Contra viejas y nuevas sugestiones autoritarias. Germinal Esgleas (La Revista Blanca. 6-3-1936)


Si los anarquistas no considerásemos a todo gobierno como expresión de una tiranía permanente, fácilmente podríamos avenirnos a transigencias transitorias en nuestra actitud irreductible de oposición. Pero el gobierno, ya sea democrático, ya sea dictatorial, represente a la burguesía o al proletariado es el enemigo implacable del anarquista, que no puede pactar con él y que aspira a su total destrucción.

A los anarquistas no nos interesa que la autoridad se nos imponga por «gracia divina», por la voluntad de un autócrata, por la del capitalismo o en nombre del pueblo soberano. En tanto que autoridad, dura o benigna, feroz o conciliadora, estamos frente a ella, para combatirla y para aniquilarla, en una actitud que no es la de un momento determinado, sino de toda ocasión, la de siempre. Ciertas complacencias de la autoridad no pueden sobornarnos. Nuestra insurrección contra ella tiene carácter permanente y no puede ser remitida al mañana, para quedar hoy cruzados de brazos.

Cuando se nos habla de la posibilidad de un gobierno anarquista, de un Parlamento en que los anarquistas pudieran contar con una mayoría de representación (y esto se dice en serio, hasta por personas que más o menos están en condiciones de conocer los principios de la idealidad libertaria) nos parece soñar, y nos preguntamos qué entenderá toda esa gente por anarquía.

En algunos no habrá mala intención al proferir tales dislates. Nos hacen el favor de suponer a los anarquistas unos dechados de perfección, y consideran que un gobierno de hombres anarquistas sería algo ideal. ¡Con qué amarga ironía escribimos estas palabras! ¡ Un gobierno de anarquistas cosa ideal! ¿Dejaría acaso de ser gobierno? ¿Dejaría de ser tiranía la tiranía por llamarse anarquista?

¿Y cómo pueden penetrar absurdos tan peregrinos en los medios ácratas si no es por la falta de preparación ideal, de base ética en cuanto a anarquismo, de algunos de sus componentes? La anarquía es una idealidad antiautoritaria, lo es por principio, no por simple razón táctica, y en ningún momento, ni por conveniencia alguna, puede negarse a sí misma. Tal cosa ocurriría si los anarquistas ejercieran la autoridad, sea cual fuere la intención que inspirara nuestros actos. Destruir la autoridad no lo conseguiríamos jamás pasando a convertirnos nosotros en autoridades. Se destruye dejando de ejercerla y procurando que nadie la ejerza.

No falta quien pregunte: ¿Pero es que los anarquistas no ejercerán el gobierno una vez se instaure el comunismo libertario, es decir, cuando ellos triunfen? Si el comunismo es libertario, supone la abolición del gobierno y aun de la autoridad que podría encerrar la fórmula vaga e inconcreta «administración de las cosas», pues no ha de crearse una nueva jerarquía de administradores. Si el comunismo, llamándose libertario, compaginara bien con cualquiera forma autoritaria, podría ser comunismo económico, como comunistas se han llamado ciertas instituciones jesuíticas, pero tendría muy poco de libertario.

Tal como se va perfilando el comunismo libertario y de la manera que se buscan fórmulas para popularizarlo, a las que la falta de comprensión dará una interpretación rígida y fanatizada, si algún día el impulso revolucionario, determinado por complejos factores sociales y psicológicos, nos lleva a realizar un ensayo restringido de dicho sistema, los anarquistas serán los primeros que habrán de alzarse defendiendo su independencia individual, su derecho a la libre experimentación, a la asociación y cooperación libre, sin sujetarse a normas generales coercitivas, y tendrán que hacer frente seguramente a una serie de problemas de índole moral, cosa que les colocará en situación de insubordinados, de rebeldes en el nuevo medio social establecido.

No se trata de mantener aquí caprichosamente el egocentrismo del yo en eterna nota discordante con la colectividad. El anarquista, como hombre y como anarquista, no es un ser insociable. La sociabilidad es una condición de la naturaleza humana. Pero lo es para la defensa misma del individuo, no para sacrificar éste a la colectividad. Y lo que interesa es hallar la fórmula armoniosa que permita hacer que marchen acordes el individuo y la colectividad, para lo cual no ha de concebirse ésta unilateralmente.

La colectividad no es un todo orgánico único. Si tuviéramos que dar de ella una definición biológica, diríamos que es una asociación de organismos autónomos que, como los mundos sidéreos, si forman parte de un sistema no es con movimiento uniforme, ni siguen todos una misma dirección, aunque pueden identificarse en una finalidad común de conservación y hasta de superación de la vida.

