Observando el comportamiento de los soldados norteamericanos de clase trabajadora en lugares como Abu Ghraib, no podemos evitar preguntarnos: ¿Cómo se han vuelto tan jodidamente perversos? ¿Y cómo es que llegaron a definir nuestra idiosincrasia nacional ante el mundo en términos que —al menos en su mayor parte— no son del todo ciertos? Nos hicieron quedar como un país de fetichistas de las armas (algo que no somos), adoradores de un Dios fundamentalista vengativo (algo que la mayoría de nosotros no somos), y siempre dispuestos a exhibir como bandera una arrogancia y un militarismo que el resto del mundo encuentra sin duda espantoso (y de hecho lo es, pese a que casi siempre se trate de un impulso irreflexivo e inconsciente).
Hay que reconocer que estos han sido rasgos esenciales de la idiosincrasia de la clase obrera norteamericana, quizá la muestra más fiel desde la época colonial. En aquel entonces la mayoría de los hombres figuraban en los documentos públicos como «obreros», simplemente porque había suficiente trabajo para que todo el mundo se deslomara en la reconstrucción el país —mucha faena trasportando troncos, tierra, piedras, quitando escombros, excavando, llevándolo todo en carretas de aquí de para allá—. Como el trabajo brutal embrutece a quienes lo realizan, los pasatiempos más frecuentes de los obreros, y en particular de aquellos que habitaban a lo largo de la frontera americana en permanente expansión, incluían peleas de perros y osos, riñas de gallos, combates de pugilato no reglamentados en los que los contendientes se sacaban mutuamente los ojos, y otros deportes rudos traídos a raíz de la colonización del Ulster por un grupo conocido como los scots-irish, los irlandeses-escoceses. Ningún otro grupo ha influido en nuestra idiosincrasia nacional tanto como ellos, gente feroz, religiosa y belicosa, a quienes también se conoce como los borderers, «gente de la frontera».
Desde Winchester, Virginia, ciudad que en su día fue el eje de la Great Wagon Road, el mayor cruce de caminos de la historia de la América colonial, podemos observar tanto la cultura como el espíritu beligerante de las gentes de la frontera, cuyos valores siguen germinando hoy en día en nuestras iglesias, nuestros lugares de trabajo, cabinas de votación y tabernas. La huella que han dejado los irlandeses de origen escocés en la gente de Winchester se hace patente en nuestra manera de rechazar a los gobiernos en general, al tiempo que nos mostramos ultrapatrióticos respecto a ciertos «valores» como «la defensa de nuestro estilo de vida», pese a que este rara vez —o más bien jamás— se haya visto amenazado.
Esa extraña mezcla de violencia proletaria y devoción presbiteriana que tanto desconcierta a las mentes seculares casi nunca se ha manifestado con tanta virulencia como a principios de este siglo, en el que hemos entrado armados hasta los dientes. Una muestra de salvajismo que probablemente no se veía desde que los escoceses de Ulster eligieron al primer presidente de ese origen, Andrew Jackson, el asesino de indios, el fervoroso populista que compraba a todos con cerdo y maíz molido. A partir de entonces los norteamericanos eligieron a dieciséis presidentes a su imagen y semejanza, y a unos cuantos más que eran exponentes de lo bueno y lo malo de la cultura irlandesa de origen escocés. La verdad es que, pensándolo con cierta objetividad, considerando los lamentables ejemplares a los que hoy en día vota mi generación de sucios y borrachines ciudadanos de la frontera, llego a la conclusión de que Andrew Jackson no estaba tan mal. Tal vez no fuera tan liberal como Lincoln, pero al menos tenía las pelotas de beber en público, descuartizar a los cerdos en lo que ahora es la rosaleda de la Casa Blanca y disparar a un par de esos aristócratas chulescos que tanto nos ofenden. Era un patriota fanático, un guerrero de nacimiento y un extremista americano de primer orden.
