Camille Pert. En Anarquía (Traducción y prólogo de Anselmo Lorenzo) [PDF]




La Sociedad humana, concepto repetido por todo el mundo y desde todos los puntos de vista para designar la reunión de los hombres, debiera suscitar en primer término y como complemento necesario y consiguiente la idea socio; juntas esas dos ideas, viene una tercera, impuesta por la lógica natural, no la de las escuelas, ni tampoco la que los hombres tienen por exclusiva y peculiar de su especie, sino aquella universal, recién descubierta por la ciencia, que, empezando en los más rudimentarios organismos, pasando por la inteligencia humana y abarcando límites inconcebibles a nuestra imaginación, se extiende a las más altas regiones de lo grande y de lo infinito; nos referimos a la idea de reciprocidad entre derecho y deber.


Sociedad, socio, derecho y deberes recíprocos son ideas tan elementales, que es indudable que el primer salvaje que renegó por impotencia del individualismo para dar el primer paso, representación del último que ha de dar la humanidad del progreso, es decir, para entrar en el comunismo, las tuvo bien presentes en su virgen inteligencia y obró impulsado por ellas.


– Tengo hambre: aquí ya no hay frutos, la caza y la pesca son imposibles para mis esfuerzos aislados; asociándome con aquel hombre, que siente y necesita como yo, cogeremos ración doble y nos la partiremos.


Así sentiría y pensaría aquel primer ex-individualista, que hubiera debido ser el último, y lo hubiera sido si el individualismo no hubiera recurrido a la mentira y a la fuerza para seguir viviendo. Aquel primer intento contiene el primer esbozo y a la vez el más perfecto, el último plan social, y así se hubiera reconocido desde un principio, siguiendo la humanidad una senda hermosa y florida, si el individualismo, inspirador de los malos, no se hubiera aprovechado de las ideas de Dios y Autoridad para fundar la Religión y el Estado y a su sombra crear el Privilegio.


Fuera de quicio la sociedad, se comprende que las ideas de ella derivadas se falsearan hasta el punto verdaderamente inverosímil de tener por buenas, por legales, por justas, por santas las ideas más absurdas e inicuas, y que pudieran andar juntos por el mundo el brahmán y el paria, el amo y el esclavo, el señor y el siervo, el capitalista y el jornalero; todos socios, todos iguales ante el más elemental sentido común, pero separados, no obstante, profundamente por una ficción mística y jurídica y por una rutina tradicional que ha atrofiado los cerebros de las generaciones, tanto de los que salen a flote como de los que se hunden en el abismo.


Y así lleva trazas de seguirse indefinidamente; en tal manera, que tomando la razón por una utopía y el disparate por lo único positivo, se ponen a contribución todos los prestigios, se echa mano de todos los recursos, los coercitivos inclusive, y se solidarizan todos los poderes para sacar adelante estos dos preceptos:


No quiten a los pobres la ilusión de la felicidad eterna en una vida futura.


No quiten a los ricos la ilusión del goce perenne en un presente que será eterno.


En tal situación, la rebeldía, que en todos los tiempos fue un llamamiento a la razón y una protesta contra el servilismo, en la época actual reaparece herética, iconoclasta, negativa contra todo dogma, contra todo símbolo y contra todo falso prestigio, y afirma la inmanencia del derecho humano. Ante la invocación de ese absoluto de verdad, de belleza y de justicia, debiera interrumpirse por un momento la vida social, examinar su razón de ser, hacerse cargo de las quejas y reclamaciones de los rebeldes y obrar racionalmente en consecuencia, y, lejos de ello, habla el sofisma y ejecuta la fuerza, consiguiendo no más un triunfo efímero, una prolongación del grave y antiguo daño.


Y para que se vea hasta dónde llega la gravedad del mal, tomo, no ya de los personajes ficticios de la novela, sino de los de la realidad, unas palabras de un político español que todo el mundo puede leer en el Diario de Sesiones de Cortes del Parlamento español, correspondiente a la legislatura de 1902, y que dicen: «Ha de mantenerse el statu quo, porque harto hacen el Estado y la Sociedad en pro de los trabajadores, dándoles instrucción gratuita, pan y cama en el hospital y un voto que vender, para que éstos tengan todavía el valor de quejarse».


