Que los actuales gobiernos serán abolidos a fin de que la libertad, la igualdad y la fraternidad, no sean por más tiempo vanas palabras, sino vivientes realidades; que todas las formas de gobierno ensayadas hasta nuestros días han sido formas de opresión y deben ser reemplazadas por nuevos métodos de organización, son cosas que están perfectísimamente demostradas para los que piensan desapasionadamente y son por temperamento revolucionarios. Para decir la verdad, no es necesario ser gran innovador, como tampoco para llegar a la dicha conclusión; los vicios de los gobiernos de hoy día y la imposibilidad de reformarlos, son demasiado patentes para que puedan escaparse a la penetración de un observador imparcial. La idea de acabar con los gobiernos surge, hablando en general, en ciertos periodos, sin grandes dificultades. Hay momentos en que los gobiernos comienzan a deshacer sus propias obras, como castillos de naipes, ante el impulso revolucionario de un pueblo. Claramente se vio lo que decimos en 1848 y 1870 en Francia.
El objeto final de una revolución de la clase media es derribar un gobierno. Para nosotros, derribar un gobierno es sólo el comienzo de la revolución social. Una vez sin timón el mecanismo del Estado, desorganizada la jerarquía burocrática que lo sostiene y derrotado el ejército de los defensores del capital, es cuando nosotros debemos llevar a cabo la gran obra de destruir las instituciones que perpetúan la esclavitud política y económica. De este modo se adquiere la posibilidad de obrar, de actuar libremente.
¿Qué deben hacer los revolucionarios? A esta cuestión, nosotros nos limitamos a responder:
«No más gobiernos; lo que debemos realizar es el principio anarquista».
Todos los demás dicen:
«Constituyamos un gobierno revolucionario».
Los que así hablan, sólo difieren en la forma que debe darse al gobierno denominado revolucionario. Unos quieren que sea elegido por sufragio universal en el Estado o en el Municipio, reclaman otros la dictadura revolucionaria. ¡Un gobierno revolucionario! He aquí dos palabras que suenan rudamente a todos los que saben lo que es la revolución social y lo que significa el principio de gobierno, dos cosas que se contradicen, que se aniquilan. Hemos visto muchos gobiernos despóticos, porque el despotismo es la esencia de todos los gobiernos, pues siempre se colocan al lado de la reacción y frente a frente de la revolución; pero nunca llegamos a ver un gobierno revolucionario. Y la razón de esto es sencillísima. La revolución, sinónimo de desorden, de destrucción, de aniquilamiento de las más venerandas instituciones, en unos pocos días de violenta demolición de la propiedad establecida, de la supresión de clases, de veloz transformación de las ideas corrientes de moralidad, o mejor dicho, de la hipocresía que la substituye, de libertad individual y acción espontánea, es la negación rotunda, la oposición, precisamente, del gobierno, que por su parte significa el orden establecido, la conservación de las instituciones vigentes, la negación de la iniciativa y de la acción individuales.
Y sin embargo, a cada momento oímos hablar de ese tordo blanco, cual si un gobierno revolucionario fuese la cosa más natural del mundo, y tan común y tan conocida como la monarquía, el imperio o el papado.
Que los revolucionarios de la clase media prediquen ideal tal, compréndese fácilmente, pues demasiado sabemos lo que ellos entienden por revolución. Todo se reduce a una imitación de república burguesa y al acaparamiento de los empleos lucrativos, antes reservados a los monárquicos. Implica, cuando más, la separación de la Iglesia y del Estado, y como compensación al concubinaje de ambas, la confiscación de los bienes eclesiásticos en beneficio del Estado, y principalmente en beneficio de los futuros administradores de la riqueza pública. Pero que los socialistas revolucionarios se transformen en apóstoles de aquella idea, cosa es que sólo puede explicarse de dos maneras: o los que la aceptan se hallan imbuidos por los prejuicios de la clase media, que inconscientemente toman de la literatura y en especial de la historia escrita por dicha clase, con el espíritu de servidumbre heredado de muchos siglos de esclavitud, y por tanto no pueden concebir la posibilidad de ser realmente libres; o no desean tal revolución, aunque sin cesar tengan en los labios la palabra, y ansían o se contentan, en resumen, con un simple plagio de las instituciones existentes, a condición de gozar del poder y encontrarse más adelante preparados para acallar al pueblo tan pronto como sea necesario. Estos últimos combaten hoy a los gobiernos porque no pueden ocupar su lugar. No discutiremos con gente de tal calaña; nosotros sólo podemos hacerlo con los que honradamente mantengan una opinión.