El anarquismo no es partido como todos los demás partidos políticos. Encerrar al anarquismo en el marco de la palabra partido, aunque lo hayan hecho algunos esclarecidos teóricos ácratas usando de ese vocablo sin tal fondo intencional, es expresar muy pobremente la concepción del ideal. Los ideales no caben en los partidos políticos. Son substituidos por los programas. Y hasta los programas a la larga resultan puras caricaturas. Un ideal es algo más que un programa. Tiene más substancia. Mayor fuerza vital. Existencia más prolongada. Un programa se avieja. Un ideal subsiste a través de todos los cambios, a pesar de toda división; no desaparece; vive cuando expresa y responde a estados de conciencia individual consubstanciales a la misma vida humana. Y el anarquismo es eso: una idealidad que, por su fondo, por su substancia espiritual, se proyecta más allá del hoy inmediato; es un ideal al cual el mañana no condena a morir.

La anarquía no es un partido; en todo caso es partido de toda la humanidad, de una humanidad antiautoritaria, múltiple, rica, variada en fondo, forma y esencia y en la que los comités, las federaciones, los delegados, etc., siempre representarán pobres cosas para regular y metodizar los complejos fenómenos de su desenvolvimiento natural.

Los anarquistas no forman un partido político con programa de gobierno aplicable a la sociedad. La vida de los pueblos se desarrolla fuera de la política. El anarquismo tiene su ética, repelente con la política al uso. La ética del anarquismo es la que afirma en su más amplia expresión la dignidad del individuo, no la del hombre en su concepción abstracta; del individuo, realidad diferencial y concreta. El anarquismo empuja al individuo en un fecundo autoesfuerzo de superación, sin corromper las fuentes de vida moral con obligaciones o sanciones desinteresadas. El anarquista está por encima de los partidos políticos y aun de un supuesto o de supuestos partidos anarquistas, y lo está por razón de principio, de idealidad.

Un programa más o menos anarquista podrá formar parte de ésta o de otra época. La idealidad anarquista, con principio bien definido, negador de toda autoridad, tiene camino ascendente infinito y abarca todas las épocas. En la vida, en el universo, todo cambia, todo evoluciona, pero quedan intactas las fuentes inagotables de energía a través de sus múltiples cambios de estado. La vida de los pueblos y la de los hombres podrá variar; se transformarán sus instituciones políticas y económicas; se producirán profundos cambios éticos, mas el anarquismo representará en todo momento una fuente de energía creadora en el individuo, porque el conflicto entre la autoridad y la libertad, desde que el hombre entra en uso de razón y tiene consciencia de sí mismo, halla su punto inicial; y mientras el individuo y la colectividad existan, probablemente tendrá actualidad en todo tiempo, aunque no siempre se plantee en los términos agudos, crudos y brutales de nuestros días.

Los anarquistas no podemos ejercer la autoridad ni aun para «imponer» la anarquía. Hay quien sostiene que desde el Poder, éste en manos de los anarquistas, podrían realizarse una serie de mejoras beneficiosas para la realización del ideal anarquista. No sabemos en qué podrían consistir esas mejoras o reformas. Pero sí sabemos que los cambios o mejoras que se producen en el orden social y en todos los órdenes humanos, tienen su punto de partida fuera del Poder, que jamás ha sido creador por sí mismo. Hasta para que en el Poder se inicie una renovación de programa, que no altera fundamentalmente su esencia autoritaria, es necesario proceder desde abajo, formar un estado de conciencia individual o colectivo propicio. Y la iniciativa nunca parte de arriba. Es desde abajo que se impone como una exigencia al Poder y hasta contra el Poder mismo.

A los anarquistas no se nos ha de hacer proposiciones seductoras de ninguna índole para convencernos de la conveniencia de sumarnos como un partido más a las demás corrientes autoritarias. Ya sabemos sobradamente de su excelencia. Si para que el advenimiento de la anarquía — empleemos la metáfora un poco mesiánica — se produjera con la antelación de algunas décadas, tuviéramos que pasar a ocupar el Poder, que designar diputados, que ejercer la autoridad, desempeñando cargos civiles, militares, policíacos, etc., muy gustosamente renunciaríamos a esa anticipación «anarquista» y, sin dejar de rebelarnos contra el orden de cosas establecido, nada haríamos para precipitarla.

La autoridad que combatimos los anarquistas es la de ayer, la de hoy y de mañana en todas sus formas de expresión y a través de todas sus transformaciones, y si hay algunos anarquistas que no lo entienden así, es porque aun en su espíritu ejercen más grande influencia las corrientes autoritarias. Si no son capaces de desprenderse de esa influencia, harán bien en sumarse abiertamente a dichas corrientes y en entregar a ellas sus actividades. A los que entendemos la anarquía como ideal que no acepta ni transige con autoridad alguna, así quizá al menos nos dejarán tratiquilos y nos ahorrarán el trabajo de tener que combatir a la autoridad dentro y fuera de casa, ya que esté donde esté y se presente con la forma que se presente para nosotros es siempre igualmente destestable.

GERMINAL ESGLEAS



No hay comentarios: