Emma Goldman. Las minorías frente a las mayorías (1911)


Si fuera a realizar un resumen de las tendencias de nuestro tiempo, diría simplemente: cantidad. La multitud, el espíritu de masa, domina por doquier, destruyendo la calidad. Toda nuestra vida –producción, política y educación– descansa en la cantidad, en los números. El obrero, que en un tiempo se enorgullecía de la minuciosidad y calidad de su trabajo, ha sido reemplazado por estúpidos y torpes autómatas, quienes realizan ingentes cantidades de objetos, sin valor en sí mismos y generalmente perjudiciales para el resto de la humanidad. De esta manera, estos objetos, en vez de suponer una vida confortable y pacífica, conllevan simplemente una mayor carga para el ser humano.

En política, no cuenta otra cosa que la cantidad. En proporción a su incremento, sin embargo, los principios, los ideales, la justicia y la honradez son completamente anegados por el aluvión de números. En la lucha por la supremacía de los diversos partidos políticos intentando superarse unos a otros en juego sucio, en fraude, en astucias y en turbias maquinaciones, tienen la certidumbre de que quien tenga éxito, es seguro que será aclamado por la mayoría como el triunfador. Éste es el único dios, el éxito. Y a qué precio, a qué terrible costo para el individuo, sin duda. No debemos ir muy lejos para encontrar pruebas que confirman este lamentable hecho.

Nunca hasta ahora la corrupción, la completa podredumbre de nuestro gobierno, fue tan evidente; jamás el pueblo norteamericano tuvo que hacer frente al carácter traidor de ese cuerpo político que ha proclamado durante años ser absolutamente intachable, como el soporte fundamental de nuestras instituciones, los verdaderos protectores de los derechos y libertades de las personas.

Incluso, cuando los crímenes de estos partidos son tan descarados que incluso un ciego podría verlos, sólo necesitan reunir a sus secuaces y su supremacía está asegurada. Así, las víctimas, embaucadas, traicionadas, ultrajadas cientos de veces, deciden, no en contra sino a favor del vencedor. Desconcertados, algunos se preguntan cómo puede la mayoría traicionar las tradiciones de libertad norteamericana; dónde se encuentra su criterio, su capacidad de raciocinio. Justamente es esto, la mayoría no puede razonar; no puede juzgar. Carentes absolutamente de originalidad y coraje moral, la mayoría siempre deja sus destinos en manos de otros. Incapaces de asumir responsabilidades, siguen a sus líderes incluso hacia la destrucción. El doctor Stockman tenía razón: “El mayor enemigo de la verdad y de la justicia entre nosotros son las mayorías compactas, la maldita mayoría compacta”. Sin ambiciones o iniciativas, la masa compacta odia sobre todo a la innovación. Siempre se ha opuesto, condenado e incluso acosado al innovador, al pionero de una nueva verdad.

La proclama más repetida de nuestro tiempo es, entre todos los políticos, los socialistas incluidos, que la nuestra es una época de individualismo, de minorías. Sólo aquellos que no miran bajo la superficie podrían aceptar este punto de vista. ¿No han acumulado unos pocos las riquezas del mundo? ¿No son ellos los dueños, los reyes absolutos de la situación? Su éxito, sin embargo, no es gracias al individualismo, sino a la inercia, a la cobardía, a la profunda sumisión de las masas. Estas últimas sólo quieren ser dominadas, ser dirigidas, ser obligadas. En torno del individualismo, no ha existido una época en la historia de la humanidad donde tuviera menos posibilidades para expresarse, menos oportunidades para reafirmarse de manera normal, sana.

El educador individual imbuido con la honestidad de la determinación, el artista o el escritor de ideas originales, el científico o el explorador independiente, los no acomodados, pioneros del cambio social, diariamente son empujados contra la pared por hombres cuya habilidad para aprender y crear se ha deteriorado con el tiempo.

Educadores del tipo de Ferrer no son tolerados en ningún lugar, mientras que los dietistas de alimentos predigeridos, como los profesores Eliot y Butler, son los exitosos perpetuadores de una era de ceros a la izquierda, de autómatas. En el mundo literario y teatral, los Humphrey Wards y los Clyde Fitches son los ídolos de las masas, mientras muy pocos conocen o aprecian la belleza y el genio de un Emerson, Thoreau, Whitman; un Ibsen, un Hauptmann, un Butler Yeats o un Stephen Phillips. Ellos son como estrellas solitarias, más allá del horizonte de las multitudes.

