Eduardo de Guzmán. Mi hija Hildegart [epub]




Esta obra no es una novela, sino un reportaje, un reportaje de unos hechos alucinantes. Porque la vida y la muerte de Hildegart Rodríguez tienen mucho de asombrosas y poco de vulgares o tranquilizantes. Es una mujer extraña que, ya antes de su nacimiento, aparece siempre bañada en una luz irreal, moviéndose en un clima onírico, respirando un aire fantasmal. Abundan en su historia los hechos que superan la capacidad de comprensión de muchos personajes —ella misma o su madre—, que parecen arrancados de una angustiosa y obsesiva narración de Kafka o de Poe, cualidades todas que aconsejaron llevarla a la pantalla, en una película dirigida por Fernando Fernán Gómez.


BREVE ADVERTENCIA PRELIMINAR

Eduardo de Guzmán
El relato que sigue no es una novela, sino un reportaje. Quiero indicar con ello que ni los hechos que narro ni los personajes que describo son fruto exclusivo de la imaginación. Por el contrario, todos tuvieron, y algunos siguen teniendo aún, existencia real. Conviene, por tanto, estampar aquí un aviso diametralmente opuesto al que aparece al frente de tantas obras de ficción: que la semejanza que puedan guardar con episodios y seres auténticos nada tiene de simple y casual coincidencia.


Normalmente, con las frases anteriores habría suficiente para disipar cualquier posible duda o confusión del lector. Temo, sin embargo, que en este caso concreto no baste. La vida y la muerte de Hildegart Rodríguez tienen mucho de asombrosas y poco de vulgares o tranquilizantes. Es una mujer extraña que desde antes del nacimiento hasta después de su muerte aparece siempre bañada en una luz irreal, moviéndose en un clima onírico, respirando un aire fantasmal. Abundan en su historia hechos que superan la capacidad de comprensión de muchos, y personajes —ella misma o su madre— que parecen arrancados de una alucinante y obsesiva narración de Kafka o Poe.


Habrá probablemente quienes se resistan a creer lo que cuento en este reportaje. Que pese a los nombres concretos, a las fechas exactas, a las obras publicadas e incluso a las actuaciones judiciales y los informes de autopsia, duden de que algunas cosas hayan sucedido realmente. Más numerosos serán seguramente los que traten de hallar una fácil y cómoda explicación a lo que para ellos resulta incomprensible en un supuesto desequilibrio mental, aunque esa locura esté negada por diagnósticos de forenses y psiquiatras. Yo, por mi parte, me limito a contar lo sucedido como realmente ocurrió y a apuntar los motivos que pudieron determinarlo. Verdad es lo que es, según la categórica definición escolástica, y yo no debo ni quiero alterarla para superar la tenaz incredulidad de algunos escépticos. La gran ventaja de la realidad sobre la ficción estriba precisamente en que la última necesita aparentar verosimilitud para ser creída, mientras la primera puede permitirse el lujo de parecer inverosímil. 


Hildegart Rodríguez


Gran parte de la historia de Hildegart no solo parece increíble, sino que lo es, sin que por ello resulte menos exacta y veraz. Acaso esta sorprendente contradicción haya determinado el completo silencio que durante siete largos lustros ha envuelto su inquietante figura y su impresionante final. Son pocos los que se atreven a explorar determinados abismos humanos, cuyas tinieblas no aciertan a traspasar nuestras miradas y donde los pulmones encuentran un aire demasiado enrarecido para poder respirar. Asombra, no obstante, que cuando símbolos y complejos están de moda y el problema de la incomunicabilidad humana preocupa a las multitudes, nadie haya recordado la personalidad extraña y desconcertante de Aurora Rodríguez, la madre parricida de Hildegart, torturada por todas las angustias existenciales, llevada hasta el borde de la locura, creyendo en el crimen y aun justificándolo en virtud de tortuosos razonamientos cerebralistas. 


Aurora Rodríguez, madre de Hildegart


UN CRIMEN INEXPLICABLE


Nueve de junio de mil novecientos treinta y tres. Cuando llego al periódico, al portero le falta tiempo para darme la noticia sensacional. Agitado, nervioso, exclama apenas me ve:


—¡Han matado a Hildegart…!


—¿A Hildegart? —pregunto, sorprendido y confuso.


—Sí. Telefonearon hace un rato a la redacción para decirlo. Creo que ha sido su madre…


Me cuesta trabajo creerlo. El portero es un hombre impresionable y asustadizo, presto siempre a hacerse eco de los rumores más disparatados. Lo que ahora cuenta debe ser uno de tantos bulos como circulan a diario por Madrid. España vive una hora de inquietudes y sobresaltos, de cara a un verano que se presagia dramático. El segundo gobierno Azaña está en crisis y la formación del tercero tropieza con enormes dificultades debido a las salpicaduras de Casas Viejas. A todas horas se habla de revoluciones inminentes, de pronunciamientos, de sabotajes y de atentados. Que la realidad demuestre que la mayoría de tales anuncios son falsos no impide que a las pocas horas circulen otros no menos falaces y truculentos.


El pretendido asesinato de Hildegart tiene que ser uno de ellos. Conocida por sus libros polémicos, sus conferencias de divulgación y sus campañas en defensa de la igualdad jurídica y sexual de la mujer, Hildegart no concita contra sí odios ni rencores. Es una muchacha alegre, activa, optimista y simpática.


Muchos ven en ella una gran figura en ciernes, un nombre político capaz de llenar por sí solo toda una época. Pero la ven, naturalmente, en potencia, es decir, en cuanto puede y debe, por sus méritos y posibilidades, llegar a serlo un día más o menos lejano. Aun habiendo alcanzado a sus dieciocho años lo que para cualquier persona vulgar constituiría la meta de sus ambiciones, ella está simplemente en los comienzos de su ascensión. Cabe, pues, considerarla una simple promesa. Valiosa desde luego, pero promesa, acaso porque le ha faltado materialmente tiempo para hacer más de lo que ha hecho, aunque no conozca a nadie que haya hecho tanto a su misma y temprana edad.


Pero sí resulta difícil imaginar que haya quien, cegado por fanatismos políticos, ideológicos o religiosos, atente contra la vida en flor de la joven; ni siquiera como hipótesis disparatada puedo admitir que Hildegart haya sido asesinada por su propia madre. Conozco a una y otra hace años, y pocas veces vi dos personas más unidas e identificadas en todo y por todo. Tampoco a una madre que oyese y mirara a una hija con mayor admiración y cariño ni experimentase tan visible satisfacción y orgullo por sus repetidos éxitos.





No hay comentarios: