George Orwell, que era un hombre muy sabio, escribió: «El que controla el pasado controla el futuro. Y quien controla el presente controla el pasado». En otras palabras, los que dominan nuestra sociedad tienen facultad de escribir nuestra historia. Y si pueden hacerlo, pueden decidir nuestro futuro. Es por esto que es importante contar la historia de Colón.
Permítanme hacer una confesión. Yo sabía muy poquito acerca de Colón hasta hace aproximadamente 12 años, cuando empecé a escribir mi libro «La otra historia de los Estados Unidos». Tenía un doctorado en historia de la Universidad de Columbia, es decir, tenía la formación apropiada para un historiador. Y todo lo que sabía acerca de Colón era poco más de lo que había aprendido en la escuela primaria.
Pero cuando empecé a escribir «La otra Historia de los EE.UU.», decidí que debía instruirme sobre Colón. Ya había llegado a la conclusión de que no quería escribir otra revisión de la historia americana — sabía que mi punto de vista tendría que ser diferente. Iba a escribir sobre los Estados Unidos desde el punto de vista de esa gente largamente olvidada en los libros de Historia: Los indígenas americanos, los esclavos negros, las mujeres, los trabajadores, bien nativos o inmigrantes.
Quería contar la historia del progreso industrial de la nación no desde el punto de vista de Rockefeller, Carnegie y Vanderbilt, sino de la gente que trabajó en sus minas, en sus campos de petróleo, los que perdieron sus miembros o sus vidas construyendo el ferrocarril.
Quería escribir la historia de las guerras, no desde el punto de vista de los generales y presidentes, no desde el punto de vista de aquellos héroes militares cuyas estatuas se pueden ver a lo largo de este país, sino a través de los ojos de los soldados, o a través de los ojos del «enemigo». Sí, ¿por qué no ver la guerra de Méjico, aquel gran triunfo militar de los Estados Unidos, desde el punto de vista de los mejicanos?
Por tanto, ¿cómo debería contar la historia de Colón? Conclusión. Debía verle a través de los ojos de la gente que estaba aquí cuando él llegó, la gente que él llamó «indios» porque pensó que estaba en Asia. Bueno, éstos no dejaron memorias, ni historias. Su cultura era una cultura oral, no escrita. Además, unas décadas después de la llegada de Colón habían sido eliminados. Así que me vi obligado a recurrir a la siguiente mejor opción. Los españoles que estuvieron en escena en aquella época. Primero el mismo Colón. Él había llevado un diario.
Su diario fue revelador. Describió a la gente que le dio la bienvenida cuando llegó a las Bahamas. Eran indios Arawak, algunas veces llamados Taínos — y contó cómo se tiraron al agua para darle la bienvenida a él y a sus hombres, que debían parecer y sonar como gente de otro mundo, llevándoles regalos de varias clases. Los describió como apacibles, amables y dijo: «No llevan armas ni las conocen, porque les mostré una espada, la tomaron por el filo y se cortaron».
A través de su diario, durante los meses siguientes, Colón habló de los nativos americanos con lo que parecía temerosa admiración: «Son la mejor gente del mundo y sobre todo la más amable —sin conocimiento de qué es malo— nunca matan ni roban... aman a sus vecinos como a ellos mismos y tienen la manera más dulce de hablar del mundo... siempre riendo».
Y en una carta que escribió a uno de sus patrocinadores españoles, Colón dijo: «Son muy simples y honestos, y extremadamente liberales con sus posesiones». En su diario, Colón escribe. «Serían buenos sirvientes... Con cincuenta hombres podríamos subyugarlos y que hicieran lo que quisiéramos».
Sí, así es como Colón veía a los indios — no como anfitriones hospitalarios, sino como «sirvientes» para hacer «lo que queramos que hagan». ¿Y qué es lo que quería Colón? Esto no es difícil de determinar, en las dos primeras semanas de anotaciones en el diario, hay una palabra que se repite setenta y cinco veces: ORO.
En los argumentos habituales sobre Colón, en lo que se hace hincapié una y otra vez es en su sentimiento religioso, su deseo de convertir a los nativos a la Cristiandad, su reverencia hacia la Biblia. Sí, estaba interesado por Dios. Pero mucho más por el Oro. Solo una letra menos, el suyo era un alfabeto limitado. Sí, tanto él como sus hermanos, sus hombres, erigieron cruces a lo largo de las islas de la Española, donde pasaban la mayoría del tiempo. Pero también erigieron horcas — en el año 1500, había 340. Cruces y horcas, esa mortal yuxtaposición histórica.
En su búsqueda de oro, Colón, viendo que los indios llevaban pedacitos de oro, concluyó que habría grandes cantidades de él. Ordenó a los nativos que encontraran una cierta cantidad de oro, en un cierto periodo de tiempo, y si no cumplían con su cupo, les cortaban los brazos. El resto aprendía la lección y traía el oro.
Samuel Eliot Morison, un historiador de Harvard, que fue un admirado biógrafo de Colón, reconoció este punto. Escribió «Quien fuera el que inventara este espantoso sistema, como único método de producir oro para la exportación, el responsable del mismo fue solo Colón... aquellos que huyeron a las montañas fueron cazados con perros, y de los que escaparon se ocuparon el hambre y la enfermedad, mientras miles de pobres criaturas, en su desesperación tomaron veneno de mandioca para acabar con su miseria».
Morison continúa:
«Así que la política y los actos de Colón, de los cuales solo él fue responsable, comenzaron la despoblación del paraíso terrenal que fue Isla La Española en 1492. De los nativos oriundos, estimados por etnólogos modernos en 300.000, entre 1494 y 1496 un tercio había muerto. En 1508 el censo mostraba sólo 60.000 vivos... en 1548 Oviedo (Morison se refiere a Fernández de Oviedo, el historiador Español oficial de la Conquista) dudaba sobre si quedaban 500 indios.
