La lucha de las mujeres por sus derechos. 1ª Parte (S. XIX)


“Dos cosas empiezan a desplomarse en el mundo por inicuas: el privilegio de la clase que fundó la civilización del parasitismo, de donde nació el monstruo de la guerra, y el privilegio del sexo macho que convirtió a la mitad del género humano en seres autónomos y a la otra mitad de seres esclavos, creando un tipo de civilización unisexual: la civilización masculina, que es la civilización de la fuerza y que ha producido el fracaso moral a través de los siglos”.

Suceso Portales, Mujeres Libres, número 10.

La situación social de la mujer española en los albores del siglo XIX ofrecía un panorama descorazonador. La agregación de género y profesional, la desigualdad política y educativa y la discriminación legal y laboral caracterizaba su suerte. La población femenina estaba sometida a serias restricciones en las esferas cultural, económica y social que se debían, en gran parte, al discurso imperante de la domesticidad, que reforzaba la supremacía masculina, a la división sexual del trabajo y a la limitación de las actividades femeninas a la esfera privada del hogar.

La desintegración del Antiguo régimen y de la monarquía absoluta basada en el derecho divino dio paso a la consolidación de un nuevo sistema constitucional liberal a partir de los años treinta.
 
El enfrentamiento entre los intereses de la antigua nobleza y la débil burguesía comercial e industrial obstaculizó el progreso económico e industrial.  La fragilidad del Estado liberal y el profundo conservadurismo de la clase dirigente española a lo largo del siglo XIX fortalecieron el carácter conservador de las estructuras sociales y, por lo que se refiere a las mujeres, reforzaron las costumbres y los valores tradicionales. Además, la iglesia católica, que era una institución social omnipresente y un destacado instrumento político, desempeño también un papel decisivo en el mantenimiento del statu quo y de una postura conservadora con respecto a las mujeres.

En un escenario en que la política era privilegio de la oligarquía minoritaria (hasta el cambio del régimen político de 1868, el sufragio censitario se basó en una elite del 1 al 4% de la población), no debe sorprender que las mujeres estuvieran también ausentes de este ámbito. La intensidad de la lucha por el poder entre conservadores y liberales progresistas a lo largo del siglo XIX dificultó la adopción de políticas para remediar la desigualdad política y social femenina.
 
Es significativo que si la condición social de la mujer experimentó alguna mejoría en aquel momento no fue como resultado de una política específica destinada a reparar los agravios sino como efecto secundario de la revisión general de la legislación vigente entonces. En este sentido, la introducción del matrimonio civil en contraposición del religioso fue consecuencia del movimiento anticlerical imperante y el deseo de separar la iglesia y el Estado, y no la voluntad de reconsiderar la situación de subordinación de la mujer casada.

Así los artículos de la nueva ley sobre el matrimonio civil conservaban el conjunto de cláusulas relacionadas con la dependencia de las mujeres, como la obediencia forzosa a sus maridos y la obligación de obtener su permiso para participar en actividades tan cruciales como la administración de sus propios bienes personales, las actividades legales y la publicación de obras científicas o literarias. Los gobiernos democráticos liberales no eran partidarios de las demandas femeninas, como lo demuestra su negativa de apoyar una petición para que se pudiera emplear a las mujeres en los servicios postales, telegráfico y de ferrocarril, o que los defensores del sufragio universal masculino no contemplaran la inclusión del sufragio femenino.

Como no había mujeres dedicadas a la política, las reformas en este terreno llevaron a algunos políticos notables a inaugurar un debate público sobre la llamada “cuestión femenina”. Francisco Pi y Margall era un destacado demócrata y republicano federalista que en junio de 1873 fue elegido presidente de la República Federal. En una conferencia titulada La misión de la mujer en la sociedad, publicada en 1869, este dirigente político abordaba el tema de la mujer.  Era un ferviente defensor de la renovación ética y cultural de España y desde esta perspectiva subrayaba la autoridad civilizadora de la mujer en el seno de la familia. Las mujeres recibieron el calificativo de madres educadoras con la importante función de civilizar a la sociedad española. En este sentido, su cometido civilizador se convirtió en un principio clave en la admisión gradual de sus derechos.
 
Político español, presidente de la Primera República (Barcelona, 1824 - Madrid, 1901). Procedente de un medio obrero, estudió hasta doctorarse en Derecho (1847). Luego se ganó la vida como profesor, traductor y empleado de un banco, al tiempo que daba sus primeros pasos como escritor y crítico literario. Vinculado al Partido Demócrata desde que llegara a Madrid en los años cuarenta, participó en la Revolución de 1854 y se orientó cada vez más hacia la política: en 1854 publicó sus ideas federalistas en La reacción y la revolución; desde 1857 sostuvo polémicas en defensa del socialismo contra los demócratas individualistas o liberales.
 
En 1864 adquirió notoriedad como director del periódico La Discusión, desde el cual difundió su ideología; por ese motivo hubo de exiliarse en París durante la reacción que siguió a la intentona revolucionaria de 1866. La estancia en París le permitió profundizar en el conocimiento de Proudhon -fallecido el año anterior-, autor cuya influencia es visible en el pensamiento de Pi y que él mismo traduciría al español. Allí maduró Pi su ideología revolucionaria, basada en la destrucción de la autoridad para sustituirla por el libre pacto constitutivo de la federación.
 
De hecho, la idea de que las mujeres tenían una influencia vital sobre el progreso de la sociedad fue decisiva para la legitimación gradual del feminismo. Sin embargo, Pi y Margall, al igual que otros muchos políticos progresistas del momento, rechazaban el derecho al trabajo remunerado y a la emancipación política de las mujeres.  Afirmaba que las que trabajaban en las fábricas no podrían atender adecuadamente sus deberes domésticos ni cumplir con la obligación de educar a sus hijos.  Admitía, además, que el programa político de los republicanos federales aludía muy poco a las mujeres, salvo para excluirlas del trabajo subterráneo en las minas o impedir su acceso a talleres y fábricas. Aunque reconoció que era necesario promover algunas reformas que favorecieran la emancipación femenina, no las integró en su programa político.
 
Para muchos defensores de la emancipación femenina, junto con la civilización, la modernización era otro concepto clave para legitimar el feminismo y constituía un vehículo importante para formular la defensa de los derechos femeninos. Pero en la práctica ni siquiera los políticos más progresistas se preocuparon de introducir el derecho al sufragio femenino en los programas políticos del siglo XIX.

Sin lugar a dudas, las mujeres de aquella época se beneficiaron, sobre todo, de los progresos realizados en el campo de la educación. Su artífice fue la extraordinaria influencia de los krausistas progresistas que propusieron una educación racionalista y seglar que renovara los modelos educativos y que incluyera la educación femenina. Esta reforma representó un paso hacia la modernización y constituyó una mejora audaz con respecto al campo de la educación femenina que, en aquel tiempo, estaba dedicada, principalmente, al punto de aguja, la devoción, los modales y la conducta social.
 
No obstante, Giuliana di Febo señala, con razón, que los krausistas no realizaron una crítica general a la situación de las mujeres en la sociedad española. La concepción que tenían de la educación femenina se basaba en el discurso tradicional de la domesticidad cuyo propósito era el perfeccionamiento de la mujer y una cierta ampliación de sus horizontes culturales para poder desempeñar mejor los roles de tutora moral y proveedora del hogar como esposa y madre,  en lo que tampoco se diferenciaban mucho de otras tendencias educativas progresistas de la Europa de aquella época. 

El krausista Fernando de Castro, por entonces Rector de la Universidad de Madrid y uno de los promotores de las Conferencias Dominicales dedicadas a la educación de las mujeres, dejó muy claro en la lección inaugural que su propósito era ofrecerles un modelo educativo diferente:
 
<<Es, en efecto, la mujer ayuda del hombre educando a sus hijos y llevando como casera y hacendosa el gobierno interior de su casa; lo es consolando a su marido y asistiéndole en su vejez y enfermedades, y lo es, asimismo, prestando con sus virtudes, con su gracia y su belleza, estímulo poderoso para su pensamiento y su obra, puesto que le inspira y alienta su entusiasmo en la difícil y escabrosa senda de la vida.  Así pues, había que educar a las mujeres para que cumplieran con su destino en la sociedad como esposas y madres que apoyaban a su familia.>>
 
Karl Christian Friedrich Krause (Eisenberg, 6 de mayo de 1781 - Múnich, 27 de septiembre de 1832) fue un autor y filósofo alemán. Es principalmente conocido por ser el creador del panenteísmo y por haber contribuido a la formación de una línea ideológica denominada Krausismo que llegó a inspirar la fundación de centros académicos y culturales, así como grupos intelectuales y políticos de gran influencia, sobre todo en los países de lengua española.

El Krausismo es una versión crítica del idealismo hegeliano. Krause hace una interpretación idealista en términos de proyección social. Tierno Galván lo calificó como “una actitud de protesta contra la ortodoxia del idealismo hegeliano”. Krause aúna religión, ciencia y filosofía y la consecuencia es que nos lleva a una defensa de la tolerancia, la convivencia, la libertad de ciencia, confianza en la Educación como instrumento de modernización y regeneración del hombre… En lo político, se trata de defender al hombre superando el concepto puramente corporativo. Defiende la individualidad del sujeto favoreciendo el liberalismo.