Comenzaremos por la primera de las dos formas de gobierno, es decir, por el gobierno de elección popular. Imaginémonos destruida la autoridad monárquica o republicana, y vencido el ejército de los defensores del capital; la agitación se extiende en todo sentido, y todo el mundo se ocupa de los asuntos públicos; nadie quiere quedarse atrás; hay un vivo deseo por marchar adelante. Surgen nuevas ideas, y se comprende la necesidad de operar cambios profundos, formales, decisivos. Es menester obrar, comenzar sin tardanza el trabajo de demolición a fin de dejar el camino franco a la nueva vida. Pero ¿qué se quiere hacer? ¿Convocar al pueblo a elecciones, elegir un gobierno en seguida, y confiarle luego el trabajo que todos y cada uno de nosotros debiera realizar por iniciativa propia? Esto es lo que hizo París después del 18 de Marzo de 1871.
«Siempre tendré en la memoria, —dice un amigo nuestro—, aquellos bellísimos instantes de emancipación. Salí de mi casa para ir a las reuniones al aire libre que ocupaban a París de un extremo a otro. Todos discutían los asuntos públicos; la prevención personal había sido olvidada; nadie pensaba en comprar y vender, todos encontrábanse dispuestos para marchar en cuerpo y alma hacia el porvenir. Llevados del entusiasmo, algunos capitalistas saludaron con gozo el comienzo de una existencia nueva. —¡Si hemos de hacer la revolución social, —exclamaban—, hagámosla cuanto antes! ¡Que todo sea de todos; estamos dispuestos a ello!. Se tenían los elementos de la revolución; todo lo que había que hacer surgió de la acción popular. Guiando por la noche regresé a mi casa, me dije: ¡Se ha de reconocer que la humanidad es grande! Nosotros no la hemos comprendido; se la ha calumniado siempre.
Llegaron entonces las elecciones, nombráronse los miembros de la Commune, y el poder del entusiasmo, el celo por la acción, fuéronse extinguiendo poco a poco. Cada uno volvió a sus diarias tareas, diciéndose. Ahora ya poseemos un gobierno honrado; dejémosle obrar».
Y sabido es lo que luego sucedió.
En vez de proceder de este modo, en lugar de ir siempre adelante, en vez de entrar por completo en un nuevo orden de cosas, el pueblo, confiando en un gobierno, lo abandonó todo a su iniciativa. Esa fue la primera consecuencia, el resultado de las elecciones. ¿Qué iba a hacer un gobierno investido con la confianza de todos? Nunca hubo elecciones más libres que las de Marzo del 71. Los mismos adversarios de la Commune así lo han reconocido. Nunca el cuerpo electoral se sintió más fuertemente impulsado por el ansia de colocar a los mejores hombres en el poder, a los hombros del porvenir, a los revolucionarios. Y eso fue lo que se hizo. Todos los revolucionarios de fama fueron elegidos por formidable mayoría: jacobinos, blanquistas, internacionalistas, las tres fracciones revolucionarias estuvieron representadas en el Congreso comunal. Imposible que elección alguna dé por resultado un gobierno mejor. Y ya se saben las consecuencias. Poseedores de instrucciones para proceder de acuerdo con las formas establecidas por gobiernos anteriores, aquellos ardientes revolucionarios, aquellos reformadores, se encontraron en la imposibilidad de hacer algo bueno, algo provechoso. Con todo su valor y todo su exceso de buena voluntad, ni siquiera fueron capaces de organizar la defensa de París. Verdad es que hoy se culpa a los hombres, a los individuos; más no fueron éstos la causa de aquella catástrofe, lo fue el método aplicado.
Efectivamente, el sufragio universal, cuando es libre, puede a lo sumo proporcionar una asamblea que represente un promedio de las opiniones corrientes entre el pueblo en un momento determinado. Y este promedio, en los comienzos de toda revolución, es por lo general una idea vaga, pero muy vaga, de lo que se ha de hacer, sin tener en cuenta el cómo ha de hacerse. ¡Ah, si la mayoría de la nación o del municipio fuese capaz de comprender antes del movimiento lo que debiera hacer tan pronto como el gobierno fuese derribado! Si este sueño de los utopistas pudiera realizarse, jamás se hubieran hecho sangrientas revoluciones; la voluntad de la mayoría de la nación, una vez manifestada, bastaría para que se emprendiese de buena gana. Mas no ocurren así las cosas. Es probable que la revolución surga sin previo conocimiento general. Y los que en la actualidad tienen clara idea de lo que habrán de hacer al día siguiente de la rebelión, constituye una pequeña minoría. La masa del pueblo sólo tiene una idea general de lo que quisiera ver realizado, sin saber de qué modo se ha proceder para alcanzar sus fines, sin tener exacta conciencia del camino que ha de recorrer.
La solución práctica sólo se encuentra, sólo llega a ser patente y clara cuando el cambio de cosas ha dado ya principio; será el producto de la revolución misma y de la acción popular, o no será nada. La inteligencia de unos cuantos es completamente incapaz de encontrar aquellas soluciones que sólo pueden surgir de la vida del pueblo. Tal es la situación que se refleja en las corporaciones elegidas por sufragio aun en aquellas que no tienen todos los vicios inherentes a los gobiernos representativos en general.
El reducido número de hombres que representan la idea revolucionaria de la época, se ven cohibidos o por los representantes de las escuelas revolucionarias del pasado o por los del orden de cosas actual. Estos hombres, cuya presencia en medio del pueblo es tan necesaria precisamente en los días de rebelión, con el fin de que difundan sus ideas, de que pongan en movimiento a las masas y derrumben prontamente las caducas instituciones del pasado, se ven precisados a detenerse en un salón cualquiera a discutir, en mayor extensión de la que se figuran, para arrebatar a los moderados algunas concesiones o para convencer a los reacios, sin comprender que únicamente hay un medio de hacer aceptables las nuevas ideas, que es ponerlas en práctica a toda prisa.
El gobierno transformase de tal modo en el parlamentarismo con todos sus vicios, y lejos de ser un gobierno revolucionario, se hace el mayor obstáculo de la revolución, por lo cual el pueblo se ve al punto obligado a deponer a sus elegidos del día anterior. Mas esto último no es ya tarea fácil. El nuevo gobierno siéntese llamado a organizar completamente una nueva administración y a dictar reglas para hacerse obedecer, y no puede en manera alguna mostrarse benévolo con las nuevas ansias del pueblo. Deseoso de mantenerse en el poder, se reviste de toda la fuerza de que es capaz una institución que tuvo tiempo de caer en senil descomposición. Acuérdase, en vista de esto, oponer la fuerza a la fuerza, y sólo se halla un medio de destruirlo, que es tomar las armas y hacer nuevamente la revolución, esta vez a fin de aniquilar a aquellos mismos en quienes el pueblo tenía puestas todas sus esperanzas.
Los elementos revolucionarios divídense en este punto. Luego de haber perdido un tiempo precioso en venir a un acuerdo con los adversarios, llega un momento en que se pierde la energía por internas disensiones entre los partidarios del nuevo gobierno y los que experimentan necesidad de anularlo para seguir la obra revolucionaria. ¡Y todo esto sin haber comprendido que una nueva vida requiere nuevos métodos, que la revolución no se hace pegándose a las antiguas fórmulas! ¡Todo por no haber comprendido la incompatibilidad del gobierno con la revolución, pues en cualquier forma que se presente, el uno será siempre la negación rotunda de la otra, y que fuera del principio anarquista, la revolucion es imposible! Esto es justamente lo que sucede con otra forma de gobierno revolucionario, por la cual declámase mucho: la dictadura revolucionaria.
Los peligros a que se halla expuesta una revolución, si la ha de seguir la dirección de un gobierno de elección popular, son tan evidentes, que una escuela entera de revolucionarios ha renunciado a la idea aquella. Opinan los revolucionarios a que aludimos que es imposible que un pueblo sublevado se procure por medio del sufragio un gobierno que no represente el pasado y que no se sujete de pies y manos al pueblo justamente en los momentos en que más falta hace llevar a cabo el inmenso trabajo de regeneración económica, política y moral que nosotros designamos con el nombre de Revolución social. Rechazan, por tanto, la idea de un gobierno legal, por lo menos mientras dure la lucha contra la legalidad, e invocan la dictadura revolucionaria. Dicen:
«El partido que consigue aniquilar un gobierno, debe ocupar su puesto por la fuerza. Debe, por consiguiente, apoderarse del Estado y proceder de una manera revolucionaria; tomar las medidas precisas para asegurar el triunfo del levantamiento y derrumbar las antiguas instituciones, organizando al propio tiempo la defensa del país. Y para los que no reconozcan su poder, la autoridad suya, no debe haber más que la guillotina; para los capitalistas o trabajadores que rehúsen obedecer las órdenes que dicte, con el fin de regular el progreso de la revolución, también la guillotina, y siempre la guillotina».
Tal es la lógica de los Robespierres en embrión, de los que solo se acuerdan de las postreras escenas del gran drama del pasado siglo. Para nosotros, que somos anarquistas, la dictadura de un individuo o de un partido, —en realidad viene a ser una misma cosa—, ha sido sojuzgada en definitiva. Sabemos que una Revolución social no puede ser dirigida ni por un solo hombre ni por una sola organización; sabemos que revolución y gobierno son incompatibles, que la una aniquila al otro, cualquiera que sea el nombre: dictadura, parlamentarismo o monarquía que se dé al gobierno; sabemos, últimamente, que la fuerza y el valor de nuestro partido consisten en esta fórmula, que es la fundamental suya:
«Nada bueno y duradero se puede hacer como no sea por la libre iniciativa del pueblo; y toda autoridad tiende a destruirla».
Por esta razón los mejores de nosotros llegarían a ser considerados como tunantes en menos de una semana, si sus ideas no pasaran por el crisol del pueblo, a fin de ser puestas en práctica, y se transformaran en directores de esa formidable máquina llamada gobierno, imposibilitándose de obrar con arreglo a su voluntad. La dictadura, aun la mejor intencionada, lleva a la muerte de la revolución. Y más aún; la idea de la dictadura es siempre un producto insano del fetichismo gubernamental, que en unión del fetichismo religioso, ha perpetuado la servidumbre. Que es lo que no olvidamos los anarquistas. Mas no es nuestra intención hablar hoy de estos. Vamos a hablar de los que, entre los revolucionarios gubernamentales, piensan honradamente y solo desean que se discuta su actitud; y hablaremos de ellos desde sus propios puntos de vista.
Ante todo, séanos permitido hacer una observación general. Los que proclaman la necesidad de la dictadura no comprenden generalmente que, al sostener aquel prejuicio, no hacen otra cosa que preparar el terreno para los que más adelante han de llevarles a la horca o a la guillotina. Esa es una de las afirmaciones de Robespierre, que sus admiradores harían bien en tener presente. No negaba aquel la dictadura en principio; pero… «¡No olvidéis mis palabras! —decía en cierta ocasión. —¡Brissot será dictador!». Efectivamente, Brissot, el maleante girondino, el mortal enemigo de la tendencia igualitaria popular, el miserable defensor de la propiedad, luego de haber afirmado que era un robo, Brissot habría escrito con gran placer, en el registro de presos de L’Abbaye Prison, los nombres de Marat, de Hebert y de todos los jacobinos moderados.
¡Pero esa cita —exclamaréis— data de 1792! ¡Y en aquella época, Francia llevaba ya tres años de revolución permanente! En efecto, la realeza había sido extirpada; faltaba solo darla el último golpe; y estaba ciertamente abolido el régimen feudal. Sin embargo, aun en ese período, cuando la ola revolucionaria se extendía con toda libertad, es cuando tuvo muchas probabilidades de ser proclamado dictador el reaccionario Brissot. ¿Y en 1789? ¡Mirabeau, el gran orador, reconocido jefe supremo, pactando con el rey la venta de su elocuencia! Esos, esos son los hombres que hubieran sido llevados al poder en aquellos tiempos, si el pueblo insurreccionado no hubiese permanecido fiel a su intento de hacer ilusorio todo poder constituido, así en París como en provincias. Pero el prejuicio gubernamental ciega de tal manera a los que defienden la dictadura, que prefieren preparar la de un Brissot o un Napoléon, antes que renunciar a la idea de dar nuevo señor al pueblo en el momento en que rompe sus cadenas.
