La represión durante la guerra civil y el franquismo dejó tras de sí un paisaje de terror expresado en decenas de miles de civiles asesinados, hombres y mujeres, enterrados en fosas comunes que fueron abandonados a su suerte durante décadas. No es un abandono casual. Aún hoy en día, estas fosas son la marca más ostensible de una suerte de apartheid funerario en el que las personas ejecutadas durante la represión franquista no solo fueron excluidas de la comunidad de los vivos, sino también de la legítima comunidad de los muertos. Quedaron sepultados, parafraseando a David Lowental, bajo la tierra de un «país extraño» en el que la ejecución y el entierro en la fosa se prolongaba en una suerte de pérdida de ciudadanía.
Resulta sorprendente que sesenta, setenta u ochenta años después de la guerra, y más de cuarenta años desde la muerte del dictador, las fosas comunes continúen manteniendo vivos rescoldos del aura de represión, estigma y miedo que las produjo en primer lugar, y que los procesos memoriales que emergen en torno a ellas incomoden sobremanera en algunos sectores de la población y de la clase política, o aún generen ansiedad y miedo en otros. Que las fosas sigan estando tan vivas y provoquen reacciones en ocasiones viscerales es una demostración palpable de su eficacia como dispositivo de represión, aún a día de hoy.
Uno de los hechos más desesperanzadores que el proceso de exhumaciones de fosas de las dos últimas décadas nos ha mostrado es la enorme dificultad para cultivar un debate en profundidad sobre la guerra y la dictadura, sobre sus consecuencias y heridas, incluso a largo plazo. Es difícil de entender que ningún pacto de convivencia con vocación de permanencia pretenda cimentarse sobre el olvido e impunidad de los crímenes del pasado. Por ello, a pesar de la incomprensión de algunos entornos sociales, se encuentren o no, se acaben exhumando o no, el trabajo de memoria y de demanda de justica en torno a estas fosas comunes es indispensable para profundizar y enriquecer el tejido democrático de nuestro país.
Como en tantos otros conflictos, la represión de género durante la guerra y la posguerra –que convirtió el cuerpo de las mujeres en otro campo de batalla en el que el fascismo se amplificaba con el sexismo más rancio y violento–, fue especialmente desoladora. Este Anuario quiere enfatizar la aflicción y lucha específicas de las mujeres que padecieron las consecuencias de la derrota en la guerra. Aparte de las ejecuciones y de la represión que afectó de manera genérica a muchas de las personas que defendieron la República, las mujeres sufrieron agresiones sexuales, encarcelamientos y una multiplicidad de humillaciones públicas que las marcaron para siempre. Las supervivientes tuvieron que afrontar el escarnio, esconder sus duelos, sortear la miseria y multiplicar los cuidados. Para construir un país más justo y solidario enraizado en el conocimiento crítico del pasado, la experiencia de las mujeres que experimentaron la guerra y posguerra en los parajes más sórdidos de una España en ruinas ha de ocupar un lugar central en la memoria de la represión.
Francisco Ferrándiz
Antropólogo social y cultural (CSIC)
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