Pero Colón no obtuvo oro suficiente para mandarlo a casa e impresionar al Rey y la Reina, y a sus financieros españoles, así que decidió mandar a España otra clase de partida. Esclavos. Rodearon a cerca de 1.200 nativos, seleccionaron a 500, y a esos los mandaron, encadenados unos junto a otros, en el viaje a través del Atlántico. En el camino murieron doscientos, de frío y enfermedad.
En la anotación de septiembre de 1498 del diario de Colón se lee: "Desde aquí uno puede mandar, en el nombre de la Santísima Trinidad, tantos esclavos como se puedan vender...".
Lo que los españoles hicieron a los indios se cuenta en horrible detalle por Bartolomé de las Casas, cuya escritura da la cuenta más completa del encuentro hispano-indio. Las Casas era un sacerdote Dominico que llegó al Nuevo Mundo unos años después de Colón, pasó cuarenta años en «La Española» e islas adyacentes, y se convirtió en el valedor principal en España de los derechos de los nativos. Las Casas, en su libro "Brevísima Relación De La Destrucción De Las Indias", escribe de los Arawaks: "... de todo el infinito universo de la humanidad, esta gente es la más inocente, la más desprovista de maldad y doblez... y a este redil de ovejas... vinieron algunos españoles que inmediatamente se comportaron como bestias furiosas... Su razón para matar y destruir... es que los cristianos tenían un único propósito que era el de adquirir oro"».
Las crueldades se multiplicaron. Las Casas vio a soldados acuchillar indios por deporte, estrellar las cabezas de bebés contra rocas. Y cuando los indios se resistían, los españoles los cazaban, equipados para la matanza con caballos, armaduras, lanzas, picas, rifles, ballestas, y perros feroces.
Los indios que tomaban cosas pertenecientes a los españoles —no estaban acostumbrados al concepto de la propiedad privada, y entregaban libremente sus posesiones— eran decapitados o se les quemaba en la pira.
El testimonio de Las Casas fue corroborado por otros testigos. Un grupo de frailes Dominicos, se dirigieron a la monarquía española, en 1519, esperando su intercesión, contando atrocidades innombrables; niños lanzados a los perros para que los devoraran, recién nacidos de prisioneras arrojados a la selva para que murieran. Los trabajos forzados en las minas o en el campo produjeron muchas enfermedades y muerte. Muchos niños murieron, porque sus madres, exhaustas y hambrientas, no tenían leche para ellos. Las Casas, en Cuba, estimó que en tres meses murieron 7.000 niños. La mayor mortandad fue causada por enfermedades, ya que los Europeos trajeron consigo enfermedades para los que los nativos no estaban inmunizados, fiebres tifoideas, tifus, difteria, viruela.
Como en cualquier conquista militar, las mujeres recibieron un tratamiento especialmente brutal. Un noble italiano llamado Cueno, documentó un reciente encuentro sexual. El «Almirante» al que se refiere es Colón, quien, como parte de su acuerdo con la monarquía española, insistió en que lo hicieran almirante. Cueno escribió:
«... Capturé una mujer Caribe muy hermosa, la cual el almirante me otorgó, y con quien... concebí el deseo de obtener placer. Quería poner mi deseo en ejecución pero ella no quiso y me arañó con sus uñas de un modo que deseé que nunca hubiera empezado. Pero viendo esto, tomé una cuerda y la castigué bien... finalmente nos pusimos de acuerdo».
Hay otras pruebas que demuestran el panorama de la violación extendida de mujeres nativas. Samuel Elliot Morison:
«En las Bahamas, Cuba y La Española, encontraron hermosas mujeres jóvenes que estaban siempre desnudas, en todos los lugares accesibles y supuestamente complacientes».
¿Quién supone esto? Morison, y otros muchos.
Morison vio la conquista, como muchos otros escritores como él habían hecho, como una de las grandes aventuras románticas de la historia mundial. Parecía encantado con lo que le creía que era una conquista masculina. Escribió.
«Nunca jamás hombre mortal esperará recapturar la emoción, la maravilla, el encanto de esos días de Octubre en 1492, cuando el nuevo mundo graciosamente rindió su virginidad a los conquistadores castellanos».
El lenguaje de Cueno («Nos pusimos de acuerdo»), y el de Morison («rendir graciosamente») escrito casi quinientos años después, seguramente sugiere cuan persistente, a través de la historia moderna, ha sido la mitología que racionaliza la brutalidad sexual, pero viéndola como «complacencia».
Así que leí el diario de Colón, leí a Las Casas. También leí el trabajo pionero para nuestro tiempo de Hans Konings, «Colón, Su Empresa», que para el tiempo en que escribía mi «Otra historia» era la única narración contemporánea que pude encontrar que difería del tratamiento estándar.
Cuando apareció mi libro, comencé a recibir cartas de todo el país sobre el mismo. Aquí teníamos un libro de 600 páginas que empezaba con Colón, [y todas las cartas] sobre un único tema: Colón. Pude haber interpretado que ya que este era el principio del libro, eso es todo lo que la gente había leído. Pero no, parecía que la historia sobre Colón era simplemente la parte de mi libro que los lectores encontraron más alarmante. Porque todos los americanos, desde primaria en adelante, aprenden la historia de Colón, y la aprenden del mismo modo: «En mil cuatrocientos noventa y dos, Colón surcó la mar océana...».
¿Cuántos de ustedes han oído hablar de Tigard, Oregon? Bueno, yo no, hasta que hace siete años empecé a recibir, cada semestre, un montón de cartas, veinte o treinta, de estudiantes de un colegio de enseñanza secundaria en Tigard, Oregon. Parece que su profesor les había hecho (conociendo los colegios de enseñanza secundaria, yo diría «Obligándoles a») leer mi «Otra historia de los EE.UU.». Había fotocopiado varios de los capítulos y se los había dado a los estudiantes. Luego les había hecho escribirme, haciéndome comentarios y preguntas. Apenas la mitad de ellos me dio las gracias por darles los datos que nunca habían considerado antes. Los otros estaban indignados o se preguntaban cómo conseguí tal información, y cómo había llegado a tan indignantes conclusiones.
Una estudiante de secundaria, llamada Bethany me escribió: «De todos los artículos suyos que he leído considero que —Colón, los indios y el progreso humano— es el más impactante». Otro estudiante de diecisiete años, llamado Brian, me escribió: «Un ejemplo de la confusión que siento después de leer su artículo se refiere a la llegada de Colón a América... De acuerdo con usted, parece que vino por mujeres, esclavos y oro. Dice usted que consiguió gran parte de esta información del propio diario de Colón. Me pregunto si existe tal diario, y si es así ¿por qué no es parte de nuestra historia? ¿Por qué nada de lo que usted dice aparece en mi libro de historia o en los libros de historia a los que la gente tiene acceso a diario?».
Sopesé esta carta. Podría interpretarse como el que la escribió estaba indignado porque otros libros de historia no le contaron lo que yo. O, más probablemente estaba diciendo: «No me creo ni una palabra de lo que usted escribió, se lo ha inventado».
No me sorprenden estas reacciones. Nos dicen algo sobre las reivindicaciones de pluralismo y diversidad en la cultura Americana, del orgullo de nuestra «sociedad libre», que generación tras generación ha aprendido exactamente los mismos hechos sobre Colón, y han terminado sus estudios con las mismas deslumbrantes omisiones.
Un profesor de colegio en Portland, Oregon, llamado Bill Bigelow, ha emprendido una cruzada para cambiar la forma de enseñar la historia de Colón en América. Cuenta como a veces empieza una nueva clase. Se dirige a una chica en la fila delantera y coge su bolso. Ella exclama «¡Ha cogido mi bolso!», Bigelow responde: «No, lo he descubierto».
Bill Bigelow realizó un estudio de recientes libros infantiles sobre Colón. Encontró que eran notablemente parecidos en su repetición del punto de vista tradicional. La biografía típica de Colón de quinto grado empieza: «Había una vez un chico que amaba la mar salada». ¡Bueno!, me puedo imaginar una biografía infantil de Atila el Huno que empezara con la frase «Había una vez un chico que amaba los caballos».
Otro libro infantil en el estudio de Bigelow, esta vez para niños de segundo grado: «El rey y la reina vieron el oro y los indios. Escucharon maravillados las historias de aventura de Colón, entonces fueron todos a la iglesia a rezar y cantar. Lágrimas de júbilo llenaron los ojos de Colón».
Una vez hablé sobre Colón a un grupo de trabajo de profesores escolares, uno de ellos sugirió que los niños eran demasiado pequeños para oír los horrores relatados por Las Casas y otros. Otros estuvieron en desacuerdo, dijeron que las historias infantiles incluían mucha violencia, pero los que la perpetraban eran brujas, monstruos y gente mala, no héroes nacionales con fiestas nacionales en su honor. Algunos profesores sugirieron cómo se podría contar la historia de forma que no asustara innecesariamente a los niños, pero eso evitaría que tuviera lugar la falsificación de la historia. Los argumentos acerca de que los niños «no están preparados para oír la verdad» no tienen en cuenta el hecho de que, en la sociedad americana, cuando el niño crece, tampoco se le dice la verdad. Como dije antes, en la secundaria no se me presentó (aun cuando estaba haciendo estudios superiores no se me había presentado) la información que podría contradecir los mitos que se me contaron en cursos anteriores. Está claro que mi experiencia es la típica, a juzgar por las reacciones escandalizadas que ha provocado mi libro en lectores de todas las edades.
Si buscamos en un libro para adultos, la enciclopedia de Colón (mi edición se recopiló en 1950, pero la información relevante ya estaba disponible para entonces, incluyendo la biografía de Morison), hay un gran artículo sobre Colón (unas 1.000 palabras), pero no encontrarán mención alguna de las atrocidades cometidas por él y sus hombres.
En la edición de 1986 de Historia Mundial, publicada por la Universidad de Columbia, hay varias menciones a Colón, pero nada acerca de lo que les hizo a los nativos. Hay varias páginas dedicadas a «España y Portugal en América» en las que el tratamiento a la población nativa se presenta como una cuestión controvertida, entre los teólogos de la época, y entre los historiadores actuales. Podemos hacernos idea de este «acercamiento imparcial», que contiene un poquito de realidad, por el siguiente pasaje de esa historia:
«La determinación de la Corona y la Iglesia de cristianizar a los indios, la necesidad de mano de obra para explotar las nuevas tierras y los intentos de algunos españoles de proteger a los indios, trajo como resultado un notable conjunto de costumbres, leyes e instituciones que todavía hoy llevan a los historiadores a conclusiones contradictorias acerca del mandato español en América... Los conflictos académicos prosperan en este debate y son en algún sentido una cuestión de difícil solución, pero no hay duda que la crueldad, el exceso de trabajo y la enfermedad dieron lugar a una despoblación espantosa. Según estimaciones recientes, en 1519 había cerca de 25 millones de indios en Méjico, en 1605 quedaban poco más de un millón».
A pesar de este lenguaje erudito —«conclusiones contradictorias... disputas académicas... cuestión de difícil solución»— no hay una discusión real acerca de los hechos de la esclavitud, el trabajo forzado, la violación, el asesinato, la toma de rehenes, los estragos de las enfermedades traídas de Europa, y la desaparición de un gran número de nativos. La única discusión es acerca de la importancia que se le debe dar a estos hechos y como se trasladan a la práctica en nuestros tiempos.