Editores, empresarios teatrales y críticos no se preguntan sobre la calidad inherente en el arte creativo, sino si tendrá buenas ventas o si satisfará el paladar de las personas. ¡Ay, este paladar es como un vertedero; engullirá cualquier cosa que no requiera la masticación mental! Como consecuencia, lo mediocre, lo ordinario, lo vulgar representa la principal producción literaria.

¿Es necesario que diga que en el arte nos enfrentamos con los mismos penosos hechos? Uno sólo tiene que inspeccionar nuestros parques y vías públicas para darse cuenta de lo horroroso y vulgar del arte manufacturado. Ciertamente, sólo un gusto mayoritario podría tolerar tales atrocidades en el arte. Falso en su concepción y bárbaro en su ejecución, las estatuas que infectan las ciudades norteamericanas tienen tanta relación con el verdadero arte como la tendría un tótem con Miguel Ángel. Y sin embargo, éste es el único arte con éxito. El verdadero genio artístico, que no se amolda a las opiniones aceptadas, quien ejercita la originalidad y se esfuerza por ser fiel a la vida, llevan una oscura y desdichada existencia. Su trabajo tal vez algún día será del agrado de la turba, pero no antes de que su corazón quede exhausto; no antes de que el explorador haya cesado y una muchedumbre sin ideales y una turba sin visión haya hecho de la muerte la herencia del maestro.

Se afirma que los actuales artistas no crean porque, lo mismo que Prometeo, se hallan encadenados a la piedra de la necesidad económica. Esto, sin embargo, ha sido cierto en las artes en todas las épocas. Miguel Ángel dependía de su santo patrón, no menos que el escultor o el pintor en la actualidad, salvo que el entendido en arte en aquellos días se encontraba muy lejos de las exasperantes multitudes actuales. Se sentían honrados con que se les permitiera rendir culto en el sepulcro de su maestro.

El mecenas artístico de nuestro tiempo sólo conoce un criterio, un valor, el dólar. No les preocupa la calidad de una gran obra, sino la cantidad de dólares que supondrá su venta. De esta manera, el financiero de Mirbeau en Les Affaires sont les Affaires, decía indicando algunas borrosas composiciones en colores: “Mira qué grande es; costó 50.000 francos”. Igual que nuestros advenedizos. Las fabulosas antidades pagadas por sus grandes descubrimientos artísticos deben compensar la pobreza de sus gustos.

El pecado más imperdonable en la sociedad es la independencia intelectual. Que esto debe quedar terriblemente patente en un país cuyo símbolo es la democracia, es muy significativo del tremendo poder de la mayoría.

Wendell Phillips afirmó hace cincuenta años: “En nuestro país de absoluta y democrática igualdad, la opinión pública no sólo es omnipotente, sino omnipresente. No existe refugio frente a esta tiranía, no existe escondrijo donde no nos alcance, y el resultado es que si usted toma la vieja linterna griega y busca entre cien personas, no encontrará a un solo norteamericano que no tenga, o quien, por lo menos, no imagina que tiene, algo que ganar o perder en su ambición, en su vida social o en sus negocios, frente a la buena opinión y los votos de aquellos que lo rodean. Y la consecuencia es que, en vez de ser una masa de individuos, expresando valientemente cada uno sus propias creencias, como una nación se compara con otras naciones, somos una masa de cobardes. Más que cualquier otro pueblo, tememos a los demás”. Evidentemente, no hemos ido muy lejos de las condiciones a las cuales tenía que hacer frente Wendell Phillips.

Ahora como entonces, la opinión pública es el tirano omnipresente; hoy como ayer, la mayoría representa a una masa de cobardes, prestos a aceptar a aquel que refleje su propia pobreza espiritual y mental. Esto explica el crecimiento inaudito de un hombre como Roosevelt. Él encarna los peores elementos de la psicología de la muchedumbre. Como político, sabe que a la mayoría poco le importan los ideales o la integridad. Lo que quieren es la apariencia. No importa que sea un espectáculo canino, un combate de boxeo, el linchamiento de un negro, el acorralamiento de algún pequeño criminal, el espectáculo del matrimonio de una solterona adinerada o la proeza acrobática de un ex presidente. A las más horrorosas contorsiones mentales, el mayor de los regocijos y aplausos de las masas. Así, Roosevelt, el más pobre en ideales y de espíritu vulgar, continúa siendo el hombre del momento.

