Jesús Hernández Tomás. Yo Fui ministro de Stalin (1953) epub

 
JESÚS HERNÁNDEZ TOMÁS (Murcia, 1907 – Ciudad de México, 11 de enero de 1971) fue un político comunista español que llegó a ser Ministro de Educación y Ministro de Sanidad durante la Guerra Civil Española.

En las páginas de este libro, Jesús Hernández nos relata con estilo vigoroso de escritor los episodios de intenso dramatismo del frente interno de la República española en el período de la guerra civil de 1936-1939. Es una aportación a la historia de España contemporánea en que la avidez de conocimientos queda saciada y las deducciones aleccionadoras para el futuro pueden fácilmente espigarse.

<<A mi madre y a mi hermana, rehenes de Stalin en cualquier lugar —hace ocho años que no sé de ellas— del inmenso campo de concentración que es la Unión Soviética.>>
 

EL campo literario se ha llenado en los últimos años de autobiografías, novelas y reportajes antisoviéticos. La menos profusa es la novela, que requiere dotes creadoras que no todos cuantos escriben poseen. Abundan más, mucho más, el reportaje y las memorias; en éstas, el autor deplora por lo general el no haberse producido de esta o de la otra manera, o bien estampa en las cuartillas la amarga decepción ante una realidad embustera que atenta contra su ideal; y todavía hay algunos —¡no podían faltar!— que escriben sin otro propósito que el de anunciar su «barata» ideología como las verduleras los rábanos en el mercado: son los mercaderes de la fe.

Cuanto yo he escrito en estas cuartillas no pretende ser, no es ni novela, ni autobiografía, ni reportaje, géneros literarios que rebasan mis conocimientos en la materia. Es este, lisa y llanamente, un relato episódico en el que debo protagonizarme, porque me ha tocado actuar en función de agente activo, tanto en la génesis como en el desarrollo de los más dramáticos acontecimientos de la historia de España de nuestros días. A través de ellos pretendo evidenciar los móviles secretos de la política del Kremlin en la guerra civil de España. No es empresa fácil la de desentrañar, descubrir y demostrar la ingente mentira que encerraba la tan aireada solidaridad soviética al pueblo español durante la guerra de 1936-1939. No puede ser esta la empresa de un solo hombre. Y diré por qué:

Los agentes de Moscú son funcionarios perfectamente instruidos en la práctica de la conspiración más estricta. Aun en el caso de que no tengan necesidad de ocultar su función, jamás dejan tras sí la huella de una prueba escrita o de un indicio tangible que la revele. Quien incurriera en el más leve desliz sobre la regla no podría esperar suerte mejor que la del pistoletazo en la nuca o la del confinamiento perpetuo en las gélidas estepas de Siberia. Es por tanto prácticamente imposible, cuando de ellos se trata, el intento de ilustrar gráficamente una prueba. Hay que seguirles el rastro hurgando en el frágil archivo de la memoria y escarbando en la barabúnda de recuerdos personales, casi siempre diluidos o desdibujados por la lejanía. Es obvio, pues, que la obra no puede ser coronada plenamente por la contribución de un solo hombre, sino que se precisa la de cuantos han tenido relación directa o indirecta con Moscú y sus agentes en el exterior para poder restablecer una verdad que yace sepultada bajo epitafio de amistad y de solidaridad y cubierta por la losa impresionante de la ayuda en armas a nuestra República… Por ello mi trabajo no puede ser otra cosa que una contribución más que provea de elementos de juicio al historiador de mañana.
 
Hernández interrogando a prisioneros italianos capturados en el frente de Guadalajara

Incurriría en error quien dedujera de la actuación del Kremlin y de sus agentes en España el deliberado propósito de empujar hacia la derrota a nuestra República. Semejante deducción conduciría de lleno a eregir una mentira para combatir otra mentira. No. En la guerra de España, Moscú jugó a que ganara Moscú. Nada más y nada menos. La causa de nuestro pueblo era para ellos como un simple peón en el tablero de sus cálculos. Si hubiera podido ganar la partida haciéndonos triunfar a nosotros a la vez, no hubiera titubeado en darnos el triunfo. Mas como viera que los tahúres rivales amenazaban con hacer saltar la banca, decidió utilizarnos como moneda de cambio en su partida internacional, a fin de poner a salvo su propia bolsa en peligro. Ni odio ni cariño hacia el pueblo español, ni sentimentalismo, ni principios, ni escrúpulos. Para Stalin todo eso no son más que palabras sin significado ni contenido de ninguna clase. En nuestra guerra juegan sólo las apetencias expansionistas, la conveniencia nacional, chauvinista, de quienes ya en aquella época comenzaban a desempolvar las apolilladas casacas de Iván el Terrible y de Pedro el Grande. Eso fue todo. La tragedia fue para cuantos cegados por la fe, o corroídos por las dudas, pero siempre disciplinados y obedientes, fuimos instrumentos dóciles de la política de Moscú, a la que en nuestra ceguera llegamos a sacrificar sagrados deberes que como españoles nos incumbían.