Durante el siglo XIX, Alemania es el lugar donde surgen los pensamientos pedagógicos y filosóficos de mayor consideración. Julián Sanz del Rió será el punto de conexión con el pensamiento alemán. Fue becado por el gobierno español en 1843, final del trienio progresista protagonizado por Espartero. Asiste a las clases de los discípulos de Krause y decide profundizar en el pensamiento para trasladarlo después a España.

La primera vez que se expresa este pensamiento en España, es en el curso académico 1857-58 en la Universidad Central de Madrid (la actual complutense). La obra moral y científica de la Universidad es el discurso de apertura de curso que Del Río hizo. Mas tarde tradujo la obra más fuerte de Krause “El ideal de la humanidad para la vida” (ver). En los años 80 será acusado de traer esta corriente a España, ya que se considera que es el centro en una corriente menor. Menéndez Pelayo, quien fue un gran detractor suyo, lo expuso claramente en su obra ”Historia de los heterodoxos españoles”.

Se habrá elegido el pensamiento de Krause ante el de Hegel, porque era más liberal y menos corporativo, según defiende Elías Díaz. También porque Hegel había muerto y su pensamiento estaba quedando atrás. Por otro lado, era, la de Hegel, una ideología más conflictiva y chocante con la gran tradición y raíz de la religión católica existente en España. Los Krausistas serán acusados de impartir doctrinas perniciosas (articulo 170 de la Ley Moyano).

La inestabilidad política, el conflicto social y la guerra civil durante los seis años del Sexenio Democrático llevaron finalmente a la restauración de la monarquía y de la dinastía borbónica en la figura de Alfonso XII, hijo de la reina Isabel, que fue proclamado rey de España en 1875. La Restauración borbónica representó una nueva etapa del desarrollo político español que, a la larga, iba a limitar los progresos en el campo de los derechos de las mujeres. Según el historiador José María Jover Zamora, el sistema constitucional ficticio de la Restauración se parece a los submodelos de los regímenes parlamentarios del sur de Europa en la época del imperialismo. Este modelo se basa fundamentalmente en un dualismo: la existencia de una constitución liberal formal que, en la práctica, se mezclaba con el funcionamiento real de un sistema político basado en el caciquismo, la desvirtuación del sistema parlamentario, elecciones fraudulentas, el mantenimiento de un grupo de poder de elite minoritario y la exclusión política de grandes proporciones de la población.
 
Este complejo sistema político garantizaba la existencia de las estructuras sociales e impedía que las fuerzas políticas que cuestionaban los fundamentos del régimen accedieran al poder. De este modo, la estructura política de la España de finales del siglo XIX resultó poco propicia al avance del feminismo liberal político tal como había surgido en Gran Bretaña y los Estados Unidos, países en los que el clima social y político era indudablemente más favorable que el español al desarrollo de un feminismo que exigía derechos políticos. Esto se debía en parte al auge de la democracia liberal en estos países y a la búsqueda de coherencia dentro de una política liberal basada en la igualdad y la no discriminación en razón del sexo, al menos entre la comunidad blanca.  También está claro que el desarrollo del feminismo occidental del siglo XIX no fue un proceso lineal o exclusivamente político, ni tampoco el resultado automático del grado de desarrollo político de estos países.

Ni siquiera la legitimación social de los derechos individuales llegó a ser el factor clave de la tradición democrática y liberal española hasta mucho más tarde, coincidiendo con la etapa de la Segunda República en los años treinta. Así, el asentamiento de una estructura política oligárquica resultó sumamente desfavorable al avance del feminismo liberal político basado en el sufragio y los derechos políticos individuales.
 
En la España de finales del siglo XIX, la fragilidad del sistema político liberal y la asociación popular de su mal funcionamiento con el propio sistema, conllevó el desarrollo de una cultura política que no identificó necesariamente el progreso con los derechos políticos. Desde esta perspectiva se puede entender la expansión del movimiento anarquista y el distanciamiento de muchas fuerzas sociales de la participación política. En estas circunstancias, no es sorprendente que las mujeres estuvieran también ausentes del ámbito político y que entendieran que el sufragio y la concesión de los derechos políticos no representaban el eje de su agenda de actuación.
 
La Restauración reforzó la ideología conservadora en relación con las mujeres y se perpetuó a través de una serie de restricciones legales que delimitaban claramente su rol social. Éstas iban a tener consecuencias duraderas ya que la base de esta legislación se mantuvo prácticamente intacta hasta la llegada de un nuevo período republicano, liberal y democrático en 1931: la Segunda República. Por entonces los cambios políticos y estructurales que empezaron a producirse en los años treinta aceleraron el ritmo del cambio social en el conjunto del país y también en la situación específica de las mujeres.
 
Descargar fuente. "Rojas: las mujeres republicanas en la Guerra Civil". Mary Nash
 

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