Por ejemplo, Samuel Eliot Morison pasa algún tiempo detallando el tratamiento de Colón y sus hombres a los nativos, y utiliza la palabra «genocidio» para describir el efecto global del «descubrimiento». Pero lo esconde en una neblina del largo tratamiento de admiración hacía Colon, y resume su visión en los párrafos finales de su popular libro, «Cristóbal Colón, Marino», como sigue:
«Tuvo sus faltas y sus defectos, pero fueron en gran manera los defectos y cualidades que lo hicieron un gran hombre — su indómita voluntad, su magnífica fe en Dios, y su propia misión como el portador de Cristo a las tierras de allende los mares; su obstinada perseverancia a pesar de la indolencia, pobreza y desaliento. Pero no había defecto, ninguna cara oscura en la más excepcional y esencial de todas sus cualidades — su capacidad náutica».
¡Sí, su capacidad náutica!
Déjenme que me explique. No me interesa ni denunciar ni ensalzar a Colón. Es demasiado tarde para eso. No le estamos escribiendo una carta de recomendación para decidir si es apto para realizar otro viaje a otro lugar del universo. Para mí, la historia de Colón es importante por lo que nos dice de nosotros mismos, de nuestra época, sobre las decisiones que tomamos para nuestro país para el siglo que viene.
¿Por qué esta gran controversia hoy acerca de Colón y la celebración del Quinto Centenario? ¿Por qué la indignación de los nativos americanos y otros acerca de la exaltación de ese conquistador? ¿Por qué otros defienden apasionadamente a Colón? La intensidad del debate solo puede ser porque no se trata de 1492 sino de 1992.
Nos podemos hacer una idea al respecto si miramos cien años atrás, a 1892, el año del cuarto centenario. Hubo grandes celebraciones en Chicago y en Nueva York. En Nueva York hubo cinco días de desfiles, fuegos artificiales, marchas militares, exhibiciones navales. La ciudad recibió un millón de visitantes, se descubrió una estatua conmemorativa en una esquina del Central Park, ahora conocido como Columbus Circle. Tuvo lugar una reunión de celebración en el Carnegie Hall, dirigida por Chauncey DePew.
No conocerán el nombre de Chauncey DePew a menos que hayan leído recientemente el trabajo clásico de Gustavus Myer’s, «La historia de las grandes fortunas americanas». En ese libro se describe a Chauncey DePew como la mano derecha de Cornelius Vanderbilt y su nuevo ferrocarril central de Nueva York. DePew viajó a Albany, la capital del Estado de Nueva York, con la cartera llena de dinero y pases gratis de tren para los miembros de la legislatura del estado de Nueva York, volviendo con subsidios y concesiones de tierras para el New York Central.
DePew vio en las festividades de Colón la celebración de la riqueza y prosperidad, se podría decir que «remarca la abundancia y la civilización de una gran gente.. remarcan las cosas que pertenecen a su comodidad y a su tranquilidad, a su placer y a sus lujos... y su poder».
Debemos saber, que en el momento en que dijo esto, había mucho sufrimiento entre los trabajadores pobres de América, amontonados en cuartuchos en la ciudad, sus niños enfermos y desnutridos. Los apuros de la gente que trabajaba en el campo, que en esta época eran una parte considerable de la población eran desesperados, esto les condujo a la indignación y a las alianzas de granjeros y al nacimiento del Partido del Pueblo .Y el año siguiente, 1893, fue un año de crisis económica y de profunda miseria. DePew debió haber notado, mientras estaba en la plataforma del Carnegie Hall, algunos murmullos de descontento a la autosuficiencia que acompañó aquel espíritu de investigación histórica que pone todo en duda; ese espíritu moderno que destruye todas las ilusiones y todos los héroes que han sido la inspiración del patriotismo a lo largo de los siglos.
Así que enaltecer a Colón era patriótico. Dudar de él era antipatriótico, ¿y qué significaba «patriotismo» para DePew? Significaba la exaltación de la expansión y la conquista — representada por Colón y representada por América. Fue solo seis años después de este discurso, cuando los Estados Unidos, expulsando a los Españoles de Cuba, comenzaron su larga ocupación (esporádicamente militar, y continuamente política y económica) de Cuba, tomaron Puerto Rico y Hawaii, y comenzaron la sangrienta guerra contra los Filipinos para ocupar su país.
Ese «patriotismo» que estaba conectado al enaltecimiento de Colón y al enaltecimiento de la conquista, fue ratificado en la segunda guerra mundial por el ascenso de los Estados Unidos como el superpoder, ahora que todos los imperios europeos estaban en declive. En esa época, Henry Luce, el poderoso fabricante de presidentes y multimillonario, dueño de Time, Life y Fortune (no solo la publicación sino las posesiones¡) escribió que el siglo veinte se estaba convirtiendo en el «Siglo Americano», en el que los Estados Unidos tendrían su oportunidad en el mundo.
En 1988, George Bush, aceptando su nominación presidencial dijo:
«Este ha sido llamado el Siglo Americano debido a que en él, hemos sido la fuerza dominante del bien en el mundo... ahora estamos a punto de entrar en un nuevo siglo, y cual será el nombre del país que llevará?, yo digo que será otro Siglo Americano».
¡Qué arrogancia¡ Que el siglo veintiuno, cuando deberíamos conseguir alejarnos del patrioterismo homicida del siglo, se deba ya anticipar ya como el siglo americano, o como el siglo de cualquier otro país. Bush debe pensar en si mismo como en un nuevo Colón, «descubriendo» y plantando la bandera de su país en un nuevo mundo, porque exigió una colonia americana en la luna para principios del siglo que viene. Y pronostica una misión a Marte en el año 2019.