¿Se hubiera podido ganar nuestra guerra de haber sido distinta la conducta de los comunistas españoles? Más de una vez se nos ha formulado la pregunta. El planteamiento de la cuestión está un poco fuera de lugar. Los comunistas en aquella época, para ser tales, no podíamos ser de otra manera que como éramos, y nos condujimos como lógicamente teníamos que conducirnos: como un regimiento prusianizado a las órdenes de Moscú, sin más jefe ni más dios que Stalin. Asentado este hecho, es obligado afirmar de inmediato que los factores de nuestra derrota están inexorablemente determinados por las condiciones nacionales e internacionales en que tuvo lugar nuestra contienda. Bloqueada la República por la «No intervención», cerrados para ella los mercados mundiales de armas, y perdidas por tal causa las ventajas iniciales que nos proporcionaran los primeros éxitos sobre los sublevados, sólo un milagro podía haber determinado que media población de España hubiera podido vencer a la otra mitad. La republicana, con escasísimo armamento, la franquista, con superabundancia de toda clase de buen material y con la cooperación activa y decidida de Alemania, Italia y Portugal, amén de la ayuda que le deparaba la indiferencia o la defección de las potencias democráticas frente a la causa republicana.

Culpar, pues, a los comunistas de la pérdida de la guerra sería, además de injusto, insigne torpeza política. A los comunistas españoles hay que juzgarlos en su actuación dramáticamente contradictoria. Los comunistas se batieron en las primeras líneas de todos los frentes con tesonera voluntad y abnegado sacrificio; hicieron prodigios de organización y contribuyeron con entusiasmo insuperable a desarrollar el sentimiento heroico de las multitudes españolas. Pero, a la vez que luchaban y morían por la vida y la libertad de su pueblo, se daba el contrasentido de que todo el contenido de su política estaba inspirado desde el extranjero y tenía por base las ajenas conveniencias que a la larga resultaron trágicamente contradictorias con los auténticos intereses de España.

Como ahora los inconformistas de todos los países, los comunistas españoles no constituíamos entonces una fuerza nacional, sino una organización de fuerzas indígenas dependientes y al servicio del Comisariado de Negocios Extranjeros de la Unión Soviética. ¿Por qué no hemos sido capaces de comprender antes una multitud de cosas? ¿Por qué no hemos podido ver tantas otras de un modo tan simple? ¿Por qué hemos tardado tanto tiempo en reconocerlas y proclamarlas? Tiene ello una explicación. Durante muchos años hemos formado parte de una organización de masas forjadas en la disciplina ciega, en la obediencia sumisa, en la intransigencia apasionada, en la intolerancia fanática que, impermeables a todo otro razonamiento, tienen como único norte el de la defensa de la URSS.
 
Romper con lo que se ha amado entrañablemente, hacer añicos con nuestras propias manos los ídolos por ella creados, ídolos que llenaban por completo nuestra alma, no es un proceso fácil; es, por el contrario, un proceso lento, penoso, cruel. Dejar de creer en lo que se ha creído presupone un periodo de crisis donde las mentiras aceptadas como verdades luchan contra verdades que se nos figuraban mentiras. Es un forcejeo entre el ideal que se desploma y la conciencia que se resiste a la catástrofe espiritual. El hombre necesita creer por ese horror instintivo a la nada espiritual que le deshumaniza. Por temor a ese vacío opta por seguir aferrado a la ilusión muerta. O prefiere una fe endeble a no tener ninguna. Quien de la noche a la mañana se declara ateo es que nunca ha creído en Dios.

Aquellos de nuestros lectores que dedujeran de esta implacable crítica a la actuación de los comunistas un intento de exculpación de nuestros propios pecados, o la justificación de los errores de los demás actores en el curso de la contienda española, comprenderían mal nuestras miras. La unilateralidad de este estudio puede prestarse a ese equívoco. Pero me apresuro a declarar que no ha sido ese mi propósito.

Y comienzo por mí mismo. Al restablecer la verdad histórica sobre algunos acontecimientos no lo hago buscando dispensa o personal justificación. En política, los hombres se definen no por sus intenciones subjetivas, sino por sus actos concretos. Y la vileza de la política del Kremlin en España nos salpicó a todos sus servidores.

EL AUTOR
 

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