Mi participación en las luchas de fines del pasado siglo sometieron a prueba mis convicciones. Revolucionario inspirado en el ideal de justicia, pensando que la libertad, la igualdad y la fraternidad eran el corolario lógico y positivo de la República, y, dominado por el prejuicio generalmente admitido, no viendo otro camino para la consecución de aquel ideal que la acción política, precursora de la transformación del régimen gubernamental, a la política republicana dediqué mis afanes.
Mi relación con D. Manuel Ruiz Zorrilla, que podía considerarse como centro de acción revolucionaria, me puso en contacto con muchos revolucionarios españoles y con muchos y notables republicanos franceses, y su frecuentación me causó gran desengaño: en muchos vi egoísmos hipócritamente disimulados; en otros que reconocí como más sinceros sólo hallé ideales insuficientes, en ninguno reconocí el propósito de realizar una transformación radical que, descendiendo hasta lo profundo de las causas, fuera garantía de una perfecta regeneración social.
La experiencia adquirida durante mis quince años de residencia en París, en que presencié las crisis del boulangismo, el dreyfusismo y del nacionalismo, que constituyeron un peligro para la República, me convencieron de que el problema de la educación popular no se hallaba resuelto, y no estándolo en Francia, no podía esperar que lo resolviera el republicanismo español, toda vez que siempre había demostrado deplorable desconocimiento de la capital importancia que para un pueblo tiene el sistema de educación.
Imagínese lo que sería la presente generación si el partido republicano español, después del destierro de Ruiz Zorrilla, se hubiera dedicado a fundar escuelas racionalistas al lado de cada comité, de cada núcleo librepensador o de cada logia masónica; si en lugar de preocuparse los presidentes, secretarios y vocales de los comités del empleo que habrían de ocupar en la futura república hubieran trabajado activamente por la instrucción popular, cuánto se hubiera adelantado durante treinta años en las escuelas diurnas para niños y en las nocturnas para adultos.
¿Se contentaría en ese caso el pueblo enviando diputados al Parlamento que aceptan una ley de Asociaciones presentada por los monárquicos? ¿Se limitaría el pueblo a promover motines por la subida del precio del pan, sin rebelarse contra las privaciones impuestas al trabajador a causa de la abundancia de lo superfluo de que gozan los enriquecidos con el trabajo ajeno?
¿Haría el pueblo raquítico motines contra los consumos en vez de organizarse para la supresión de todo privilegio tiránico? Mi situación como profesor de idioma español en la Asociación Filotécnica y en el G. O. de Francia me puso en contacto con personas de todas clases, tanto en concepto de carácter propio como en el de su posición social, y examinadas con la idea de ver que prometían respecto de influir en el gran conjunto, sólo vi gente dispuesta a sacar el mejor partido posible de la vida en sentido individual: unos estudiaban el idioma español para proporcionarse un avance en su profesión, otros para estudiar la literatura española y perfeccionarse en su carrera, algunos hasta para proporcionarse mayor intensidad en sus placeres viajando por los países en que se habla el idioma.
A nadie chocaba el absurdo dominante por la incongruencia que existe entre lo que se cree y lo que se sabe, ni nadie apenas se preocupaba de dar una forma racional y justa a la solidaridad humana, que diera a todos los vivientes en cada generación la participación correspondiente en el patrimonio creado por las generaciones anteriores.
Vi el progreso entregado a una especie de fatalidad, independiente del conocimiento y de la bondad de los hombres, y sujeto a vaivenes y accidentes en que no tiene participación la acción de la conciencia ni de la energía humanas. El individuo, formado en la familia con sus desenfrenados atavismos, con los errores tradicionales perpetuados por la ignorancia de las madres, y en la escuela con algo peor que el error, que es la mentira sacramental impuesta por los que dogmatizan en nombre de una supuesta revelación divina, entraba en la sociedad deformado y degenerado, y no podía exigirse de él, por lógica relación de causa a efecto, más que resultados irracionales y perniciosos.
Mi trato con las personas de mi relación, inspirado siempre en la idea de proselitismo, se dirigía a juzgar la utilidad de cada una desde el punto de vista de mi ideal, y no tardé en convencerme de que con los políticos que rodeaban a D. Manuel no se podía contar para nada; a mi juicio, perdónenme las honrosas excepciones, eran arrivistas impenitentes. Esto dio lugar a cierta expresión que, circunstancias graves y tristes para mí, quiso explotar en mi perjuicio la autoridad judicial. D. Manuel, hombre de alteza de miras y no suficientemente prevenido contra las miserias humanas, solía calificarme de «anarquista» cada vez que me veía exponer una solución lógica, y por tanto radical siempre, opuesta a los arbitrios oportunistas y a los radicalismos de oropel que presentaban los revolucionarios españoles que le asediaban y aun explotaban, lo mismo que a los republicanos franceses, que seguían una política de beneficio positivo para la burguesía y que huían de lo que pudiera beneficiar al proletariado desheredado, pretextando mantenerse a distancia de toda utopía.
Resumiendo y concretando: durante los primeros años de la restauración conspiración con Ruiz Zorrilla, hombres que después se han manifestado convencidos monárquicos desde el banco azul; y aquel hombre digno que mantenía viva la protesta contra el golpe de Estado del 3 de enero de 1874, cándido por demasiado honrado, se confió a aquellos falsos enemigos, resultando lo que con harta frecuencia resulta entre políticos, que la mayoría abandonó al caudillo republicano para aceptar una cartera o un puesto elevado, y sólo pudo contar con la adhesión de los que por dignidad no se venden, pero que por preocupaciones carecen de lógica para elevar su pensamiento y su energía para activar su acción.
A no haber sido por Asensio Vega, Cebrián, Mangado, Villacampa y pocos más, D. Manuel hubiera sido juguete durante muchos años de ambiciones y especuladores disfrazados de patriotas. En su consecuencia limité mi acción a mis alumnos, escogiendo para mis experimentos a aquellos que me parecieron más apropiados y mejor dispuestos.
Con la percepción clara del fin que me proponía, y en posesión de cierto prestigio que me daba mi posición de maestro y mi carácter expansivo, cumplidos mis deberes profesionales, hablaba con mis alumnos de diversos asuntos; unas veces sobre costumbres españolas, otras sobre política, religión, arte, filosofía, y siempre procuraba rectificar los juicios emitidos en lo que pudieran tener de exagerados o de mal fundados, o bien hacía resaltar el inconveniente que existe en someter el criterio propio al dogma de secta, de escuela o de partido, lo que por desgracia está tan generalizado, y de ese modo obtenía con cierta frecuencia que individuos distanciados por su credo particular, después de discutir, se acercaran y concordaran, saltando sobre creencias antes indiscutidas, y aceptadas por fe, por obediencia o por simple acatamiento servil, y por ello mis amigos y alumnos se sentían dichosos por haber abandonado un error vergonzoso y haber aceptado una verdad cuya posesión eleva y dignifica.
La severidad de la lógica, aplicada sin censura y con oportunidad, limó asperezas fanáticas, estableció concordias intelectuales y quién sabe hasta qué punto determinó voluntades en sentido progresivo.
Librepensadores opuestos a la Iglesia y que transigían con las aberraciones del Génesis, con la inadecuada moral del Evangelio y hasta con las ceremonias eclesiásticas; republicanos más o menos oportunistas o radicales que se contentaban con la menguada igualdad democrática que contiene el título de ciudadanía, sin afectar lo más mínimo a la diferencia de clases; filósofos que pretendían haber descubierto la causa primordial entre laberintos metafísicos, fundando la verdad sobre una vana fraseología, todos pudieron ver el error ajeno y el propio; todos o la mayor parte se orientaron hacia el sentido común.
Llevado por las alternativas de mi vida lejos de aquellos amigos, algunos me enviaron la expresión de su amistad al fondo del calabozo donde esperaba la libertad confiado en mi inculpabilidad; de todos espero buena y eficaz acción progresiva, satisfecho por haber sido la causa determinante de su racional orientación.
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