Aquí vivían los niños [El vértigo. Evgenia Ginzburg] Memorias de una comunista en el Gulag




También la casa de la infancia es una «zona» del campo. Con centinelas, puertas, barracones y alambradas. Sólo que, encima de las puertas de los habituales barracones, aparecen unos letreros insólitos: «Grupo Lactante», «Destetados», «Mayores»…

Los primeros días entro en la sección de los mayores. Y de pronto recobro la capacidad de llorar, perdida hace tanto tiempo. Desde hace más de tres años, una seca desesperación me ha enjugado los ojos. Y he aquí que ahora, un día de julio de 1940, sentada en un banquillo en un rincón de este extraño lugar, lloro. Lloro sin descanso, suspirando, como nuestra nodriza Fima, sollozando y sonándome la nariz como las campesinas. Es el brusco cambio lo que me saca del entumecimiento de los últimos meses.

Estoy, no hay duda, en un barracón del campo, en la prisión. Pero este barracón huele a papilla de sémola y a braguitas mojadas. Alguna alocada fantasía ha combinado todos los atributos del mundo carcelario con todo lo sencillo, lo humano, lo enternecedor y lo cotidiano que ya parecía fuera de nuestra realidad, como si fuese un sueño.

Por el barracón corren, saltan, chillan, ríen a carcajadas o se deshacen en lágrimas una treintena de chiquillos de la misma edad que tenía mi pequeño Vasia cuando nos separaron. Cada uno de ellos defiende su lugar bajo el sol de Kolymá en una continua lucha contra los demás. Son implacables: se golpean la cabeza unos a otros, se arrancan los cabellos, se muerden…

Despertaban en mí unos instintos atávicos. Sentía ganas de reunirlos a todos a mi alrededor, de abrazarlos con fuerza para protegerlos de los golpes del destino. Y sentía ganas de compadecerme de ellos, también como una vieja campesina: «¡Oh, pobres niñitos míos! ¡Oh, mis pobres cabecitas locas!».

Me despertó de aquel trance Ania Cholokova, mi nueva compañera de trabajo. Ania era la encarnación del sentido común y de la laboriosidad. Cholokov era el apellido de su marido; porque ella, en realidad, era alemana, hecha de una sola pieza, habituada desde niña a la puntualidad. Las personas como ella eran llamadas las «formales» en los campos de trabajo.

—Escúchame, Zenia —me dijo, dejando sobre la mesa una olla de donde se desprendía un milagroso aroma de carne—, si alguno de los jefes te ve en ese estado, te volverán a mandar mañana a la tala de árboles. Dirán que estás nerviosa… y aquí los nervios tienen que ser como cables de acero. Trata de recobrarte. Es la hora de dar de comer a los niños. Y yo sola no puedo hacerlo.

No, sería una mentira decir que les hacían morirse de hambre. La comida era abundante, toda la que querían; y, según mi opinión de entonces, también era sabrosa. Pero el caso era que todos comían como pequeños presos: con gran concentración, con apresuramiento, tratando de rebañar toda su escudilla de hojalata con un pedazo de pan o, si venía al caso, con la lengua. Saltaba a la vista que sus gestos eran gestos de adultos, no de niños. Cuando se lo dije a Ania, agitó una mano con amargura.

—¡No, nada de eso! Es porque se trata de la comida. La lucha por la supervivencia. Sin embargo, son pocos los que piden el orinal cuando lo necesitan. No los han acostumbrado. En cuanto a su nivel de desarrollo… Bueno, ya lo verás tú misma…

Lo comprendí al día siguiente. Era cierto que, exteriormente, todos me recordaban dolorosamente a Vasia. Pero sólo exteriormente. Cuando Vasia tenía cuatro años ya sabía de memoria largos fragmentos de Zukovski y de Marsak, distinguía los diferentes tipos de automóviles, dibujaba estupendamente un acorazado y la torre del Kremlin con su estrella. En cambio éstos…

—Pero ¿cómo es posible, Ania? ¿No hablan todavía?

Solamente algunos de aquellos niños de cuatro años pronunciaban unas palabras sueltas e inconexas. Prevalecían los gritos inarticulados, la gesticulación, las peleas.

—¿Cómo van a hablar? ¿Quién se lo ha enseñado? ¿A quién han oído hablar? —me explicó Ania con tono desalentado—. 

En el grupo de lactantes se les obliga a estar todo el tiempo acostados en sus cunas. Nadie los coge en brazos, aunque griten hasta desgañitarse. Está prohibido cogerlos. Sólo está permitido cambiarles los pañales mojados… cuando hay suficientes, naturalmente. En el grupo de los destetados los amontonan en unos parques, donde se arrastran a cuatro patas, y hay que estar atentos para evitar que se maten entre sí o que se saquen los ojos. Y en este grupo, ya lo ves tú. Y ahora vamos a ver si conseguimos darles de comer a todos y ponerlos luego en sus orinales.

—Tenemos que ocuparnos de ellos… Enseñarles canciones, poesías. Contarles fábulas.

—¡Inténtalo tú! A mí, cuando termina la jornada, sólo me quedan fuerzas para arrastrarme hasta el catre. Contarles fábulas…

Efectivamente. Teníamos trabajo para hartarnos. Ir a buscar agua cuatro veces al día a la cocina, que estaba al otro extremo de la zona, y de la cual había que traer también las pesadas marmitas de la comida. Luego, naturalmente, dar de comer a los niños, ponerles en los orinales, cambiarles de bragas, defenderles de los enormes mosquitos de Kolymá… Y sobre todo, los suelos. La limpieza de los suelos constituía, en todos los campos, una especie de fijación maníaca de los jefes. El llamado «estado sanitario» sólo era definido por la pulcritud de los suelos. Ni el sofocante y fétido hedor de los barracones, ni los harapos rígidos de porquería conseguían atraer la atención de los vigilantes de la limpieza y la higiene. ¡Pero cuidado cuando los suelos no resplandecían lo suficiente! Con la misma meticulosidad se vigilaba la «cuestión suelos» en el departamento infantil. Y los suelos no estaban pintados ni encerados: teníamos que rasparlos con un cuchillo hasta conseguir el brillo exigido.

Un día, sin embargo, traté de llevar a cabo mi proyecto de dar unas lecciones para mejorar el lenguaje de los niños. Me procuré un trozo de lápiz y una hoja de papel de cartas y dibujé la clásica casita, con sus dos ventanitas y su chimenea humeante. Los primeros en reaccionar ante mi intento fueron Stasik y Verochka, dos gemelos de cuatro años que se parecían más que los otros a los niños del continente. Ania me había dicho que Sonia, su madre, era una presa común, pero no una delincuente habitual; una sencilla empleada administrativa, de mediana edad, que ahora trabajaba en la lavandería de nuestro campo; es decir, en uno de los lugares privilegiados. Un par de veces al mes, gracias a su amistad con los guardianes, lograba entrar en el departamento de los niños. Aquí, llorando suavemente, peinaba a Stasik y a Verochka con un trozo de peine y, sacándose del bolsillo unos caramelos de color rosa, se los deslizaba en la boca. Cuando era libre, Sonia no había tenido hijos; y he aquí que una relación ocasional le había dado dos de un golpe.

—Adora a sus hijos. Pero justamente antes de llegar tú, tuvo un fallo. Un lío con uno de fuera. Y la han mandado a cortar hierba al punto más lejano. La han separado de sus hijos —contaba Ania, con su voz monótona.

Y de pronto recordé que Stasik y Verochka eran los únicos de todo el grupo que conocían la misteriosa palabra «mamá». Ahora que su madre estaba lejos, repetían a veces aquella palabra con una entonación triste e interrogativa, mirando con asombro a su alrededor.

—Mira —le dije a Stasik, enseñándole la casita que había dibujado—, ¿qué es esto?

—Barracón —respondió claramente el niño.

Con unos cuantos trazos de lápiz, dibujé un gato al lado de la casa. Nadie lo reconoció, ni siquiera Stasik. Nunca habían visto aquel rarísimo animal. Entonces rodeé la casa con la idílica y tradicional cerca.

—Y esto, ¿qué es?

—¡Zona, zona! —gritó alegremente Verochka batiendo palmas.

Un día noté que el centinela del departamento de los niños jugaba en el puesto de guardia con dos perritos. Éstos se revolcaban sobre una especie de yacija colocada sobre la mesa, junto al teléfono. Nuestro guardián les rascaba detrás de las orejas, bajo el cuello, y su cara de campesino estaba tan llena de ternura y de buen humor, que me decidí:

—¡Camarada guardia! ¡Démelos! Para los niños. Nunca han visto ninguno, absolutamente ninguno. Les daremos de comer nosotros, a veces nos quedan sobras…

Sorprendido por aquella inesperada petición, el centinela apenas tuvo tiempo de borrar la humanidad de su rostro y de endosarse la habitual máscara de la vigilancia. Le había cogido desprevenido. Entreabrió la puerta del puesto de guardia y me tendió los cachorros con su cama de paja.

—Bueno, sólo un par de semanas. Hasta que se hagan grandes… Después me los devuelve. ¡Estos perros servirán para el trabajo!

En el ándito del barracón del grupo de «mayores» creamos un «rincón viviente». Los niños temblaban de entusiasmo. A partir de aquel momento la peor amenaza para ellos era decirles: «¡No irás a ver a los perritos!»; y el mayor incentivo: «¡Vendrás conmigo a dar de comer a los perritos!». Los niños más agresivos y glotones renunciaban a algún bocado de su ración de pan blanco para dárselo a Escudilla y Cucharón, que así bautizamos a los cachorros, con palabras que los niños conocían muy bien, que les resultaban familiares. Y los niños comprendían el carácter burlón de aquellos nombrecitos y se reían gozosamente. 

A los quince días todo concluyó. Y de una manera muy desagradable. La médico jefe del departamento infantil, la doctora «libre» Yevdokia Ivanovna, descubrió nuestro «rincón viviente» y se lo tomó muy en serio. ¡Un foco de infección! ¡Qué razón tenían cuando la previnieron que aquella «cincuenta y ocho» era capaz de todo!

Ordenó que los cachorros fuesen devueltos inmediatamente al soldado, y nosotros pasamos unos días más muertas que vivas en espera del castigo: seguro que se nos acabaría aquel trabajo leve y que nos enviarían a la tala o a la siega. Pero precisamente en aquellos días se declaró una epidemia de diarrea en el grupo de lactantes y al parecer la doctora, demasiado atareada, se olvidó de nosotras.

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