Por otro lado, los hombres que sobresalen frente a tales pigmeos políticos, los hombres educados, con cultura, con capacidad, son condenados al silencio como afeminados. Es absurdo defender que la nuestra es una era de individualismo. La nuestra es simplemente la patética reiteración de un fenómeno histórico: cada intento de progreso, de ilustración, de libertad científica, religiosa, política y económica, emanan de la minoría y no de las masas. Hoy, como siempre, las minorías son incomprendidas, acosadas, encarceladas, torturadas y asesinadas.

El principio de la hermandad expuesto por el agitador de Nazaret preservaba el germen de la vida, de la verdad y de la justicia, en tanto fue la guía de unos pocos. Desde el momento en que la mayoría se apropió de él, este gran principio se convirtió en la doctrina y el precursor de sangre y fuego, propagando por doquiera sufrimiento y desastre. El ataque a la omnipotencia de Roma, dirigido por las colosales figuras de Huss, Calvino y Lutero, fue como un rayo de luz en medio de las oscuridades de la noche. Pero tan pronto como Lutero y Calvino se transformaron en políticos y comenzaron a servir a los pequeños potentados, a los nobles y a las muchedumbres, comprometieron las grandes posibilidades de la Reforma. Conquistaron el éxito y a las masas, aunque esas masas habían demostrado ser tan crueles y sanguinarias en la persecución del pensamiento y la razón como los era el monstruo católico. ¡Ay de los heréticos, de las minorías, de quienes no se pliegan a sus dictados! Tras un celo infinito, paciencia y sacrificio, la mente humana finalmente está libre del fantasma religioso; la minoría ha continuado buscando nuevas conquistas, y las mayoría se ha ido rezagando, estorbadas por las verdades que con el paso del tiempo devinieron en falsedades.

Políticamente, la especie humana todavía podría estar en la más absoluta esclavitud, si no llega a ser por los John Ball, los Wat Tyler, los Tell, las innumerables inmensas individualidades quienes disputaron centímetro a centímetro frente al poder de reyes y tiranos. Aunque sin estos pioneros individuales, el mundo nunca se hubiera estremecido en sus pilares por esta tremenda ola, la Revolución Francesa. Los grandes eventos generalmente están precedidos por hechos aparentemente minúsculos. Así, la elocuencia y el ardor de Camille Desmoulins parecía la trompeta frente a Jericó, arrasando el emblema de la tortura, del abuso, del horror: la Bastilla.

Siempre, en cualquier época, las minorías han sido las portadoras de las grandes ideas, de los esfuerzos libertadores, que por cierto no es para las masas, un peso muerto que no las deja moverse.

La verosimilitud de esta situación se confirma en Rusia con mayor fuerza que en otro cualquier lugar. Miles de vidas han sido sacrificadas por ese régimen sanguinario, y todavía el monstruo en el trono no ha quedado satisfecho. ¿Cómo tales cosas son posibles cuando las ideas, la cultura, la literatura, cuando las emociones más profundas y delicadas se encuentran sometidas bajo un yugo de hierro? La mayoría, que compacta e inmóvil, adormece a las masas, al campesinado ruso, después de siglos de lucha, de sacrificios, de miseria inenarrable, todavía cree que la cuerda con que se ahorca “a un hombre con las manos blancas” (Manera popular rusa de denominar a los intelectuales) trae suerte.

En las luchas norteamericanas por la libertad, la mayoría no ha sido más que un escollo. Hasta estos momentos, los planteamientos de Jefferson, de Patrick Henry, de Thomas Paine, son negados y malvendidos por sus herederos. Las masas no quieren nada de ellos. La grandeza y el coraje que se idolatra en Lincoln ha hecho olvidar a los hombres que crearon el trasfondo del contexto de esa época. Los verdaderos santos patronos de los hombres de color estaban representados en un puñado de luchadores en Boston, Lloyd Garrison, Wendell Phillips, Thoreau, Margaret Fuller y Theodore Parker, cuyo coraje y firmeza culminó en ese gigante oscuro, John Brown. Su celo incansable, su elocuencia y perseverancia minaron la fortaleza de los señores del Sur. Lincoln y sus secuaces sólo se incorporaron cuando la abolición se había convertido en una cuestión práctica, reconocida como tal por todo el mundo.

