Evgenia Ginzburg, con treinta y dos años, miembro del Partido Comunista y profesora de Historia y Literatura en la Universidad de Kazán, se negaba a creer, en febrero de 1937, lo que ya era evidente. Dos años antes, el asesinato de Kírov había marcado el inicio de las sospechas y los interrogantes acerca de las grandes purgas en el seno del partido bolchevique. El 7 de febrero de 1937, cuando Evgenia recibió el primer golpe al ser expulsada del partido, Stalin ya había puesto en marcha la siniestra maquinaria de represalias brutales bajo las acusaciones más alucinantes. Lo más peligroso, sin embargo, fue el modo en que millones de rusos contribuyeron, en mayor o menor grado, a alimentar un sistema del que también acabarían siendo pasto.
Evgenia necesitó un tiempo para entender hasta dónde estaban dispuestos a llevar esa locura los dirigentes del aparato ideológico. Pero la realidad se impuso: en agosto de ese mismo año, tras varios meses de encarcelamiento e interrogatorios extenuantes y crueles, le fue comunicada su condena: diez años de trabajos forzados. Su primer destino fue una diminuta celda donde pasaría dos años. A partir de entonces, y hasta el cumplimiento total de su condena, Evgenia relata una odisea de hambre, frío, enfermedad y terror. Sumergida en un universo concebido para atormentar a miles de seres humanos, Evgenia se lamenta por no haber sabido prever a qué contribuía con su fe en el partido. En el abismo todos son víctimas y culpables, pero cuando uno es víctima, al menos conserva el respeto por sí mismo. Tras su liberación, Evgenia Ginzburg permanecerá en Siberia, el infierno helado donde cumplió la mayor parte de su condena, para esperar a Anton Walter, médico alemán del que se había enamorado. No pudo regresar a Moscú hasta 1955, y murió en 1977 sin llegar a ver publicadas sus memorias en Rusia, donde siempre circularon de forma clandestina.
Kazán |
LA EXPULSIÓN DEL PARTIDO
En los primeros días de febrero volvimos a Kazán y de pronto me informaron de que debía presentarme en el Comité de Zona del partido. No sé por qué motivos Jaroslavskij había decidido despachar de nuevo a Kazán mi caso para examen. Es probable que ya no deseara volver a encontrarse conmigo después de mis insolencias. Pero con toda posibilidad, ya había sido tomada la decisión de confiar todas las diligencias de expulsión a las organizaciones básicas. En efecto, el número de tales diligencias aumentaba cada día y la Comisión de Control del partido no lograba estar al corriente con aquel enorme trabajo.
Llegó el 7 de febrero: Biktasev, secretario del Comité de Zona, fue discípulo mío en la universidad comunista de Tartaria. Había que ver la mueca de dolor que surcaba su rostro cuando leyeron mi expediente. Recuerdo muy vagamente las acusaciones que se me hicieron en aquella ocasión y las nuevas formulaciones que habían sustituido la última redacción moscovita. Casi no escuché. Yo y todos los miembros de la Secretaría del Comité de Zona sabíamos que la expulsión había sido ya decidida. Y queríamos acelerar el penoso procedimiento en lo posible.
—¿Tiene algo que alegar?
—¿Quiere hacer uso de la palabra?
—Acaso Evgenia Semiónovna quiera decir algo —dijo con voz ronca Biktasev, sin apartar los ojos del expediente que tenía ante sí.
Era evidente que temía que yo comenzara a hablar. ¿Acaso no estaba claro que también él sufría pero que no podía hacer nada?
Comprendí todo esto y decidí callar. Me dirigí lentamente hacia la puerta y susurré tan sólo:
—Decidís sin mi…
Todos sabíamos que era una violación del estatuto, que no se pueden tomar disposiciones con respecto a un miembro del partido, como no sea en su presencia. Pero ¿qué importaba ahora el estatuto? Biktasev se limitó a decir:
—El carnet… ¿Lo lleva usted?
Y, como sofocado por un acceso de tos, añadió:
—Déjelo ahí.
Pausa. Ahora Biktasev y yo estábamos frente a frente. Nos miramos a los ojos y tuvimos en común las mismas imágenes del pasado. Diez años antes, yo, joven profesora en los comienzos, daba clases a aquel muchacho tártaro venido semianalfabeto del campo. Había llegado a secretario del Comité de Zona, y a mí me correspondía no poco mérito. ¡Cuántas dificultades, cuánta alegría al superarlas, cuántos cuadernos abarrotados de correcciones! ¡Qué alegres y deseosos de saber eran aquellos ojos mogoles, ahora tan empañados y enrojecidos!
Todo esto surgió ante mí y, estoy segura, ante él también. Su voz temblaba perceptiblemente cuando repitió:
—Deje ahí el carnet… por ahora.
En este breve «por ahora» se expresó la tenue intención de consolar, de sugerir esperanza. Como si dijera: «Déjalo por ahora, luego se te devolverá, porque estas historias no pueden durar eternamente». Me invadió un sentimiento de compasión por mi ex alumno Biktasev, un excelente muchacho deseoso de aprender. Él estaba ahora peor que yo. En este teatro del horror a unos actores se les confiaba el papel de víctimas y a otros el de verdugos. Para los últimos era más difícil. Las víctimas al menos tenían la conciencia tranquila.
—Sí, llevo el carnet.
El carnet estaba todavía nuevo porque en 1936 todos habían sido canjeados. ¡Con cuánto cuidado lo había conservado, cuánto temor de perderlo! Lo dejé sobre la mesa.
En la calle me esperaba mi marido. Nos fuimos a pie; no habríamos podido tomar un tranvía con aquellas caras. Caminábamos en silencio. Al cabo, Pavel me preguntó:
—¿Qué?
—Dejé allí el carnet…
Ahogó un gemido: ahora comprendía qué cerca estábamos del abismo.
Evgenia y Pavel |
AQUEL DÍA
Entre la expulsión del partido y la detención transcurrieron ocho días; días que pasé en mi casa, encerrada en mi habitación, sin acudir jamás al teléfono. Esperaba… Y todos los míos esperaban. ¿Qué? Nos decíamos unos a otros que estábamos esperando las vacaciones de Pavel, que le habían sido prometidas para aquel período insólito. Las habríamos aprovechado para volver a Moscú y aclarar la situación. Nos dirigiríamos a Razumov, miembro del Comité Central. En nuestro ánimo sabíamos perfectamente que no era así, que esperábamos otra cosa muy distinta. Mi suegra y mi marido, por turno, no me dejaban un momento. Ella freía patatas.
—Come, hija. ¿Recuerdas cuánto te gustaban cuando eras pequeña?
Mi marido, cuando regresaba a casa, tocaba el timbre del modo convenido y, además, gritaba: «Soy yo, yo. Abrid». Y por el tono de su voz nos parecía oír: «Todavía soy yo, no ellos».
Expurgamos nuestra biblioteca. La sirvienta sacaba la ceniza a cubos. Quemamos Retratos y polémicas, de Radek; Historia de Europa Occidental, de Friedland y Slutzkij; Política económica, de Bujarin. Mi suegra me pedía con lágrimas en los ojos que no quemara la Historia del socialismo moderno, de Kautsky. Los libros en el índice aumentaban cada día. El auto de fe adquiría dimensiones gigantescas. Nos vimos obligados a destruir incluso En la oposición, de Stalin. Dada la nueva situación, había entrado también en la categoría de las obras ilegales.
Algunos días antes de mi detención se llevaron a Biktagirov, segundo secretario del Comité Ciudadano del partido. Se lo llevaron durante una reunión que estaba presidiendo. Había entrado su secretaria:
—Camarada Biktagirov, te llaman fuera.
—¿Durante una reunión? Bueno… estoy ocupado, díselo.
Pero la secretaria volvió.
—Insisten.
Salió. Lo invitaron a ponerse el abrigo y a que los siguiera.
Aquella detención preocupó e impresionó a mi marido mucho más que mi expulsión del partido. ¡Un secretario del Comité Ciudadano! Y también él «culpable».
—No, nuestros chequistas comienzan a exagerar. A muchos tendrán que soltarlos.
Quería convencerse a sí mismo de que se trataba de un control, de un equívoco de breve duración y que probablemente volveríamos a ver a Biktagirov, al domingo siguiente, en la Livadija, sentado a la mesa y contando divertido que había faltado muy poco para que lo confundieran con un enemigo del partido.
Pero por la noche, la tensión llegaba a extremos de desesperación. ¡Cuántos coches pasaban bajo las ventanas de nuestro dormitorio! Y todos nos parecía que moderaban la marcha en las cercanías de nuestra casa. Por la noche también en mi marido el optimismo cedía su lugar al miedo, ese inmenso miedo que había oprimido la garganta de todo el país.
—¡Pavel! ¡Un coche!
—¿Y qué, Zenia? La ciudad es grande y hay muchos coches.
—Se ha parado. De veras, se ha parado…
Mi marido, descalzo, corría a la ventana. Estaba pálido. Con voz excesivamente tranquila decía:
—¿Ves? Era un camión.
—Ellos vienen siempre en coche, ¿verdad?
No podíamos dormirnos hasta las seis de la mañana. Y, al despertar, nos llegaba la noticia de que habían sido identificados nuevos «culpables».
—¿Sabes? También Petrov es un enemigo del pueblo. ¡Con qué habilidad había ocultado su juego!
Esto significaba que por la noche habían detenido a Petrov.
Después nos traían los periódicos. No conseguíamos distinguir cuál era la Gaceta literaria ni cuál, digamos, El arte soviético: todos estaban igualmente llenos de denuncias de enemigos y de conjuras, de noticias sobre fusilamientos. Las noches eran terribles. Pero «aquello» sucedió precisamente en pleno día.
Pavel, Aliocha y yo estábamos en la cocina. Mi hijastra Maika había ido a patinar. Vasia estaba en su habitación. Yo, planchando. Ahora me atraía cualquier clase de trabajo manual: conseguía distraerme. Aliocha estaba comiendo. Mi marido leía en alta voz un libro de cuentos de Valeria Gerasimova. Sonó el teléfono: un ruido penetrante como el de diciembre de 1934.
Estuvimos a punto de no contestar: no nos gustaban las llamadas telefónicas. Pero Pavel, con ese tono falsamente tranquilo que con tanta frecuencia usaba en aquellos últimos tiempos, dijo: —Debe de ser Lukovnikov. Le rogué que me telefoneara.Tomó el auricular, escuchó, palideció, y con tono todavía más tranquilo, dijo:
—Es para ti, Zenia. Vevers… del Comisariado del Pueblo para asuntos internos.
Vevers, jefe del servicio político del Comisariado, era muy amable y cortés. Su voz susurraba como un arroyo en primavera.
—Salud, camarada. Dígame, por favor, ¿está muy ocupada hoy?
—Estoy siempre libre. ¿Por qué?
—¡Oh, siempre libre! Ya está desmoralizada. Son cosas que pasan… De modo que, si no he comprendido mal, podría verse hoy conmigo. Verá, necesitamos algunas informaciones sobre Yelvov. Informaciones suplementarias. La ha metido en un buen lío ése. Pero no se preocupe, ahora lo aclararemos todo.
—¿Cuándo debo ir?
—Cuando prefiera. Ahora o por la tarde.
—¿Me entretendrán mucho?
—Unos cuarenta minutos, tal vez una hora…
Mi marido, que estaba a mi lado y seguía toda la conversación, me sugirió con ademanes y palabras a media voz que fuera enseguida, para que no creyeran que tenía miedo. «No tienes nada que temer».
Le dije a Vevers que iba inmediatamente.
—¿Voy en una escapada a ver a mamá?
—No es necesario. Ve allí enseguida. Cuanto antes se aclare toda esta historia, será mejor.
Me vestí rápidamente. Pavel me ayudó. Envió a Aliocha a patinar. Se fue sin despedirse… No volvería a verlo más.
Por una extraña coincidencia, el pequeño Vasia, habituado a mis continuas salidas y ausencias, a las cuales reaccionaba ya con la máxima tranquilidad, esta vez corrió a la puerta y comenzó a preguntar con insistencia:
—¿Dónde vas, mamaíta? ¡Dime dónde vas! No quiero que salgas.
Pero entonces no podía mirar a mis hijos, besarlos; de otro modo me habría muerto en aquel momento. Me aparté de Vasia y llamé a la sirvienta.
—Tome al niño. Ahora no puedo estar con él…
Sí, acaso fue mejor no ver tampoco a mamá. Lo que sucede es inevitable y no admite demora. La puerta se cerró a mis espaldas. Todavía hoy recuerdo aquel ruido. Se acabó. Nunca más volvería a abrir aquella puerta tras la cual había vivido con mis queridos hijos.
En la escalera encontré a Maika que volvía de la pista de patinaje. Ella siempre lo intuía todo. No preguntó nada, ni se interesó por saber adónde íbamos a aquella hora insólita. Se acercó a la pared y abrió mucho los ojos. Eran grandes, azules. Luego, durante muchos años, continuaría pensando en aquella cara de doce años, en la cual había visto tan madura comprensión del sufrimiento y el terror.
Abajo, a la entrada, me alcanzó Fima, nuestra vieja doméstica. Había bajado para decirme algo. Me miró a los ojos y no dijo nada; luego, a mis espaldas, se santiguó.
—¿Vamos a pie?
—Sí, paseemos por última vez.
—¡No digas tonterías! Así no detienen a la gente. Sencillamente, necesitan informaciones.
Caminamos largo rato en silencio. El tiempo era magnífico. Un hermoso día de febrero. La nieve, que había caído ininterrumpidamente hasta el alba, estaba límpida todavía.
—Caminamos juntos por última vez, Pavel. Yo soy ya una criminal de Estado.
—No digas tonterías, Zenia. Ya te he dicho que si tienen que detener a la gente como tú, han de meter en la cárcel a todo el partido.
—A veces se me ocurre una idea insensata: ¿no tendrán precisamente la intención de detener a todo el partido?
Esperaba la acostumbrada reacción de mi marido: una escandalera por estas palabras sacrílegas. En cambio…, en cambio prorrumpió en un discurso «herético»; dijo estar seguro de la honestidad de muchos «enemigos del pueblo» detenidos, se expresó con durísimas palabras con respecto a gente muy importante. Me sentí contenta de que hubiésemos recuperado nuestra identidad de opiniones. En aquellos días creía ya haberlo comprendido más o menos todo, pero cuántos tristes descubrimientos me esperaban todavía.
Y, por fin, llegamos al famoso edificio: el Lago Negro.
—Te esperamos a comer, Zenia…
¡Qué rostro patético, cómo le temblablan los labios! ¿Adónde había ido a parar su seguridad de viejo dirigente del partido?
—Adiós, Pavel. Hemos vivido muy bien juntos.
Ni siquiera le dije: «Cuida de los niños», porque sabía que no le darían la posibilidad. Trató todavía de tranquilizarme con lugares comunes que no conseguí ya distinguir. Me dirigí hacia la oficina donde expedían los salvoconductos, pero de pronto oí la voz rota de Pavel —¡Zenia!
Me volví.
—Hasta la vista, Zenia querida.
Y una mirada… La mirada penetrante de una fiera acorralada, de un hombre extenuado. La mirada que tantas veces vería «allí».
EL CAPITÁN VEVERS
Abrí la puerta con resolución: el coraje de los desesperados. Si hay que lanzarse por un precipicio es mejor hacerlo tomando carrerilla, sin detenerse en el borde y sin pararse a mirar el mundo maravilloso que se deja para siempre. Pero la habitual lentitud burocrática con que se recogen los salvoconductos, con la indicación de la hora de entrada y dejando un espacio en blanco para la hora de salida, me infundió, por un instante, una esperanza fugaz. Acaso Vevers quería hacerme realmente unas preguntas sobre Yelvov.
Subí al segundo piso, luego al tercero. Por los pasillos me crucé con gente que parecía muy atareada; tras una puerta de cristales se oía el tecleo de una máquina de escribir. Un joven a quien yo había visto ya en alguna parte me hizo incluso un ademán de saludo. Todo sucedía como en la más vulgar de las oficinas. Estaba ya perfectamente tranquila cuando llegué al cuarto piso y por un instante me detuve ante la puerta del despacho 47. Llamé y, sin esperar la respuesta, crucé el umbral. Me encontré frente a la cara de Vevers, sus ojos fijos en los míos.
El cine debería mostrar ojos como éstos, en primer plano; tan desnudos, resplandecientes de cinismo, de maldad; de lascivo saboreo anticipado de las torturas a que será sometida la víctima. ¡No sería necesario ningún diálogo!
Traté de resistir, de continuar demostrando que me consideraba todavía un ser humano, una mujer, una comunista. Lo saludé cortésmente y, sin esperar a que me lo propusiera, le pregunté:
—¿Puedo sentarme?
—Si está cansada, siéntese —refunfuñó despreciativo.
En su rostro una mueca —una mezcla de odio, desprecio y burla— que luego vería centenares de veces en las caras de otros funcionarios de la policía y directores de cárceles y de los campos de trabajo. Supe luego que aquella mueca formaba parte de su preparación profesional y la ensayaban ante el espejo. Pero entonces, al verla por primera vez, pensé que expresaba hacia mí una hostilidad personal de Vevers.
Transcurrieron unos minutos en el más absoluto silencio. Luego Vevers tomó una cuartilla y comenzó a escribir lentamente con gruesas letras para que yo pudiera verlo: «Acta del interrogatorio de…». Luego añadió mi apellido de casada. Lo corregí pronunciando mi apellido de soltera.
—Trata de mantener al margen a su marido, ¿verdad? No le servirá de nada…
Me miró de nuevo. Ahora sus ojos eran grises y estaban llenos de fastidio…
—¿Qué tal le va con el partido?
—Ya lo sabe usted. Me han expulsado.
—¡Pues no faltaría más! ¿Acaso el partido es el lugar de los traidores?
—¿Por qué me insulta?
—¿Insulto? ¡Matarla sería poco! ¡Renegada! ¡Agente del imperialismo internacional!
¿Estaba bromeando? ¿Era posible que hablase en serio? No, no bromeaba. Exaltándose cada vez más, gritaba cubriéndome de insolencias. Bien es verdad que se limitaba a ofensas de carácter político: estábamos tan sólo en febrero de 1937. En junio se dirigiría a los detenidos con las más vulgares palabrotas del arroyo.
Concluyó la larga retahíla dando un puñetazo sobre la mesa. Resonó el cristal y Vevers dijo:
—Espero que habrá comprendido que está detenida.
Los círculos verdes ribeteados de oro de la tapicería de la oficina de Vevers comenzaron a danzar ante mis ojos. Me pareció que todo el despacho se tambaleaba.
—¡Es ilegal! No he cometido ningún delito —exclamé, moviendo fatigosamente la lengua seca.
—¿Que es ilegal? ¿Qué es eso? La orden de detención dictada por el procurador. Está fechada el cinco de febrero y hoy es quince. Pero no tenemos tiempo. Hoy mismo me han telefoneado de cierto sitio. ¿Cómo, me han preguntado, tiene usted a los enemigos del pueblo paseando libremente por la ciudad?
Me levanté y di un paso hacia el teléfono.
—Permítame comunicarlo a mi casa.
Vevers rió divertido.
—No me haga usted morir de risa. ¿Desde cuándo a los detenidos se les permite hablar por teléfono?
—¡Entonces telefonee usted!
—Todo se andará. Por lo demás, esto no le interesa tanto a su marido. Él ya la ha repudiado. Ni que decir tiene que es una sabrosa historia: ¡un miembro del Gobierno y de la Secretaría del Comité Regional con una mujer semejante! Pero ahora es otro asunto el que importa. Hay que redactar el acta. ¡Responda a mis preguntas!
Escribió algo, y luego me lo leyó:
—El juez instructor sabe que usted formaba parte de la organización terrorista clandestina constituida en el seno de la redacción de Tartaria roja. ¿Lo confirma?
—¡Usted delira! No existía ninguna organización, y yo no pertenecía a nada.
—¡Silencio!
Un nuevo puñetazo sobre la mesa, seguido de una quejumbrosa vibración del cristal.
—¡Deje ese tono de señora! Ya ha hecho bastante de señora, ahora irá a la cárcel.
—¿Quién le da derecho a dar puñetazos y hablarme de esta forma? Exijo ver al camarada Rud, jefe de la Dirección Regional.
—¿Conque usted exige? Ya le demostraremos lo que valen sus exigencias.
Pulsó el botón de un timbre y compareció una mujer vestida con el uniforme de prisiones.
—Regístrela inmediatamente.
Como detenida, carecía aún de experiencia. Todas mis nociones sobre el régimen carcelario se limitaban a las memorias de los viejos bolcheviques y de los libros sobre el movimiento «Libertad del pueblo». Soporté con disgusto y estupor los movimientos de aquellas desvergonzadas manos que hurgaron en mis bolsillos y recorrieron, viscosas, todo mi cuerpo. Terminó el cacheo. Todas las armas que me encontraron encima fueron las tijeras para las uñas que hallaron en mi bolso.
El capitán Vevers pulsó otro timbre y compareció un soldado. Luego me miró de nuevo con sus ojos plomizos, llenos de odio y menosprecio.
—¡Y ahora, a la cárcel! ¡Al sótano! Se quedará ahí hasta que lo haya confesado y suscrito todo.
Evgenia Ginzburg |
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