Lo que en la actualidad se conoce como el «nacionalismo jacksoniano» sigue siendo la base política de lo que podríamos llamar el Partido Republicano de la Guerra Permanente, el ala política de la industria armamentística norteamericana. Lincoln ya predijo que la industria militar sería el resultado más espantoso de la guerra civil. Ciento cuarenta años más tarde, dicha industria se ha dado un festín y ha engordado gracias a los numerosos guerras, acciones, bombardeos y operaciones militares en los que han intervenido los americanos. Durante este tiempo ha amasado una fortuna que le alcanza para comprar, literalmente, al gobierno, controlar sistemáticamente los procesos políticos desde dentro y eliminar los restos del liberalismo yanqui más bobo e indulgente. Estas ambiciosas corporaciones siempre han contado con un tipo malo capaz de azuzar a todos esos engreídos liberales de fuertes principios que sostenían que la gente debería tener algunos derechos además del derecho a la propiedad. Ese tipo rabioso son los escoceses del Ulster y su descendencia.
Desde que llegaron a América a lo largo de las primeras tres cuartas partes del siglo XVIII, los escoceses calvinistas del Ulster han dado forma a una cultura paralela a la de los yanquis liberales ilustrados. Podría decirse que los valores calvinistas de los irlandeses de origen escocés avalan la ira y el deseo de venganza contra lo que perciben como la autoridad de cualquier clase de élite: la clase secular universitaria que dirige las escuelas, los medios de comunicación y los juzgados, y que no parece tener reparos en que su predicador sea un cabrón. Una premisa calvinista ha dominado siempre entre esa gente: la palabra de Dios está por encima de todos y cada uno de los gobiernos. Punto final. Es la misma soflama calvinista traída a estas tierras por los escoceses del Ulster que sirvió como punto de partida del fundamentalismo cristiano norteamericano, y que ahora amenaza con cargarse la separación entre Iglesia y Estado. Peor aún, ya que sus más vehementes apóstoles exigen que Norteamérica desencadene de una vez la guerra santa nuclear.
Han oído bien: exigir una guerra santa nuclear, y se han puesto a ello. Puede que ustedes no se tropiecen con esta clase de gente en sus círculos de amistades, pero hay millones de norteamericanos encarnizadamente convencidos de que deberíamos bombardear Corea del Norte e Irán con armas nucleares y luego apoderarnos de las reservas petrolíferas de Oriente Próximo (Kick their ass and take their gas [«Patada en el culo y llévate su gasolina»], reza un eslogan que puede leerse en las pegatinas de los parachoques). Estos tíos creen que Estados Unidos conquistará el mundo entero e inculcará a todos sus habitantes las ideas norteamericanas sobre democracia y religión cristiana fundamentalista. Aunque últimamente, debido a la creciente aversión que despiertan la guerra de Iraq y las ideas estrictas de estos grupos en el conjunto de la sociedad, han abandonado el uso de términos como «cristiano fundamentalista» y «Estado teocrático» para adoptar otros como «masculinidad cristiana».
Para entender cómo esas ideas políticas tan inquietantes se difunden en este país debemos remontarnos unos cuatrocientos cincuenta años y observar a un grupo de celtas ladrones de ganado matándose unos a otros a lo largo del Muro de Adriano: son los borderers, los primeros fronterizos. Fanáticos religiosos y amantes de la guerra, estos protestantes escoceses emprendieron su camino primero hacia Irlanda, donde se los conocía como los ulster scots, y de ahí partieron hacia las costas de América durante el siglo XVIII. Estos escoceses del Ulster, gente de frontera, llevaron consigo al Nuevo Continente los valores culturales que actualmente gobiernan las emociones políticas de millones de norteamericanos. La sórdida situación que hoy vivimos se la debemos a Jacobo I de Inglaterra. Mi amigo virtual Billmon (www.billmon.com), quien ha realizado un estudio sobre el tema, dice que Jacobo, ese escocés paticorto, es el principal responsable de la psicosis cultural que con el tiempo alentaría a líderes como Jerry Falwell, Ian Paisley y George W. Bush, y ha inspirado cosas como los ataques con bombas de Oklahoma y al mapa electoral que divide Norteamérica en estados liberales y estados conservadores. Billmon también dice que sin duda es demasiado para atribuírselo a una sola cabeza, aunque esta lleve una corona. «Pero es la verdad —insiste—. Las razones de que América sea lo que es (y mucho de lo que el resto del mundo detesta de nosotros) provienen en su mayor parte de este pequeñajo escocés. Una historia con suficiente ironía como para que Tom Stoppard se sintiera inspirado para escribir alguna de sus obras de teatro, ya que el rey Jacobo, cuyo nombre se ha convertido en la marca registrada del cristianismo fundamentalista, era además un notable homosexual: uno de los más entusiastas de la larga, orgullosa e hipócrita historia de la sodomía aristocrática británica».
