la República, tan sólo un 2,4 por ciento de los parados recibía algún tipo de subsidio estatal, y éste era de carácter meramente temporal. La principal iniciativa de ERC a favor de los parados fue la creación de la Comissió Pro-Obrers sense Treball (Comisión de los Trabajadores Desempleados). Pese a describir la falta de trabajo como «uno de los problemas más importantes que se le presentan a la República» antes de las primeras elecciones democráticas de 1931, lo que sin duda atrajo a muchos votantes en paro, Esquerra y sus partidarios cambiaron de postura una vez en el poder. Serra i Monet, director de la Comissió Pro-Obrers sense Treball de la USC, declaró ante los periodistas que «el paro forzoso no es tan grave», mientras que su aliado en la Generalitat, Esquerra, describió el problema como «poco alarmante».

ERC también negó su responsabilidad frente al desempleo, tachando el problema de herencia desafortunada de la monarquía. En términos prácticos, el partido catalán ofrecía poco más que comedores populares, bonos de comida y huertas, justificando el cambio súbito de su discurso democrático respecto al subsidio de desempleo con el argumento de que las ayudas estatales eran «inmorales» porque creaban una «casta nueva» entre los parados, y dentro de la clase obrera.

Existe una clara diferencia entre el discurso y la práctica del republicanismo en la oposición, fuerza política y social progresista y antimonárquica, incluso radical, que acentúa la importancia de la «libertad», y el republicanismo en el poder, que persigue el sueño de las clases medias de un mundo ordenado. Este énfasis en el orden fue evidente desde el nacimiento mismo de la democracia, cuando Macià declaró: «Todos aquellos, pues, que perturben el orden de la nueva República Catalana, serán considerados como agentes provocadores y traidores contra la patria». Aquella tarde, durante la primera sesión del «consistorio revolucionario republicano», el nuevo alcalde Aiguader definió la función del Ayuntamiento como la «defensa del orden en la calle». Más adelante, Companys, el primer gobernador civil de Barcelona, elaboraría estos temas al poner de relieve la necesidad de «disciplina» en la «república del orden», y prometer serias medidas contra aquellos que representaban «la negación de autoridad». En su opinión, sólo ampliando el cuerpo de policía podía garantizarse la «paz social» y evitar «el poder de las masas en la ciudad». Estos temores eran aún mayores entre los miembros del gobierno central, más conservadores que sus homólogos catalanes como, por ejemplo, Miguel Maura, un neófito republicano y, en su día, un monárquico fanático.

Según Manuel Azaña, presidente del Gobierno de 1931 a 1933, Maura estaba obsesionado con la «subversión» y «vomitaba decretos draconianos» en los consejos de ministros. Azaña, sin embargo, estaba de acuerdo con la percepción de éste sobre la necesidad de una política enérgica que hiciese de la República un Estado temible.
 
Azaña junto a Franco; la República del orden, burgués, por supuesto

La singularidad de ERC, sin embargo, era su retórica populista, reflejo de su deseo de integrar a la clase obrera en una democracia burguesa socialmente inclusiva, basada en la economía de mercado. En lo retórico, ERC combinaba el ansia de prosperidad de la clase media con el deseo de orden de la burguesía y los sentimientos de igualdad asociados a la clase obrera. De esta forma, Esquerra se veía a sí misma como la fuerza mediadora entre las dos clases principales de la sociedad catalana. En la práctica, sin embargo, pese a todas sus promesas de reforma, el principal interés de ERC, incluyendo a su ala izquierdista y a sus aliados socialistas de la USC, era la reintegración política en la sociedad catalana de sectores previamente desafectos y disidentes. Así, para ERC y la USC, «problemas» como el conflicto industrial y la violencia anarquista no hacían sino coartar la evolución de una cultura cívica rica y el «progreso» de Cataluña.
 
Igualmente, la intención de Esquerra de mejorar la vida cotidiana de los desposeídos mostraba en gran parte la pomposidad de los filántropos de la década de 1880: las clases medias podían atender a las necesidades de la clase obrera mejor que nadie, civilizando a los «desilustrados» con la reforma y la educación. Problemas sociales como la violencia, la pobreza, el alcoholismo y el libertinaje sexual, eran considerados esencialmente problemas obreros que podían resolverse a través de la integración de todos los ciudadanos en la nación republicana.

A diferencia de lo ocurrido bajo la monarquía y la dictadura, cuando la represión estatal estaba al servicio de los intereses de una reducida elite económica, la ideología republicana del orden era, según sus partidarios, democrática. En el proyecto republicano, el «orden» y la «libertad» eran conceptos inseparables: el principal axioma de la gobernanza consistía en que sin orden los políticos no lograrían consolidar la democracia ni llevar a cabo las reformas, por muy perspicaces que fuesen. Como dijo un destacado activista de la ERC, «si la monarquía era el desorden, la República tiene que ser el orden». De esta forma, los representantes elegidos por el pueblo podrían determinar el ritmo del cambio desde arriba, sin el obstáculo de una clase obrera movilizada que debía aguardar con paciencia y pasividad la llegada de las reformas promulgadas por los profesionales educados de clase media.
 
Sin embargo, la República corría el peligro de que una sección de las masas culturalmente retrasada no fuese capaz de distinguir lo que más le convenía. Por ello no podía permitirse ser «un régimen de debilidades» frente a una «minoría que intenta perturbar el orden»: el Estado democrático reprimiría cualquier muestra de resistencia de los sectores «primitivos» al liderazgo político y moral que ofrecían los republicanos, o cualquier intento de acelerar el ritmo del cambio desde abajo. De esta forma, la represión estatal republicana estaría al servicio de los intereses de toda la sociedad, protegiendo la democracia de masas («poder que está en las manos de todos» como explicaría un periódico republicano), y creando las condiciones óptimas para la reforma.
 
La nueva ideología del orden se expresaba más enérgicamente y con mayor frecuencia en relación con los parados. Tras haber sido movilizados durante la última fase de la monarquía y dictadura, gracias en parte a las promesas que habían hecho los políticos republicanos de asistir a los sectores más necesitados de la sociedad, este grupo esperaba la inmediata actuación de las nuevas autoridades para aliviar su situación. Dos meses después de la proclamación de la República, Macià renovó su compromiso con los parados, pero explicó que su éxito dependería de la «serenidad», «paciencia» y «disciplina» que éstos mostrasen hasta la consolidación pacífica de la República y la creación de los canales legales necesarios para lidiar con sus aspiraciones legales.

Las autoridades responderían a las consecuentes protestas callejeras de los parados con una estrategia que pretendía criminalizar cualquier nota disidente por su parte. Incluso Joan Ventalló, del ala izquierdista de Esquerra, asoció el paro al crimen, declarando que se trataba de un «problema del orden público, un asunto policial». A partir de entonces, fue cada vez más obvia la dimensión represiva de la política de desempleo de Esquerra. Desde sus orígenes, la Comissió Pro-Obrers sense Treball intentó controlar a los parados, repitiendo el mensaje republicano de que las autoridades sólo podrían resolver el problema del desempleo cuando se hubiese estabilizado el nuevo régimen. Hasta entonces, los parados debían mostrar «tranquilidad» y «comprensión» y evitar «excesos» y no «perturbar el orden, ni asaltar bancos o establecimientos de víveres».

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