Ese cínico insulto, existe, consciente o no consciente, en el fondo de todo privilegiado: con ese patrón se forman los pensamientos, lo mismo del burgués redomado que prepara un vil negocio, que de la cándida doncella que vive entre mimos y encajes como flor de invernáculo; del gobernante que formula planes patrióticos en perjuicio de la vida, de la libertad o de la riqueza de sus gobernados, de la hermosa matrona que dirige castamente su hogar apareciendo como modelo de virtudes, del sacerdote que predica la máxima cristiana, refugio de los usurpadores de la riqueza social, «este mundo es un valle de lágrimas donde la justicia y la felicidad son imposibles» y peca moralmente quien creyera lo contrario, como el tierno niño que, asistido de ayas y lacayos, se educa para la soberbia ante el servilismo de sus domésticos.


Ante ese crimen, al autor presenta el atentado de San Maclou, y en defensa del acusado hace decir al defensor: «Lavenir obró conscientemente el 14 de marzo, sin más consejo que el de sí propio. Mató… quiso matar, y no les pido circunstancias atenuantes de piedad mezquina… ¡Yo quiero su vida!... ¡yo quiera su aprobación para su acto… su amplia compasión, no ya para él, sino para la clase que representa… que sin tregua, pero siempre inútilmente, levanta los brazos, lanza plañidero grito de agonía que se pierde en la oscuridad de la noche, en la soledad del desierto!.


Poco me importa la personalidad de Lavenir, hace poco no le conocía; el estudio de su vida me dio a conocer algunos detalles, me probó lo único que buscaba en él, su sinceridad, su inmenso, irresistible impulso hacia un objeto de fraternidad, único que hace de la bestia humana un hombre… Lo que veo en él, lo que quiero hacerles ver, es el hecho… es el brazo que agita la señal, que trata de detener el tren locamente lanzado sobre una vía obstruida por la multitud… tren que atropellará miles de vidas y se estrellará sobre ellas… ¡Deténganse, respeten esa bandera sangrienta que agita desesperadamente ante ustedes!... ¡Compriman los frenos, suelten el vapor… ahorren las víctimas!... ¡Por ellos, por el pueblo, por el hormiguero anónimo y también por ustedes mismos, porque si algunos miembros rotos ensangrientan la Bestia inconsciente sin oponerse a su marcha, el montón siempre creciente de cadáveres acabará por vencerla!... ¡Sí, bruscamente descarrilará un día y se precipitará en el abismo!...


Cuando en una sociedad se producen actos como el de Lavenir, es insensato continuar el camino sin considerar al que le ha ejecutado, sin estudiar sus móviles ni examinar las reivindicaciones ni los clamores que encarna”».


Claro está que el tribunal, órgano de esa sociedad que de la manera indicada siente y piensa, había de encomendar su respuesta al verdugo, del mismo modo que aquel gobernante que tratando de las reclamaciones obreras oponía al maüser manejado por el obrero convertido en soldado; pero como al extremo que han llegado las cosas esas soluciones son aplazamientos, bueno es tener presente la objeción opuesta al argumento del maüser por otro gobernante. «Cantemos las glorias del trabajo, no cantemos los progresos destructores de la fuerza, porque frente a esos maüsers que representan tanto perfeccionamiento mecánico, está aquella sustancia combinada en el laboratorio químico con la cual se hace estallar una fábrica, y es el mismo invento de Nobel descubierto con el fin de que fuera útil y para bien de la humanidad, el que se utiliza por los destructores del orden social. No hablemos, pues, del maüser, hablemos de la justicia y del derecho».


Sí, pero hablar de la justicia y del derecho es como entretenerse en hacer pompas de jabón; entre tanto, considérese el funcionamiento normal de la sociedad como un atentado permanente, sin atenuante noble de ninguna especie, realizado por todos los privilegiados, sin distinción de sexo ni edad, en perjuicio de todos los desheredados, en el que las víctimas caen sin cesar formando horrorosa hecatombe después de agonías desesperadas.


Para evidenciarlo escribió Camille Pert en Anarchie; para colaborar a su obra firmo su traducción en Anarquía.

Anselmo Lorenzo


Camille Pert



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