Digitalización KCL. Traducción de A. López Rodrigo. |
Me encontraba triste, abatido, cansado de la vida; el destino me había tratado con dureza, arrebatándome seres queridos, frustrando mis proyectos, aniquilando mis esperanzas: hombres a quienes llamaba yo amigos, se habían vuelto contra mí al verme luchar con la desgracia: toda la humanidad, con el combate de sus intereses y sus pasiones, desencadenadas, me causaba horror. Quería escaparme a toda costa, ya para morir, ya para recobrar mis fuerzas y la tranquilidad de mi espíritu en la soledad.
Sin saber fijamente adónde dirigía mis pasos, salí de la ruidosa ciudad y caminé hacia las altas montañas, cuyo dentado perfil vislumbraba en los límites del horizonte. Andaba de frente, siguiendo los atajos y deteniéndome al anochecer en apartadas hospederías. Me estremecía el sonido de una voz humana o de unos pasos; pero cuando seguía solitario mi camino, oía con placer melancólico el canto de los pájaros, el murmullo de los ríos y los mil rumores que surgen de los grandes bosques.
Al fin, recorriendo al azar caminos y senderos, llegué a la entrada del primer desfiladero de la montaña. El ancho llano rayado por los surcos se detenía bruscamente al pie de las rocas y de las pendientes sombreadas por castaños. Las elevadas cumbres azules columbradas en lontananza habían desaparecido tras las cimas menos altas, pero más próximas. El río, que más abajo se extendía en vasta sábana rizándose sobre las guijas, corría a un lado, rápido e inclinado entre rocas lisas y revestidas de musgo negruzco. Sobre cada orilla, un ribazo, primer contrafuerte del monte, erguía sus escarpaduras y sostenía sobre su cabeza las ruinas de una gran torre, que fue en otros tiempos guarda del valle. Por vez primera, después de mucho tiempo, experimenté un movimiento de verdadera alegría. Mi paso se hizo más rápido, mi mirada adquirió mayor seguridad. Me detuve para respirar con mayor voluptuosidad el aire puro que bajaba de la montaña.
En aquel país ya no había carreteras cubiertas de guijarros, de polvo o de lodo; ya había dejado la llanura baja, ya estaba en la montaña, que era libre aún. Una verdadera trazada por los pasos de cabras y pastores, se separa del sendero más ancho que sigue el fondo del valle y sube oblicuamente por el costado de las alturas. Tal es el camino que emprendo para estar bien seguro de encontrarme solo al fin. Elevándome a cada paso, veo disminuir el tamaño de los hombres que pasan por el sendero del fondo. Aldeas y pueblos están medios ocultos por su propio humo, niebla de un gris azulado que se arrastra lentamente por las alturas y se desgarra por el camino de los linderos del bosque.
Hacia el anochecer, después de haber dado la vuelta a escarpados peñascos, dejando tras de mí numerosos barrancos, salvando, a saltos de piedra en piedra, bastantes ruidosos arroyuelos, llegué a la base de un promontorio que dominaba a lo lejos rocas, selvas y pastos. En su cima aparecía ahumada la cabaña, y a su alrededor pacían las ovejas en las pendientes. Semejante a una cinta extendida por el aterciopelado césped, el amarillento sendero subía hacía la cabaña y parecía detenerse allí. Más lejos no se vislumbran más que grandes barrancos pedregosos, desmoronamientos, cascadas, nieves y ventisqueros. Aquella era la última habitación del hombre; la choza que, durante muchos meses, me había de servir de asilo.
Un perro primero, y después un pastor, me acogieron amistosamente.
Libre en adelante, dejé que mi vida se renovara a gusto de la naturaleza. Ya andaba errante entre un caos de piedras derrumbadas de una cuesta peñascosa, ya recorría al azar un bosque de abetos; otras veces subía a las crestas superiores para sentarme en una cima que dominaba el especio, y también me hundía con frecuencia en un profundo y obscuro barranco, donde me podía creer sumergido en los abismos de la tierra. Poco a poco, bajo la influencia del tiempo y la Naturaleza, los fantasmas lúgubres que se agitaban en mi memoria fueron soltando su presa. Ya no me paseaba con el único fin de huir de mis recuerdos, sino también para dejar que penetraran en mí las impresiones del medio y para gozar de ellas, como sin darme cuenta de tal cosa.
Si había sentido un movimiento de alegría a mis primeros pasos en la montaña, fue por haber entrado en la soledad y porque rocas, bosques, todo un nuevo mundo se elevaba entre lo pasado y yo, pero comprendí un día que una nueva pasión se había deslizado en mi alma. Amaba a la montaña por sí misma, gustaba de su cabeza tranquila y soberbia, iluminada por el sol cuando ya estábamos entre sombras; gustaba de sus fuertes hombros cargados de hielos azulados reflejos; de sus laderas, en que los pastos alternan con las selvas y los derrumbados, de sus poderosas raíces, extendidas a lo lejos como las de un inmenso árbol, y separadas por valles con sus riachuelos, sus cascadas, sus lagos y sus praderas; gustaba de toda la montaña, hasta del musgo amarillo o verde que crece en la roca, hasta de la piedra que brilla en medio del césped.
Asimismo mi compañero el pastor, que casi me habría desagradado, como representante de aquella humanidad de la cual huía yo, había llegado gradualmente a serme necesario; me inspiraba ya confianza y amistad; no me limitada a darle las gracias por el alimento que me traía y por sus cuidados; estudiaba y procuraba aprender cuanto pudiera enseñarme. Bien leve era la carga de su instrucción, pero cuando se apoderó de mí el amor a la Naturaleza, él me hizo conocer la montaña donde pacían sus rebaños, y en cuya base había nacido. Me dijo el nombre de las plantas, me enseñó las rocas donde se encontraban cristales y piedras raras, me acompañó a las cornisas vertiginosas de los abismos para indicarme el mejor camino en los pasos difíciles. Desde lo alto de las cimas me mostraba los valles, me trazaba el curso de los torrentes, y después, de regreso en nuestra cabaña ahumada, me contaba la historia del país y las leyendas locales. En cambio, yo le explicaba también cosas que comprendía y que ni siquiera había deseado comprender nunca; pero su inteligencia se abría poco a poco y se hacía ávida. Me daba gusto repetirle lo poco que sabía yo, viendo brillar sus miradas y sonreír su boca. Se despertaba fisonomía en aquel rostro antes cerrado y tosco; hasta entonces había sido un ser indiferente, y se convirtió en hombre que reflexionaba acerca de sí mismo y de los objetos que le rodeaban. Y al propio tiempo que instruía a mi compañero, me instruía yo, porque procurando explicar al pastor los fenómenos de la Naturaleza, los comprendía yo mejor, y era mi propio alumno.
Solicitando así por el doble interés que me inspiraba amor a la Naturaleza y la simpatía por mi semejante, intenté conocer la vida presente y la historia pasada de la montaña en que vivimos, como parásitos en la epidermis de un elefante. Estudié la masa enorme en las rocas con que está construía, en la fragosidades del terreno que, según los puntos de vista, las horas y las estaciones, le dan tan gran variedad de aspecto, ora graciosas, ora terribles; la estudié en sus nieves, en sus hielos y en los meteoros que la combaten, en las plantas y en los animales que habitan en su superficie. Procuré comprender también lo que había sido la montaña en la poesía y en la historia de las naciones, el papel que había presentado en los movimientos de los pueblos y en los progresos de la humanidad entera.
Lo que aprendí lo debo a la colaboración del pastor, y también, para decirlo todo, a la del insecto que arrastra, a la de la mariposa y al ala del pájaro cantor. Si no hubiera pasado largas horas echado en la hierba, mirando o escuchando a tales seres, hermanillos míos, quizá no habría comprendido tan bien cuánta es la vida de esta gran tierra que lleva en su seno a todos los infinitamente pequeños y los transporta con nosotros por el espacio insondable.
Vallibierna (Pirineo Aragonés) |
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