El «patriotismo» invocado por Chauncey DePew, durante la conmemoración de Colón estaba profundamente conectado al la noción de inferioridad del pueblo conquistado. Los ataques de Colón a los indios estaban justificados por su estatus de infrahumanos. La toma de Texas y gran parte de Méjico, por los Estados Unidos, justo antes de la Guerra Civil se hizo con la misma lógica racista. Sam Houston, el primer gobernador de Texas, proclamó:
«La raza anglosajona debe dominar todo el extremo meridional de todo el conjunto del extremo meridional de este vasto continente. Los mejicanos no son mejores que los indios, y no veo la razón por la que no debamos ocupar sus tierras».
Al principio del siglo veinte, la violencia del nuevo expansionismo americano en el Caribe y el Pacifico fue aceptada porque estábamos tratando con seres inferiores. En el año 1900, Chauncey DePew para entonces senador de los EE.UU., habló otra vez en el Carnegie Hall, esta vez para apoyar la candidatura de Teodore Roosevelt para Vicepresidente. Ensalzando la conquista de Filipinas como el comienzo del avance Americano en China y más allá, proclamó:
«Las pistolas de Dewery en la bahía de Manila se oyeron a través de Asia y África, hicieron eco a través del palacio de Pekín y trajeron a las mentes orientales una potente nueva fuerza entre las naciones occidentales. Nosotros, igual que los países de Europa, estamos procurando entrar en los infinitos mercados del este. Esta gente no respeta nada más que la fuerza. Creo que las Filipinas serán unos enormes mercados y fuentes de riqueza»
Teodore Roosevelt, que aparece interminablemente en las listas de nuestros «Grandes presidentes» y cuya cara es una de las cuatro esculturas colosales de presidentes americanos (junto con Washington, Jefferson, Lincoln) talladas en el monte Rushmore, en Dakota del Sur, fue «un crimen contra la civilización blanca» En su libro «La vida tenaz» Roosevelt escribió:
«Por su puesto, toda nuestra historia nacional ha sido una historia de expansión... que o los bárbaros retroceden o son conquistados... es solo debido a la supremacía de las poderosas razas civilizadas que no han perdido el instinto de lucha».
Un oficial de la marina, en las Filipinas lo dijo con muchos menos rodeos:
«No hay necesidad de andarse con pelos en la lengua... exterminamos a los indios americanos y supongo que la mayoría de nosotros estamos orgullosos... y si fuera necesario no debemos tener escrúpulos en la exterminación de esta otra raza que se interpone en el camino del progreso y la ilustración».
El historiador oficial de las Indias a principios del siglo XVI, Fernández de Oviedo, no negó lo que los conquistadores habían hecho a los nativos. Describió «innumerables muertes crueles tan incontables como las estrellas». Pero esto era aceptable ya que «usar la pólvora contra paganos es como ofrecer incienso al Señor».
(Uno se acuerda de la decisión del Presidente McKinley de enviar a la marina y el ejercito para tomar las Filipinas, diciendo que era deber de los Estados Unidos «Cristianizar y civilizar» a los filipinos).
Contra la peticiones de misericordia hacia los indios de Las Casas, el teólogo Juan Ginés de Sepúlveda declaró: «¿Cómo podemos dudar que esa gente, tan incivilizada, tan bárbara, tan contaminada con tantos pecados y obscenidades ha sido justamente conquistada?»
En el año 1531 Sepúlveda visitó su antigua universidad en España y se sintió ultrajado al ver que los estudiantes estaban protestando por la guerra española contra el Turco. Los estudiantes decían «toda guerra es contraria a la religión católica».
Esto le hizo escribir una defensa filosófica del tratamiento español hacia los indios. Citó a Aristóteles, que en su Política escribió que algunas personas eran «esclavos por naturaleza» que «debían ser acorralados como bestias salvajes para poder hacerlos volver al sistema de vida correcto».
Las Casas respondió: «¡Mandemos Aristóteles a freír espárragos, porque tenemos en nuestro favor el mandamiento de Cristo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo!».
La deshumanización del enemigo ha sido un aliado necesario en las guerras de conquista. Es más fácil explicar atrocidades si éstas se cometen contra infieles, o gente de raza inferior. Así se justificaron la esclavitud y la segregación racial en los Estados Unidos, y el imperialismo Europeo en Asia y África.
Los bombardeos de aldeas vietnamitas por los Estados Unidos, las misiones de búsqueda y destrucción, la masacre de My Lai, todo se hizo agradable a sus autores mediante la idea de que las víctimas no eran humanas. Eran «Gooks» (término despectivo con el que se designaba a los vietnamitas) o comunistas, y se lo merecían.
En la Guerra del Golfo, la deshumanización de los iraquíes consistió en no reconocer su existencia. No estábamos bombardeando a mujeres, niños, ni bombardeando o acribillando a jóvenes iraquíes en actos de vuelo y rendición, estábamos actuando contra un monstruo tipo Hitler, Saddam Hussein, aunque la gente a la que estábamos matando fueran las víctimas iraquíes de este monstruo. Cuando se le preguntó al general Colin Powell acerca de las bajas iraquíes, dijo que: «Realmente no era algo en lo que estuviera terriblemente interesado».
El pueblo americano fue conducido a aceptar la violencia de la guerra en Iraq porque los iraquíes se hicieron invisibles — porque los Estados Unidos solo utilizaron «bombas inteligentes». La mayoría de la prensa ignoró el numero de víctimas en Irak, ignoró el informe del equipo médico de Harvard que visitó Irak poco después de la guerra y encontró que decenas de miles de niños iraquíes estaban muriendo debido al bombardeo de los suministros de agua y las resultantes epidemias de enfermedades.
Las festividades de Colón se divulgan como celebraciones no solo de sus proezas marítimas sino del «progreso», de su llegada a las Bahamas (Guanahaní), como el comienzo de los muy alabados quinientos años de civilización occidental. Pero debemos revisar estos conceptos. Cuando se le preguntó en una ocasión a Gandhi que qué pensaba sobre la civilización de occidente, respondió: «Es una buena idea».
La idea no es negar los beneficios del «progreso» y la «civilización» — los avances en tecnología, conocimientos, ciencia, salud, educación y niveles de vida. Pero debemos hacernos una pregunta: progreso, sí, pero ¿a qué coste humano?
¿Debemos medir el progreso simplemente en las estadísticas del cambio tecnológico e industrial, sin tener en cuenta las consecuencias de tal «progreso» para los seres humanos? ¿Aceptaríamos la justificación Rusa del mandato de Stalin, incluyendo la gran cantidad de sufrimiento humano, basándose en que transformó a Rusia en un gran poder industrial?
Recuerdo que en mis clases de Historia americana, en la secundaria, cuando llegamos al periodo después de la Guerra Civil, en el corto intervalo entre esa guerra y la segunda guerra mundial, al que se llamó la época dorada, el periodo de la gran revolución industrial, cuando los Estados Unidos se convirtió en un gigante económico. Recuerdo qué emocionados estábamos al conocer el crecimiento dramático de las industrias del petróleo y el acero, la construcción de las grandes fortunas, el entrecruzamiento del país por el ferrocarril.
No se nos contó el coste humano de este gran proceso industrial. Cómo la enorme producción de algodón provenía del trabajo de esclavos negros, como la industria textil se construyó sobre el trabajo de jovencitas que entraban en los telares a los doce años y morían a los veinticinco; cómo los ferrocarriles fueron construidos por inmigrantes irlandeses y chinos a los que prácticamente se hacia trabajar hasta la muerte, bajo el calor del verano y el frío del invierno; cómo los trabajadores, inmigrantes y nativos, tuvieron que ir a la huelga y ganar el derecho de la jornada de ocho horas, cómo los hijos de la clase trabajadora, en los barrios bajos de las ciudades tenían que beber agua contaminada y cómo morían prematuramente de malnutrición y enfermedad. Todo esto en nombre del «progreso».
Y sí, es verdad que se han obtenido enormes beneficios de la industralización, las ciencias, la tecnología y la medicina. Pero hasta el momento, en estos 500 años de civilización occidental, de dominación del mundo por parte del occidente, la mayoría de esos beneficios han recaído en una parte muy pequeña de la raza humana. Ya que miles de millones de personas en el Tercer Mundo aun se enfrentan al hambre, a la falta de vivienda, a la enfermedad, y a la muerte prematura de sus hijos.
¿Que la expedición de Colón marcó la transición de la incultura a la civilización? ¿Y las civilizaciones indias que habían sido construidas unos cientos de años antes de que llegara Colón? Las Casas y otros se maravillaron con el espíritu de participación y generosidad que caracterizaba a las sociedades indias, los edificios comunales en los que vivían, sus sensibilidad estética, la igualdad entre hombres y mujeres.
Los colonos ingleses en Norte América se asombraron de la democracia de los Iroquíes —las tribus que ocupaban gran parte de Nueva York y Pennsylvania. El historiador americano Gary Nash describió la cultura iroquesa:
«No hay leyes ni ordenanzas, alguaciles ni guardias, jueces o jurados, tribunales, o cárceles— el aparato de autoridad de las sociedades europeas — nada de eso se podía encontrar en los bosques del noreste antes de la llegada europea. Aun así estaban firmemente establecidos los limites aceptables de conducta. Aunque estaban orgullosos de ser individuos independientes, los iroquies tenían un estricto sentido del bien y del mal».
En el transcurso de su expansión hacia el oeste, los Estados Unidos, la nueva nación, robaron las tierras de los indios, los mataron cuando se resistieron, destruyeron sus fuentes de comida y abrigo, los empujaron hacia secciones cada vez más pequeñas del país, se dedicaron a la destrucción sistemática de la sociedad india. En los tiempos de la guerra de Halcón Negro, en los años de 1830 — una de las cientos de guerras contra los indios de Norte América. Lewis Cas, el gobernador del territorio de Michigan, se refirió a la toma de millones de acres de los indios como «el progreso de la civilización». Dijo: «Un pueblo bárbaro no puede vivir en contacto con una comunidad civilizada».
Ya sabemos cuan «bárbaros» eran esos indios cuando, en los años de 1880, el congreso preparó una legislación para parcelar las tierras comunales en las que aun vivían los indios, en pequeños minifundios, lo que hoy en día alguna gente admirativamente llamaría «privatización». El Senador Henry Dawes, artífice de esta legislación, «Visitó la nación Cherokee y describió lo que encontró:
«... no había una sola familia en toda la nación que no tuviera casa propia. No había ni un pobre en la nación, y la nación no debía ni un dólar... había construido sus propias escuelas y hospitales. Sin embargo su desapego hacia el sistema era aparente. Habían llegado todo lo lejos que pudieron, porque tenían las tierras en común... no había ocupación que hiciera que tu casa fuera mejor que la de tus vecinos. No había egoísmo, lo que está en el escalón más bajo de la civilización».
Ese egoísmo que está en el escalón más bajo de la civilización está conectado con lo que empujó a Colón, y con lo que causa gran admiración hoy en día. También está vinculado a lo que dicen los dirigentes políticos americanos y los medios de comunicación, acerca de cómo Occidente le hará un gran favor a la Unión Soviética y Europa del este, introduciendo el «afán de lucro».
Por descontado, puede haber algunas veces en las cuales el incentivo de afán de lucro pueda ser de ayuda en el desarrollo económico, pero tal incentivo, en la historia del «libre mercado» del oeste, ha tenido consecuencias espantosas. Ha llevado, a través de los siglos de la «civilización occidental» a un imperialismo despiadado.
En la novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, escrita en 1890 después de pasar una temporada en el Congo superior, en África, describe el trabajo que hacían hombres negros encadenados para los hombres blancos cuyo único interés era el marfil. Escribe:
«La palabra marfil, tañía en el aire, se susurraba, se suspiraba. Se podría pensar que le rezaban... arrancar el tesoro de las entrañas de la tierra era su anhelo, sin que les respaldara otro propósito moral que el que tienen los ladrones al allanar una propiedad».
Este anhelo incontrolado por el afán de lucro ha conducido a un enorme sufrimiento humano, explotación, esclavitud, crueldad en el trabajo, condiciones laborales peligrosas, trabajo infantil, la destrucción de campos y bosques, el envenenamiento del aire que respiramos, del agua que bebemos, de nuestros alimentos.
En su auto biografía de 1933, el jefe Luther Oso Plantado, escribió:
«Es cierto que el hombre blanco trajo grandes cambios, pero los frutos variados de su civilización, aunque muy exagerados e incitadores, son escalofriantes y mortales. Y si es parte de la civilización el mutilar, robar, y arruinar, entonces ¿qué es el progreso? Voy a aventurar que el hombre que se sienta en el piso de su tipi, meditando acerca de la vida y su significado, aceptando la hermandad de todas las criaturas y reconociendo una unidad en el universo de las cosas, tiene imbuido su ser con la verdadera esencia de la civilización».
Las amenazas actuales al medio ambiente han hecho que científicos y otros académicos reconsideren el valor del «progreso», tal y como ha sido definido hasta ahora. En diciembre de 1991 hubo una conferencia de cinco días en el MIT (Masachussets Institute of Technology) en los que cincuenta científicos e historiadores discutieron la idea del progreso en el pensamiento occidental. Esta es una parte del informe de esa conferencia aparecida en el Boston Globe.
«En un mundo, donde los recursos están siendo dilapidados, y el entorno envenenado, dijeron ayer los participantes de una conferencia en el MIT, ya es hora de que la gente empieza a pensar en términos de sostenibilidad y estabilidad en vez de en crecimiento y progreso. Las discusiones entre académicos de economía, religión, medicina, historia y ciencias se caracterizaron por fuegos artificiales verbales y acalorados intercambios que a veces llegaron hasta los gritos».
Uno de los participantes, el historiador Leo Marx, dijo que trabajar hacia una mayor coexistencia armónica con la naturaleza es en sí misma una clase de progreso, aunque diferente del tradicional en el que la gente trata de dominar la naturaleza.
Así que mirar hacia el pasado, hacia Colón, de forma crítica es replantearse la cuestión del progreso, la civilización, nuestras relaciones con otros, nuestra relación con la naturaleza.
Probablemente hayan oído, muy a menudo, como yo, que es una equivocación tratar la historia de Colón como lo hacemos. Lo que nos dicen es: «Están sacando a Colón fuera de contexto, mirándolo con los ojos del siglo XX. No deben superponer los valores de nuestra era en sucesos que tuvieron lugar hace 500 años, eso es antihistórico».
Este argumento me parece extraño. ¿Quiere eso decir que la crueldad, la explotación, la avaricia, la esclavización, la violencia contra pueblos indefensos son valores característicos de los siglos quince y dieciséis? ¿Y que nosotros en el siglo XX estamos por encima de eso? ¿Es que no hay ciertos valores que son comunes a la época de Colon y a la nuestra? Prueba de ello es que tanto en su época como en la nuestra hubo y hay esclavizadores y explotadores; tanto en su época como en la nuestra hubo y hay quienes protestaron contra esto, en nombre de los derechos humanos.
Es muy alentador que, en este año del Quinto Centenario, hay una ola de protestas, sin precedentes en todos los años de la celebración de Colón, a lo largo de los EE.UU., y a través de las Américas. La mayoría de estas protestas están dirigidas por Indios, que están organizando conferencias y reuniones, que se comprometen en actos de desobediencia civil, que están tratando de educar al público americano sobre lo que realmente pasó hace quinientos años, y que nos dice mucho sobre los problemas de nuestro tiempo.
Hay una nueva generación de profesores en las escuelas, y la mayoría de ellos insiste en que se cuente la historia de Colón desde el punto de vista de los Americanos nativos. En el otoño de 1990 me llamó de Los Angeles un locutor de un programa de debates que quería discutir sobre Colón. En otra línea, también estaba una estudiante de secundaria de esa ciudad, llamada Blake Lindsey, que había insistido en que el Ayuntamiento de Los Ángeles se opusiera a las celebraciones tradicionales del día de Colón. Ella les contó el genocidio cometido por los españoles contra los indios Arawak, y el ayuntamiento ni siquiera respondió.
Alguien llamó al programa presentándose como una mujer que había emigrado de Haití. Dijo: «Esa chica tiene razón —ya no quedan indios— En nuestra ultima revuelta contra el gobierno el pueblo derribó la estatua de Colón y ahora esta en el sótano del ayuntamiento de Port-au-Prince». La que llamaba terminó diciendo. «¿Por qué no erigimos estatuas de los aborígenes?».
A pesar de los libros de texto aún vigentes, cada vez más profesores tienen dudas, más estudiantes tienen dudas... Bill Begelow informa sobre las reacciones de sus estudiantes después de que les hace leer información que contradice la historia tradicional. Un estudiante escribió: «En 1492 Colón surcó la mar oceana... esa historia es tan completa como un queso de gruyere».
Otra escribió una crítica de su libro de texto de Historia Americana al editor, Allyn y Bacon, señalando que había demasiadas omisiones importantes en el texto. Dijo: «para hacer las cosas fáciles, solo escogeré un tema. ¿Qué tal Colón?».
Otro estudiante: «Me parecía que los editores solo habían impreso una historia gloriosa que se suponía que nos haría sentir más patrióticos hacia nuestro país... querían hacernos ver nuestro país como algo grande y poderoso, y siempre del lado de la razón... nos han estado alimentando con mentiras».