Hace aproximadamente cincuenta años, una idea, como un meteoro, hizo su aparición en el horizonte social del mundo, una idea de tan amplio alcance, tan revolucionaria, tan global como para propagar el terror en los corazones de los tiranos de cualquier lugar. Por otro lado, esta idea es el presagio de la alegría, del consuelo, de la esperanza para millones de personas. Los pioneros conocían de las dificultades que hallarían en su camino, sabían de la oposición, de la persecución, de las privaciones que tenían que hacer frente, pero orgullosos y sin temor iniciaron su marcha avanzando, siempre avanzando. Actualmente, esta idea se ha convertido en una proclama popular. Hoy en día casi todo el mundo es socialista: los hombres ricos, tanto como sus pobres víctimas; los defensores de la ley y la autoridad, tanto como sus desafortunados acusados; los librepensadores, tanto como los perpetuadores de las falsedades religiosas; la dama a la moda, tanto como las chicas con camisetas. ¿Por qué no? Ahora que la verdad de hace cincuenta años se ha convertido en mentira, ahora que ha sido podada de toda su imaginación juvenil, y se le ha hurtado su vigor, su fortaleza, su ideal revolucionario, ¿por qué no? Ahora que ya no es una bella visión, sino un “esquema práctico, factible”, vinculada con la decisión de la mayoría, ¿por qué no? El astuto político incluso canta alabanzas a las masas: la pobre mayoría, la ultrajada, la injuriada, la inmensa mayoría, si con ello lo siguen.

¿Quién no ha oído esta letanía anteriormente? ¿Quién no conoce este estribillo reiterativo de todos los políticos? Que a las masas se les chupa la sangre, se las roba y explota, lo sé tanto yo como los cazadores de votos. Pero insisto que no son el puñado de parásitos, sino la masa en sí misma la responsable de este horrible estado de la cuestión. Se aferran a sus amos, aman el látigo y son los primeros en gritar ¡crucifixión!, en el instante en que una voz de protesta se alza contra la sacrosanta autoridad del capitalista o cualquier otra decadente institución. Así, por cuánto tiempo existiría la autoridad y la propiedad privada si la predispuesta masa no se convirtiera en soldados, en policías, en carceleros y en verdugos. Los demagogos socialistas saben tan bien como yo que mantienen el mito de las virtudes de la mayoría, ya que como medio de vida buscan perpetuarse en el poder. ¿Y cómo lo pueden adquirir sin las masas? Sí, la autoridad, la coerción y la dependencia son atributos de las masas, pero nunca la libertad o el libre desarrollo del individuo, nunca el nacimiento de una sociedad libre. Como me siento entre los oprimidos, los desheredados de la tierra; como conozco la vergüenza, el horror, la indignidad que supone la vida de las personas, por ello repudio a la mayoría como fuerza creativa de algo bueno. ¡Oh, no, no! Porque conozco muy bien que una masa compacta nunca se ha alzado por la justicia o la igualdad. Ha reprimido la voz humana, ha subyugado el espíritu humano, y ha encadenado el cuerpo humano. En tanto masa, su objetivo siempre ha sido convertir la vida en uniforme, gris y monótona como un desierto. En tanto masa, siempre será la aniquiladora de la individualidad, de la libre iniciativa, de la originalidad. Creo, por tanto, con Emerson, que “las masas son toscas, patéticas, perniciosas en sus exigencias e influencias, y no necesitan ser aduladas sino educadas. Espero no concederle nada, sino perforarla, ividirla y separarla, extrayendo las individualidades de ella. ¡Masas! La calamidad son las masas. No deseo para nada a las masas, sino sólo a los hombres honestos y a las encantadoras, dulces y consumadas mujeres”.En otras palabras, la viviente y la verdad vital del bienestar social y conómico convertido en realidad sólo a través del celo, coraje y no acomodaticia determinación de las inteligentes minorías, y no a través de las masas.


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