Las sociedades secretas del período de la Restauración y de Luis Felipe contribuyeron poderosamente a mantener el prejuicio de la dictadura. Los republicanos de la clase media, ayudados por el pueblo, hicieron entonces una multitud de conspiraciones para derribar la monarquía e implantar la república. No tenían en cuenta la inmensa metamorfosis que se había operado en Francia, y se imaginaban que, merced a una vasta conspiración, podrían en pocos días derribar al rey, tomar posesión del poder y proclamar la república. Cerca de treinta años estuvieron trabajando las tales sociedades secretas, con una perseverancia y un valor heroicos. Si la república resultó naturalmente de la revolución de febrero (1848), fue debido a aquellas sociedades, a su continua propaganda. Sin sus nobles esfuerzos, hoy mismo sería imposible la república. Su objeto era por entonces apropiarse el gobierno y colocar en el poder a los representantes de sus ideas, constituyendo una dictadura republicana. Mas, como de esperar era, nada de esto sucedió. Como de costumbre, la conspiración no desterró a la realeza; resultado inevitable de las condiciones en que las cosas se encuentran.
Los conspiradores prepararon la caída. Habían difundido diestramente las ideas republicanas. Sus mártires mostraban al pueblo su ideal. Mas el último esfuerzo, el que acabó por completo con la monarquía burguesa, fue mucho más poderoso, mucho mayor que el producido por la sociedad secreta; esfuerzo tan grande surgió de la masa total del pueblo. Conocidas nos son las consecuencias. El partido que había preparado la caída de la monarquía se quedó sin el poder. Otros, que fueron harto prudentes para exponerse a los riesgos de una conspiración, pero más conocidos y a la vez más moderados, aguardando el instante de apropiarse el gobierno, ocuparon el lugar que los conspiradores habían pensado conquistar entre el formidable estruendo de sus cañones. Algunos periodistas y abogados, oradores elocuentes, que habían trabajado a fin de crearse un nombre, mientras los verdaderos republicanos preparaban las armas para el combate o gemían en las prisiones, tomaron por asalto el poder. Otros, también muy conocidos, fueron aclamados por la multitud; y otros, finalmente, empujáronse a sí mismos, avanzaron algo y fueron aceptados solo porque sus nombres representaban un programa de acomodamientos con todo el mundo.
No se nos diga ahora que esto fue debido a la necesidad del pensamiento práctico de una rama del partido de acción y que otros obraron mejor. No, mil veces no. Es una ley como la que rige los movimientos de los astros, que el partido de la acción esté alejado, mientras los intrigantes y los charlatanes ocupan el gobierno. Son estos más conocidos de la masa que da el último impulso. Alcanzan mayor número de votos con o sin papeletas electorales, por aclamación o mediante la urna electoral, que al fin es siempre un modo de elección tácita, la aclamación popular en un momento dado. Son escogidos por todos, principalmente por los enemigos de la revolución, que prefieren elevar a los que no han de hacer nada. Y de esta manera son aclamados como jefes los enemigos del movimiento o los que son indiferentes a su triunfo. El hombre que más que ningún otro encarnó este sistema de conspiración, el hombre que pagó con la cárcel uno y otro día su entusiasmo por tal idea, Blanqui, arrojó a los cuatro vientos, poco antes de morir, estas palabras, que encierran todo un programa: «Ni Dios ni amo».
Suponer que un gobierno cualquiera puede ser derribado por una sociedad revuelta y que esta puede reemplazar a aquel, es un error en que han incurrido todas las organizaciones revolucionarias que tuvieron su origen en la clase media republicana de Francia desde 1820. Mas hay otros ejemplos que demuestran claramente nuestras tesis. ¡Cuánto entusiasmo, cuánta abnegación, cuánta perseverancia no se ha visto desplegar a las sociedades secretas republicanas de la joven Italia! Y sin embargo de todo aquel inmenso trabajo, de todos los sacrificios de la juventud italiana, ante los cuales palidece la obra de la juventud rusa, del mismo montón de cadáveres hacinados en las fortalezas de Austria después de caer bajo el hacha o la horca del verdugo, la obra de las sociedades secretas siempre tuvo por herederos y sucesores a la miserable clase media y a la realeza.
