Son consecuencia indeclinable de toda autoridad. No se generan sólo en la altura. De abajo suelen brotar también prepotentes. Dondequiera que se inicia un proceso, una tendencia, un impulso de dominación, la dictadura germina en campo ricamente abonado. Unas veces toma nombres aborrecibles, otras, nombres seductores. Nada envanece al pavo real que decimos hombre como verse dueño y director de los destinos de sus iguales. La dictadura es el galardón más estimado del animal que razona.
En la historia hay ejemplos para todos los gustos. Desde Nerón a Robespierre, la gama dictatorial es maravillosamente varia. De las dictaduras sin instrumento visible son buen ejemplo las revoluciones populares que, inspiradas en un vivo anhelo de libertad se tornan fácilmente liberticidas. Se está en el brocal o en el fondo del pozo. Es la alternativa de las contiendas políticas. Viniendo a nuestros días, acaso ni mejores ni peores que otros, nada hay más elocuente que las rápidas mutaciones revolucionarias. Contra una dictadura se alza un pueblo y engendra otra dictadura. Joao Franco cae vencido por las bombas republicanas. Y Alfonso Costa se levanta soberbio contra anarquistas y sindicalistas. En la lucha por la dictadura revolucionaria, triunfa, por más despótico, el más decidido. El pueblo hace coro, aclama al vencedor, aplaude la dictadura.
No sabría vivir sin amo, sin látigo, sin ergástula. Menos mal que no levanta una horca en cada esquina. Es más cómodo perseguir, encarcelar, deportar; nos hemos humanizado. El hecho enseña sencillamente cómo ciertas colaboraciones son demasiado incondicionales y demasiado simplistas. Si en nuestro país diera una revolución el triunfo a los republicanos, con el auxilio desinteresado de las fuerzas sociales, la dictadura republicana se levantaría a las veinticuatro horas para aplastar a las ideas socialista y anarquista. ¿Quién puede dudarlo?
Las dictaduras están en la esencia misma de todo poder y ningún fruto distinto puede darse de un mismo árbol. Las mismas masas populares, cuando se adueñan de una nación, se entregan frenéticas a la dictadura. No hay más que una razón rectilínea y un imperativo omnipotente: su voluntad soberana. Obligar, forzar, imponer es toda la savia de la autoridad, ejérzala quien la ejerza: pueblo, individuo o grupo de individuos. Por encima de los más bellos propósitos, el determinismo de todas las cosas conduce a la exaltación del triunfador. A un muera sucede un viva, pero se cambia de amo y nada más. Cuando una revolución ha estallado está fecundando otra revolución próxima. Es la consecuencia forzosa de ejercicio de la autoridad, del error político, que consiste en creer de toda necesidad la institución de un poder público. El poder, de arriba o de abajo, es fatalmente dictadura, es despotismo, es tiranía. La sola duda es rebeldía y la rebeldía se convierte en acicate de todo abuso autoritario.
El aplauso se obtiene nada más que hasta la víspera del triunfo. Al día siguiente el rebelde es un sujeto presidiable. La manada de autómatas que grita y patalea: ¡Viva el rey! ¡Viva la república! o ¡Viva la Pepa!, se queda tan fresca sirviendo al nuevo señor que brilla en lo alto. La dictadura será el único fruto visible de las revoluciones mientras el pueblo no pierda los resabios autoritarios y el prejuicio del poder. Antes que cooperar a falaces redenciones, habrá que consagrarse a difundir espíritu de independencia, llevando a las inteligencias la idea real de la libertad, escamoteada con el subterfugio revolucionario por todos los políticos. No se acabará con las dictaduras ayudando a nuevos amos, aunque se llamen republicanos y radicales.
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