Como muchos otros monarcas y primeros ministros ingleses desde su época, el pobre Jacobo tuvo que encargarse de apaciguar los ánimos de los habitantes del Ulster, que llevan siglos dedicándose con suma frecuencia a los disturbios y a sacarse los ojos los unos a los otros. Pues el Norte de Irlanda, ese forúnculo supurante en el culo del protestantismo británico, siempre ha estado a punto de reventar. La solución de Jacobo fue hacer que los siempre leales protestantes escoceses se establecieran en medio de la población católica nativa del Ulster. Los resultados fueron previsiblemente desastrosos. Más tarde los protestantes escoceses del Ulster demostraron su lealtad a Guillermo III de Orange, y dieron origen a la figura del orangista, el equivalente norirlandés del fundamentalista blanco americano. Y puede que ambos sean una verdadera lata si se quiere formar una república libre y disciplinada, pero a la vez resultan sumamente útiles para los peores bichos de la vida política.
Finalmente, la suma de una terrible subida de precios y un aumento de impuestos condujo a la ruina y la destrucción del empleo en el Ulster, lo que empujó a los escoceses de Irlanda hacia las prometedoras costas del Nuevo Mundo. Las condiciones primitivas que encontraron allí y el desgobierno general los animaron a recuperar el espíritu de los sanguinarios pictos, a los que la corona británica había conocido y amado a lo largo del Muro de Adriano. Cuando llegaron a América fueron bendecidos con armas en abundancia, indios de sobra para afinar la puntería, grandes cantidades de maíz para elaborar su whisky casero y un gobierno colonial detestable que insistía en hacerles pagar impuestos por ese whisky, y así fue como llegaron a forjar un nuevo pueblo que ha perdurado en la sociedad americana: los white trash, los palurdos blancos (crackers), los obreros blancos de zonas rurales (rednecks). Gente a la que no le gusta nada que el gobierno se entrometa en algunos aspectos de la vida doméstica tales como la destilación ilegal de alcohol, las peleas de gallos, la caza y la pesca furtivas, la ocupación ilegal de tierras y las disputas familiares. Esa misma gente a la que tampoco le gustaban los indios, y mucho menos los esclavos (ya que los pequeños caseríos de los blancos rurales en las colinas no eran apropiados para la agricultura del tabaco y algodón, basada en el trabajo de los esclavos, a diferencia de las tierras bajas que poseían sus vecinos «superiores» en la región del Tidewater de Virginia y en todo el sureste de Estados Unidos), esa misma gente tan fiera esparció su semilla a los cuatro vientos. Fue así como su descendencia se propagó hacia el oeste, fusionando el Oeste y el Sur en un lugar llamado Texas. La violenta vida de frontera les vino de perlas, y estaban más que agradecidos por verse sometidos a esas condiciones. Por eso todavía los vemos por allí, siempre armados y recelosos del gobierno pero a la vez enfurecidos por lo del 11-S (y es que desde la batalla de El Álamo en 1836 no habían encontrado ninguna excusa tan buena para poner en marcha la maquinaria militar. ¡O quizá desde la batalla de Killiencrankie, maldita sea!).
Tan solo un año antes del 11-S salían de cualquier rincón de todos los estados conservadores para coronar a George W. Bush como si fuera el mismísimo William Wallace, aquel valiente noble escocés de sonrisa satisfecha, el líder de la rebelión de 1297 contra Inglaterra. De los treinta estados conservadores que votaron a Bush, veintitrés estaban en la lista de los treinta estados con mayor población descendiente de los escoceses del Ulster. Bush ganó en nueve de los diez primeros de esta lista con un margen del 55 por ciento de los votos. Pero solo se impuso en dos de los diez estados con menor población de escoceses del Ulster: Dakota del Norte y Dakota del Sur. En cualquier caso, la influencia cultural de esta gente de frontera, ya sea en el plano espiritual, el filosófico o el político, sigue muy arraigada en América.
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3 comentarios:
¡Muy bueno! Salud
Gracias Loam. He aprendido muchas cosas con este libro, muy recomendable. Salud
Te dejo un enlace relacionado con el tema.
http://ensenadaderiazor.blogspot.com.es/2016/11/para-noam-chomsky-el-partido.html
Salud
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