Lo propio ha ocurrido en Rusia. Difícil es encontrar en toda la historia una organización secreta que con medios tan reducidos haya alcanzado mejores resultados que los que obtuviera la juventud rusa, juventud que ha dado pruebas de una energía y de un valor tan poderosos como los del Comité Ejecutivo. Hizo temblar el poder de los zares, ese invulnerable coloso, e hizo imposible en Rusia el gobierno autocrático. Serán, no obstante, en extremo estúpidos los que se figurasen que el Comité Ejecutivo llegará a ser dueño del poder el día que expire el de Alejandro III. Otros hombres, los que se llaman prudentes, los que se cuidan de crearse una reputación, mientras los revolucionarios cavan sus propias sepulturas y mueren en Siberia; otros, digo, los intrigantes, los charlatanes, los letrados, los periodistas, aquellos que de vez en cuando vierten una lágrima fugitiva sobre las tumbas de los héroes y se confunden con los amigos del pueblo, esos son los que ocuparán el poder, dejando tras de sí a los desconocidos que preparen la revolución. Esto es inevitable, es fatal, y no puede ser de otro modo.
No son las sociedades secretas ni las organizaciones revolucionarias las que dan el golpe de gracia a los gobiernos. La función o misión histórica de aquellas, es preparar el espíritu popular para la revolución; y cuando las inteligencias se hallan dispuestas y las otras condiciones parecen favorables, surge el último esfuerzo, no precisamente del grupo iniciador, sino de la masa general ajena a la sociedad u organización revolucionaria. El 31 de Agosto de 1870, París fue indiferente al llamamiento de Blanqui. Cuatro días después era proclamada la caída del gobierno. Mas entonces ya no fueron los blanquistas los primeros en promover el levantamiento; fue el pueblo, la muchedumbre quien destronó al hombre de Diciembre y proclamó a aquellos cuyos nombres sonaran en sus oídos dos años antes. Cuando la revolución se halla pronta a estallar, cuando el movimiento está, por así decirlo, en el ambiente, cuando el triunfo se hace insondable, entonces mil hombres nuevos, sobre los cuales las sociedades secretas no han tenido influencia alguna directa, toman parte en el movimiento como las aves de rapiña que acuden al campo de batalla para llevarse los despojos de los muertos. Esta inesperada cooperación es la que asesta el postrer golpe. Eligen sus directores, no entre los conspiradores sinceros e irreconciliables, sino entre los bullangueros, tanto más cuanto que se hallan influidos por la idea de la necesidad de un jefe. Los conspiradores que mantienen el prejuicio de la dictadura, trabajan, pues, inconscientemente para que su enemigos lleguen al poder.
Mas si lo que llevamos dicho es cierto en lo que respecta a los revolucionarios políticos, lo es más todavía para los que aspiramos a una revolución más profunda, la Revolución Social. Promover el establecimiento de un gobierno cualquiera, una autoridad fuerte, obedecida por las masas, equivale a impedir y estorbar el progreso de la revolución. Nada bueno puede proporcionarnos gobierno tal, que, por el contrario, puede causar inmensos daños. Efectivamente, ¿qué es lo que se desea? ¿Qué es lo que se entiende por Revolución? No es, desde luego, un simple cambio de gobernantes. Es la apropiación por el pueblo de toda riqueza social. Es la abolición de todas las autoridades que paralizan y contienen el desarrollo de la humanidad.
Pero, ¿es con decretos como se puede realizar tan inmensa revolución económica? Se ha visto en el pasado siglo al dictador polaco Kosciusko decretar la abolición de la esclavitud personal; y la esclavitud existía aun ochenta años después de publicado el decreto. Se ha visto también a la Convención francesa, la Convención todopoderosa, la terrible Convención, como sus admiradores la llaman, decretar la división general de todas las tierras comunales arrebatadas a la aristocracia. Y como otros muchos, este decreto fue letra muerta, porque para realizar tal distribución, los propietarios del campo habrían tenido que hacer una nueva revolución, y las revoluciones no se hacen dictando decretos. Así, pues, para que la apropiación de la riqueza por el pueblo llegue a ser un hecho real, es menester que aquel pueda obrar libremente, que se emancipe del espíritu de servidumbre a que se halla tan acostumbrado, que obre en virtud de su propia iniciativa, avanzando siempre, sin esperar por nadie. Por consiguiente, no solo rechaza esto la dictadura, aun la mejor inspirada, sino que es a la vez incapaz de ayudar a la revolución en la menor medida.
