A medida, que adquiere el burguesismo su pleno desenvolvimiento, se acrecienta el imperio de los mediocres. En todos los órdenes de cosas triunfan las medias tintas, lo indefinido, lo anodino. En el de las ideas, las mayores probabilidades de éxito corresponden a los que carecen de ellas. En el de los negocios y el trabajo a los que, ignorándolo todo, parecen saber todo. El fenómeno es fácilmente explicable.
La burguesía se ha dado buenas trazas para que todas las actividades y capacidades sociales concurran a la caza de la peseta. Ha sentado como axioma que para ser buen comerciante es un estorbo la abundancia de conocimientos. Ha reducido a máquinas de trabajo a los productores. Ha convertido en sirvientes a los artistas y a los hombres de ciencia. Ha suprimido al hombre sustituyéndolo por el muñeco automático. El resultado ha sido fatalmente la multiplicación de las nulidades con dinero. Dentro de poco gobernarán los imbéciles. El triunfo es totalmente suyo.
La fatuidad de estos horrendos burgueses que Ilenan la vía pública con su prosopopeya y su abultado vientre; la soberbia de estos burdos mercachifles que apestan a grasas y flatulencias; el ridículo orgullo de estos sapos repugnantes que graznan con tono enfático, son las tres firmes columnas de la mediocridad vencedora.
Por donde quiera, el hombre inteligente, el artista, el estudioso, el sabio, el inventor, el laborioso, tropiezan indefectiblemente en esas moles de carne de cerdo con atavío de personas. Son la valla que cierra el paso a toda labor creadora, a toda empresa de progreso, a todo intento de innovación.
Para la burguesía es pecaminoso pensar alto, sentir hondo y hablar recio. No hay derecho a ser persona. Serviles de nacimiento, no transigen con quien no se someta a su servidumbre. Poco a poco van poniendo a todo el mundo bajo el rasero de su mísera mentalidad. Y así dirigen la industria gentes ineptas; gobiernan el trabajo hombres inhábiles; está en manos de los más incapaces la función distributiva de las riquezas; de los más torpes, la administración de los intereses. Sobre todo esto se levanta la categoría privilegiada de los holgazanes avisados que maneja el cotarro público.
Si algún hombre de verdadero valor alcanza la cumbre, allá arriba se degrada; se envilece y claudica. Prontamente va a engrosar el numeroso ejército de la mediocridad triunfante. No se pregunte a nadie cuánto sabe y para qué sirve, sino cuánto tiene en dinero o en flexibilidad de espinazo. Poseer o doblarse bastante para poseer: he ahí todo.
Con semejante moral los resultados son, en absoluto, contrarios al desarrollo de la inteligencia y de la actividad .Por debajo de la aparatosa fachada del progreso y de la civilización, bulle la ignorancia osada, dueña y señora de los destinos del mundo. Con semejante moral se convierten en estridencias de pésimo gusto las más sencillas verdades proclamadas en alta voz. Cualesquiera idealismos, aspiraciones o generosas demandas, son traducidas por la turba adinerada como delirios insanos cuando no como criminales intentos. La locura y la delincuencia empiezan donde acaba la vulgaridad y la ramplonería del burgués endiosado.
El imperio de los mediocres acabará con el vencimiento de la burguesía. Entre tanto será inútil disputarse el dominio del mundo.
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