Cuando los estudiantes descubren que en la primera historia que aprenden —la historia de Colón— no se les ha estado contando toda la verdad, esto les conduce a un escepticismo muy saludable acerca de su educación histórica. Una de las estudiantes de Begelow, llamada Rebecca, escribió: «¿Qué importa realmente quien descubrió América?... solo el pensar que me han mentido toda la vida acerca de esto, y quien sabe acerca de qué más, realmente me cabrea».
Este nuevo pensamiento crítico en los colegios e universidades parece asustar a los que han glorificado lo que se ha llamado «Civilización occidental». El Secretario de Educación de Reagan, William Bennett, en su «Informe sobre humanidades en la Educación Superior» habla acerca de la civilización occidental como «nuestra cultura común... sus más altas ideas y aspiraciones».
Uno de los defensores más feroces de la civilización occidental es el filosofo Allan Bloom, que escribió «El final de la mentalidad americana» con un sentimiento de pánico con respecto a lo que los movimientos sociales de los sesenta habían hecho para cambiar la atmósfera educativa de las universidades Americanas. Estaba espantado con las manifestaciones de estudiantes de las que fue testigo en Cornell, que consideraba una terrible interferencia con la educación.
La idea de educación de Bloom era un pequeño grupo de estudiantes muy inteligentes, en una universidad de élite, estudiando a Platón y Aristóteles, y rechazando ser molestados en su contemplación por el ruido exterior causado por estudiantes manifestándose contra el racismo o protestando contra la guerra de Vietnam. Mientras lo leía, me recordó a algunos colegas míos, de cuando enseñaba en una universidad para estudiantes de raza negra en Atlanta, Georgia, que movían su cabeza con desaprobación cuando nuestros estudiantes dejaron sus clases para una sentada, para ser arrestados, en protesta en contra de la segregación racial. Decían que estos estudiantes estaban descuidando su educación. De hecho, estos estudiantes aprendieron más en unas cuantas semanas de participación en lucha social de lo que podrían haber aprendido en un año de asistencia a clase.
¡Vaya entendimiento limitado y atrofiado de la educación! Se corresponde perfectamente con la visión de la historia que insiste en que la civilización occidental es el cenit del logro humano. Como escribió Bloom en su libro: «... solo en las naciones occidentales, es decir, las que recibieron la influencia de la filosofía griega, hay alguna voluntad en dudar la identificación del bien con las actitudes personales». Bueno, si esta voluntad de poner en duda es el sello de la filosofía griega, entonces Bloom y sus compañeros, idólatras de la civilización occidental, no tienen ni idea de tal filosofía.
Si la civilización occidental es la cúspide del progreso humano, los EE.UU. son el mejor exponente de esta civilización. Aquí tenemos otra vez a Allen Bloom:
«Este es el momento de EE.UU. en la historia mundial... América nos cuenta una historia, el continuo, inevitable progreso de la libertad y la igualdad. De sus primeros colonizadores y de sus comienzos políticos en adelante, es indiscutible que la libertad y la igualdad son la esencia de la justicia para nosotros...».
Sí, dile a los negros y a los americanos nativos, a los vagabundos, a los que no tienen Seguro de Enfermedad, y a todas las víctimas de la política exterior americana, que América «nos cuenta una historia... de libertad e igualdad».
La civilización occidental es muy compleja. Representa muchas cosas, algunas decentes, otras espantosas. Tendríamos que detenernos a pensar antes de ensalzarla sin críticas cuando advertimos que David Duke, un miembro del Ku Klux Klan de Louisiana, y ex Nazi, dice que lo malinterpretaron. «El fundamento más fuerte de mi pensamiento» le dijo a un periodista «es mi amor por la civilización occidental».
Los que insistimos en considerar críticamente la historia de Colón, e igualmente todo aquello de nuestra historia tradicional, somos habitualmente acusados de insistir en la corrección política, en perjuicio de la libertad de expresión. A mi esto me parece raro. Es el guardián de las viejas historias, las historias ortodoxas, el que rechaza abrir el espectro de las ideas, exponerlas en libros nuevos, nuevos enfoques, nueva información, nuevas visiones de la historia. Los que reivindican creer en el «libre mercado» ya no creen en un libre mercado de ideas, creen en un libre mercado de bienes y servicios. En ambos casos, bienes materiales e ideas, quieren un mercado dominado por aquellos que siempre han detentado el poder y la riqueza. Les preocupa que si hay nuevas ideas en el mercado, la gente pueda empezar a reflexionar sobre los planes sociales que nos han causado tantos sufrimientos, tanta violencia, tantas guerras durante estos últimos quinientos años de «civilización».
Por supuesto que ya nos pasaba eso antes de que Colón llegara a este hemisferio, pero los recursos eran insignificantes, la gente estaba aislada unos de otros, y las posibilidades eran muy limitadas. En los siglos recientes, sin embargo, el mundo se ha convertido en un lugar sorprendentemente pequeño, nuestras posibilidades de crear una sociedad decente se han incrementado enormemente, así que ya no existen excusas para el hambre, el analfabetismo, la violencia y el racismo.
Revisando nuestra historia, no solo estamos mirando al pasado, sino al presente, y tratando de observarlo desde el punto de vista de aquellos que han sido excluidos de los beneficios de las llamadas civilizaciones. Lo que estamos intentando realizar es una cosa muy sencilla pero profundamente importante, mirar el mundo desde otros puntos de vista. Necesitamos hacerlo empezando este nuevo siglo, si queremos que este siglo sea diferente, si queremos que sea, no un siglo Americano, o un siglo occidental, o un siglo blanco o un siglo masculino, o el siglo de alguna nación o algún grupo, sino el siglo de la raza humana.
Título original: Columbus and Western civilization.
Publicado originalmente en ZNet.
Traductora: Déborah Gil, revisado por Josué Pérez.
Recuperado el 25 de octubre de 2013 desde archivochile.com
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