Y si un gobierno, aun cuando sea ideal y revolucionario, no da ninguna fuerza ni ofrece ventaja alguna para la obra de destrucción que perseguimos, aún ofrece menos garantías para la reorganización que necesariamente ha de seguir el movimiento revolucionario. El cambio económico que resultará de la Revolución social será tan grande y tan profundo, alterará de tal manera las relaciones actualmente fundadas en la propiedad y el cambio, que es imposible que uno o varios individuos elaboren las formas sociales que han de producirse en el porvenir. Esta elaboración solo puede efectuarse por el trabajo de las masas en general. Para satisfacer la gran variedad de condiciones y necesidades que surgirán en el momento en que sea abolida la propiedad individual, se necesita toda la flexibilidad del talento del país; la sola autoridad externa constituiría un peligro para este trabajo orgánico que hemos de realizar y, lo que es peor, sería un motivo de discordia y lucha constante.
Por consiguiente, hora es ya de abandonar esa ilusión del gobierno revolucionario, cuya falsedad ha sido demostrada tantas veces en la práctica y que tan cara hemos pagado. Hora es de que admitamos el axioma de que ningún gobierno puede ser revolucionario. Acordémonos de la Convención, sin olvidar que las pocas medidas que tuvieron carácter revolucionario no fueron otra cosa que la sanción de actos ya realizados por el pueblo, que iba entonces al frente de todos los gobiernos. Como Victor Hugo en su pintoresco estilo nos dice, Danton empujó a Robespierre. Marat vigiló y empujó a Danton, y Marat mismo fue a su vez empujado por Cimourdain, la personificación de los clubs de los locos de los rebeldes. Como todos los gobiernos que la precedieron y la siguieron, la Convención solo fue una enorme pesa atada a los pies del pueblo.
Los hechos que la historia nos presenta son en este sentido concluyentes; la imposibilidad de un gobierno revolucionario y la inutilidad del que por tal se tiene, son tan evidentes, que difícil resulta explicar la tenacidad con la que una escuela que se llama socialista mantiene la necesidad de un gobierno. Aunque la explicación de esto es sencillísima. Es que los socialistas como ellos mismos se nombran, tienen de la Revolución una idea muy distinta de la que nosotros profesamos. Para ellos, de igual modo que para todos los radicales de la clase media, la Revolución social es asunto del porvenir, que está muy lejos de poder realizarse hoy. Lo que piensan en realidad, lo que sienten en el fondo, es una cosa sumamente distinta: el establecimiento de un gobierno como el de Suiza y el de los Estados Unidos, con el aditamento de la apropiación por el Estado de lo que ingeniosamente llama «servicios públicos». Es un puente entre el ideal de Bismarck y el de los trabajadores que esperan elevarse a la dignidad de presidente de la República norteamericana. Es un compromiso hecho de antemano ante las aspiraciones sociales de las masas y la codicia de la clase media. Quisieran, sí, la expropiación completa, mas, no teniendo valor para intentarla, reléganla a siglos futuros y antes de empezar la lucha entablan negociaciones con el enemigo.
Para nosotros, que opinamos que los instantes son precisos para dar a la clase capitalista el golpe de gracia, que no está lejos el día en que el pueblo se apoderará de toda la riqueza social, reduciendo a la clase explotadora a la impotencia; para nosotros, digo, la duda es imposible. Nos lanzamos en cuerpo y alma a la Revolución social; y como todo programa de gobierno, llámese este como se llame, es un obstáculo a la Revolución, haremos ineficaces y barreremos todas las ambiciones individuales de cuantos pretendan erigirse en legisladores de nuestro destino.
¡Basta, pues, de gobiernos! ¡Paso al pueblo, paso a la Revolución Social!
Publicado originalmente en Le Révolté.
Traducción del Centro Editorial Presa.
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