Anselmo Lorenzo. Sobre el orden [Entrada 1000 de Nordic Anger]


La palabra orden aplicada a las cuestiones sociales tiene significaciones opuestas. Pronunciada con oportunidad por los conservadores, es una bella palabra que oculta propósitos infames y graves injusticias. Escuchada por el pueblo, que hasta ahora ha venido aceptando toda idea que se le presentase autorizada por la tradición o por el respeto que le han inspirado los hombres calificados de eminentes, ha sido objeto, según el grado de ilustración de los individuos o las circunstancias en que se hallen los partidos, de dos principales interpretaciones: para los unos significa justicia, y por consiguiente acatamiento al poder; para los otros, cinismo de la autoridad que la pronuncia, ante el cual se subleva el sentimiento del que la escucha, ardiendo en deseos de derribarla, aunque sin la seguridad de no incurrir en el mismo mal.


Veamos ahora lo que el orden que se proclama puede valer ante la razón.


Vivimos en una sociedad de la cual somos miembros obligatoriamente. Al nacer nos han inscrito en ella y nos han puesto en condiciones de poder vivir. Hemos tomado prestado de ella lo indispensable para la vida. Después se han desarrollado nuestras facultades y hemos empezado a pagar la deuda contraída, y la seguimos pagando. ¿Cuándo se considerará pagada? Pero nosotros decimos a la generación que existe: la sociedad es anterior a todos los individuos que viven: todos, absolutamente todos, habéis tomado de ella los medios para vivir. ¿Los pagáis todos? Hay nobles, sacerdotes, hombres de Estado, militares, banqueros, comerciantes, industriales, etc., ¿cómo devuelven éstos el préstamo?


Los nobles están excusados del deber de trabajar, porque son los descendientes de los héroes que en otro tiempo han prestado señalados servicios a la religión, a la patria y a los reyes. Además tienen sus posesiones y sus rentas.


Los sacerdotes nos ponen en relación con Dios, y como la teología es una ciencia tan profunda, y como por otra parte el hombre, según ellos, necesita tener constantemente presente el principio creador, han de dedicarse al culto, con lo cual no dejan de hacer bastante.


Los hombres de Estado tienen sobre sí el grave cargo de legislar, hacer cumplir las leyes y administrar el país; poseen una capacidad privilegiada; la naturaleza se ha esmerado en ellos concediéndoles unos talentos que a nosotros nos niega, y como por esta razón han de ejercer una autoridad que está rodeada de tanta responsabilidad, claro es que no se les puede exigir más.


Los militares son los instrumentos puestos al servicio del Estado para mantener el orden y sostener la integridad y la honra de la patria. ¿Qué se puede exigir de éstos?


Los banqueros, controlantes e industriales representan verdaderamente el nervio de la sociedad: el capital sirve para resolver las importantes y humanitarias cuestiones que se agitan en la Bolsa, para exportar e importar de los diversos países los productos de la actividad humana, poniéndolos en la plaza de una manera desinteresada, justa y equitativa, y para producir esas manufacturas admirables que constituyen la fama de tanto honrado industrial que disfruta tranquilamente de los pingües beneficios que les producen sus fábricas, no su trabajo, que para esto tiene sus oficiales a quienes dan el pan.


Hay también proletarios, es natural, ¿como no ha de haberlos sí existen las clases que quedan mencionadas? Si no fuera por esto no habría quien desempeñase ciertas mecánicas sociales (permitidnos la frase, es de taller). ¿Quién sino el proletario labraría la tierra y pondría sus frutos en los graneros de los capitalistas, aunque después no tenga qué comer? ¿Quién sino el proletario produciría esos lujosos vestidos, aunque haya de vestir blusa o chaqueta, traje poco decente y no admitido en buena sociedad? ¿Quién sino el proletario edificaría esos soberbios palacios y también esas inmensas casas de vecindad, en las cuales se reserva una humilde vivienda, que si carece de luz y ventilación al menos tiene un techo que le libre de las inclemencias del cielo?


Ya lo veis, trabajadores, todo está de la mejor manera posible: tenemos la nobleza, monumento constante del heroísmo de nuestros antepasados y de nuestras glorias patrias; el sacerdocio, arca santa donde se conserva la revelación de las sagradas escrituras, que nos anuncia la felicidad que disfrutaremos en el cielo gozando para siempre de la presencia del padre eterno, si abandonamos los bienes terrenales para que los disfruten ellos; legisladores, que inspirándose en el conocimiento de la naturaleza humana hallan la esencia de la justicia y la trasladan a esas leyes sabias y justas que no pueden menos de ser aceptables al más descontentadizo; militares, que hagan entrar en razón a los perturbadores; y banqueros, comerciantes e industriales, que hacen de la actividad y la necesidad humanas un negocio que les produzca riquezas sin cuento. ¿Qué más podemos desear? Nada nos falta: tenemos hasta economistas que nos hacen conocer científicamente las relaciones que existen entre el capital y el trabajo, la oferta y la demanda, y poetas que canten los bellos sentimientos que resultan de tanta armonía y justicia social.


He aquí a grandes rasgos caracterizada la sociedad presente, ¿no es verdad que conviene conservarla? ¿Convenís ahora en la necesidad del orden?


Hablamos francamente, señores privilegiados, creemos que siempre que invocáis el orden encerrándoos en el estrecho y miserable círculo de vuestros intereses y de vuestra ignorancia, y haciendo alarde de vuestra necia sabiduría cometéis un delito de lesa humanidad. En efecto, para vosotros el orden significa estancamiento, paralización: reconocéis como inmejorable la actual organización social y os oponéis a la ley del progreso, ¡insensatos! ¿No veis que todo eso es muy leve obstáculo para oponerse a esa gran ley universal?


Hombres de la clase media, pronto habéis olvidado que también vosotros estabais oprimidos; clamabais por vuestra emancipación y los privilegiados de entonces también invocaban el orden contra vosotros. Poseíais el conocimiento concreto de vuestros intereses, no la justicia, triunfasteis y dejasteis de ser victimas para convertiros en verdugos.


Siempre que del seno de una sociedad se exhala una queja justa, queda decretada una reforma que indefectiblemente realiza el progreso. Hoy la plebe, con el perfecto conocimiento de su derecho, que es la justicia, protesta contra las injusticias de la mesocracia, ¿qué caso puede hacer de los que pretenden detenerla en su camino con la palabra orden?

La Solidaridad, Madrid, 12 de febrero de 1870



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