Chernóbil, 25 años después. Santiago Camacho [epub]

 
 
Texto íntegramente copiado del libro "Chernóbil, 25 años después" de Santiago Camacho. [Descargar en formato epub]
 
El 26 de abril de 1986 tuvo lugar el accidente nuclear más grave de la historia, una explosión en la central de Chernóbil, Ucrania, liberó una cantidad de material radiactivo 500 veces mayor al liberado por la bomba atómica arrojada en Hiroshima, causó directamente la muerte de 31 personas, forzó al gobierno de la Unión Soviética a la evacuación de más de 100 000 personas y provocó la alarma internacional al detectarse radiactividad en diversos países de Europa septentrional y central.

La Unión Soviética, el sueño comunista volcado en la expansión industrial, en el alarde tecnológico. Obreros especializados trabajando sin descanso con sus herramientas y su maquinaria pesada para que el plan quinquenal se cumpla hasta el último detalle. En esta ocasión el plan quinquenal tiene un nombre y un objetivo: energía atómica. El átomo es la llave de un nuevo horizonte de bienestar y el escudo que, en forma de armamento nuclear, cada vez más poderoso, más numeroso y más sofisticado, mantiene a la Unión Soviética a salvo de las acechanzas de Occidente. Desde la década de 1960, la expansión y generalización de la energía nuclear a lo largo de toda la Unión Soviética había sido una de las prioridades del régimen comunista.
 
Recuerdos de un pasado que ojalá nunca vuelva

Así se construyó la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, en Chernóbil, la más potente del planeta, a tan sólo tres kilómetros de la ciudad de Prípiat, entre el brillo cegador de los soldadores y carteles con la efigie del fundador de la Unión Soviética que daba nombre a la instalación. Hombres y mujeres, con mono o con bata, unidos en una obra titánica, orgullosos de lo que estaban construyendo. Eran la flor y nata de la masa productiva soviética y lo sabían. Eso les permitía acceder a ciertos privilegios, pero para ellos no había privilegio mayor que el de formar parte de un futuro que afloraba brillante por el horizonte.
 
Nikolái Fomin
El cuarto reactor comenzó a funcionar a pleno rendimiento en 1983, y ya por aquel entonces, dentro de los límites impuestos por la consabida opacidad informativa que reinaba tras el Telón de Acero, hubo quien señaló que había deficiencias en su diseño y construcción. Se decía que el afán por ahorrar costes había llevado a prescindir de algunas medidas de seguridad. Nikolái Fomin, el ingeniero jefe, tuvo que salir al paso de los rumores para asegurar que la planta era absolutamente segura, y que una fusión del núcleo era improbable aunque la central funcionara durante los próximos 10 000 años.

Tan sólo veinticuatro horas antes de la catástrofe, en Prípiat la vida transcurría feliz y despreocupada para sus más de 43 000 habitantes. Era un hermoso día de primavera, viernes por añadidura, y la gente se disponía a afrontar los días festivos con la mejor de sus sonrisas. No tenían ni la menor idea de que, precisamente aquel fin de semana, quedaría para siempre grabado en sus memorias.
 
Pripyat antes y después del desastre

Prípiat no era la ciudad típica de la antigua Unión Soviética, sino una villa modélica en la que los trabajadores nucleares disfrutaban de toda una serie de privilegios impensables en cualquier otro lugar de la geografía soviética: tiendas bien surtidas, restaurantes, todo tipo de instalaciones de ocio. La pequeña comunidad andaba esos días muy excitada por la inminente apertura de un pequeño parque de atracciones cuya noria ya presidía orgullosa el skyline de la ciudad.
 

La población era muy joven, no podía ser de otra manera en una ciudad que apenas superaba la década de existencia. Las parejas de enamorados cogidos de la mano, besándose en los parques, y los niños correteando por todos sitios eran parte integrante del decorado. Y aquello sólo era el principio: se preveía que en los años siguientes la ciudad duplicaría o incluso triplicaría su población con la puesta en funcionamiento de los nuevos reactores.

El papel estelar aquella noche lo tenía el reactor número 4, la joya de la corona de la industria nuclear soviética. Ni más ni menos que un RBMK-1000. La historia de los reactores del tipo RBMK en la Unión Soviética había sido, hasta el año 1986, un gran éxito. Su núcleo es un cilindro acorazado de catorce metros de diámetro y siete de altura. En su interior alberga múltiples barras de grafito que a su vez contienen el combustible radiactivo, dióxido de uranio. Esa noche había en el interior del reactor más de doscientas toneladas de este material, con un enorme poder energético, sólo comparable con su intensa toxicidad.
 

El primer RBMK-1000 se puso en servicio en Leningrado en 1974. Leningrado, Kursk y Chernóbil contaban cada uno con cuatro unidades. Dos estaban operando en Smolensk y dos más se estaban construyendo en Chernóbil en aquel momento.

La inconsciencia que llevó al desastre, era una prueba de seguridad del reactor que simulaba un corte del suministro eléctrico. Al principio todo fue según lo esperado, el indicador de potencia marcaba una caída hasta 530 megavatios. El técnico procedió, como estaba previsto, a la desconexión de todos los reguladores automáticos, una práctica que se salía de los protocolos de seguridad, ya que, sobre el papel, no se debería haber caído por debajo de los 700.

Sin embargo, la potencia siguió cayendo. Al llegar a 512 comenzó a surgir una indisimulada inquietud entre los ingenieros. Todos creían que por debajo de 500 la situación podía volverse sumamente volátil. No obstante, Diatlov hizo valer su autoridad y ordenó que se continuase pese a las quejas de sus subordinados. Uno de ellos incluso tuvo el valor de enfrentarse con el temido ingeniero:

—Camarada, el protocolo de seguridad dice…

—Sé muy bien lo que dice el protocolo de seguridad. Aquí mando yo y ustedes harán lo que se les diga.

Los técnicos callaron prudentemente. Parecía como si su jefe estuviera dispuesto a doblegar el poder de la central mediante su simple voluntad. Es posible que la seguridad de Diatlov estuviera justificada por su experiencia y conocimiento de la central. Pero había cosas que ni siquiera él sabía.La principal era un defecto en el diseño del reactor, desconocido por todos, que lo hacía particularmente inestable cuando trabajaba a potencias muy bajas, justo como aquella noche.
 

Para Diatlov el objetivo principal era ser los mejores, ganar a los estadounidenses en la batalla del átomo. Demostrar que el sistema comunista era capaz de logros técnicos asombrosos. Eso es lo que le habían enseñado y eso era lo que predicaba. Sabía que aquella noche había muchas miradas pendientes del resultado de la prueba y que buena parte del prestigio tecnológico de la Unión Soviética se encontraba en sus manos. No pensaba defraudar la confianza que habían depositado en él. Pero, además, existían razones ocultas para el comportamiento de Diatlov que sólo conoce él. La prueba tenía que ser coronada por el éxito porque su carrera estaba en un momento delicado. Sus relaciones con el partido, a pesar de su más que reconocida lealtad, se estaban volviendo cada vez más tensas a causa del trato despótico que dispensaba a los trabajadores de la planta atómica. Su jefe, Fomin, estaba a punto de ascender y Diatlov quería su puesto en la central y en el sindicato de ingenieros. A pesar de que esa idea no hacía feliz a todo el mundo, sus méritos eran incontestables. Sus enemigos necesitarían un fracaso, algo que pudiera ser presentado como una muestra de incompetencia para terminar con sus esperanzas y su candidatura.

Apenas dos minutos después, a las 00.38, el reactor se detuvo por completo. Diatlov estaba fuera de sí, el experimento estaba a punto de irse al garete por la incompetencia de sus subordinados, o al menos él lo veía así. Ordenó que el reactor fuera puesto en marcha de nuevo de forma inmediata. Su orden era clara y fatídica: levantar por completo todas las barras de control del reactor para aumentar la potencia. A partir de ese instante, el número cuatro se había convertido en un arma amartillada a la espera de que alguien apretase el gatillo.
 
 
Las barras de control son el freno y el acelerador de un reactor nuclear. En la cubierta del de Chernóbil, un área circular de quince metros de diámetro, se encontraban 1661 barras de uranio que descendían hacia el núcleo del reactor. La división de los átomos de uranio produce un enorme calor que sube a través de las barras de combustible, lo que convierte en vapor el agua que hay en el fondo del reactor. El vapor a presión movía la gigantesca turbina que había en la parte superior del complejo. Para controlar la reacción, en el núcleo del reactor había repartidas 211 barras de boro. Las barras actúan como neutralizante. Si se elevan, aumenta la temperatura; si descienden, mitigan la fuerza de la reacción y la temperatura disminuye. Si se retiran por completo, los técnicos pierden toda capacidad de controlar la reacción y el núcleo se convierte en un caballo desbocado. Y eso era exactamente lo que Diatlov les estaban ordenando a gritos a sus hombres, que vacilaban conscientes del peligro.

—Con el debido respeto… Llegados a esta situación, según los manuales y las simulaciones, no queda sino apagar el reactor. Si retiramos las barras, no tendremos el menor control y el reactor está ya bastante inestable.

—¡No quiero más excusas! La prueba tendrá lugar exactamente como estaba previsto. ¡Toptunov! Quedas relevado del control de las barras y mañana hablaremos de tu futuro en esta central…
 
Monumento a los "liquidadores" y primer sarcófago
 
Ser despedido de la central significaba el pasaporte seguro para cualquier destino horrible en Siberia, donde las condiciones de vida eran tan terroríficas que la gente seguía perdiendo los dientes a causa del escorbuto. Nadie quería algo así, y Diatlov tenía en sus manos la llave a la deportación. Así que, a pesar de que el técnico tenía fundadas reservas sobre lo que estaba llevando a cabo su jefe, prefirió callar.

El mundo no sospechaba que se encontraba a las puertas de lo que sería el peor accidente nuclear de la historia. Un temblor, como un terremoto, sacudió las instalaciones de la central nuclear. La confusión era total.

Se dio la orden de pulsar AZ-5, el botón de parada de emergencia, para reducir la potencia. Rápidamente, Toptunov (reintegrado otra vez en su puesto cuando Diatlov se calmó un poco) retiró la tapa protectora del mando y giró la llave rotulada en cirílico como AZ-5 (siglas que corresponderían en ruso a «Emergencia Rápida 5»), lo que accionó un sistema automático que insertó de lleno en el reactor todas las barras de boro disponibles, tanto las que se habían retirado antes como otras adicionales. El problema fue que esas barras de boro tenían una cubierta de grafito que provocó una reacción inesperada, ya que, al entrar en el núcleo, el grafito hizo que la potencia se incrementara en lugar de reducirse. De hecho, en apenas unos segundos la potencia del reactor se incrementó cientos de veces. Los técnicos estaban intentando averiguar qué sucedía cuando se abrió de golpe la puerta de la sala y alguien entró gritando algo que les heló la sangre a todos los presentes: «¡Las cubiertas del reactor se están levantando! ¡Hay que salir de aquí, hay que evacuar la central!».
 

Era un buen consejo. La presión dentro de la cavidad del reactor era tan intensa que ya no se podía hacer nada para controlarla. Las inmensas fuerzas que se desarrollaban en el interior estaban rompiendo en pedazos las barras de control y de combustible. El reactor estaba prácticamente fuera de control.

Se pudieron escuchar varias detonaciones sordas que levantaron a más de uno de la cama. Otros pensaron que se trataba tan sólo de una tormenta. Entonces tuvo lugar la gran explosión. El horizonte de Prípiat quedó iluminado por un resplandor cegador. El suelo tembló como si se hubiera producido un terremoto. La tapa del reactor, con sus 1200 toneladas de peso, salió proyectada hacia el cielo rota en mil pedazos. Una oleada de radiación, millones de veces superior a la que puede soportar cualquier organismo vivo, se extendió por la zona, libre de la prisión que la mantenía encerrada.
 
Nuevo sarcófago en construcción
 

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