José Luis Gutiérrez Molina
Grupo de Investigación Historia Actual
Universidad de Cádiz
Andalucía es una de las regiones esenciales en la vida política, social, cultural y económica del Estado español. Los antiguos reinos de Sevilla, Granada, Córdoba y Jaén, convertidos en las ocho provincias actuales por Francisco Javier de Burgos en 1833, determinan, por su peso demográfico y sociopolítico, la gobernación del país.
Sus problemas sociales y económicos, derivados de una mayoritariamente injusta distribución de la propiedad de la tierra, se convirtieron en el primer tercio del siglo xx en cuestiones primordiales que, tanto Monarquía como República, debían solucionar. Además, fue una de las regiones en las que mayor importancia tuvieron las ideas libertarias durante estas décadas. Así lo indican tanto su amplia presencia numérica como geográfica.
Sin la actividad de los anarquistas no es posible comprender la vida de la mayoría de las comarcas andaluzas. Hasta el punto que se puede afirmar que existió una trabazón entre muchas de las señas de identidad ácratas, como el federalismo o la comprensión del mundo agrario, y las del conjunto de la sociedad andaluza. No extraña, por tanto, que los investigadores le hayan prestado una especial atención.
Aunque, en demasiadas ocasiones, los estudios hayan oscilado entre dos extremos. Primero, el que se basaba en una serie de tópicos que caricaturizaban al conjunto de Andalucía como un inmenso latifundio cuya población se dividía entre absentistas señoritos aficionados a los toros, a los caballos y las juergas con vino de Jerez y mujeres vestidas con trajes de flamenca de lunares, y una masa de jornaleros hambrientos, faltos de conciencia de clase, muy dados a la acción espontánea y mística. Todos irredentos anarquistas que habían sustituido a Dios por La Idea.
Después, el péndulo osciló al compás del desarrollo de los estudios históricos y de la coyuntura de los años de la muerte del general Franco y la consolidación de la actual Monarquía parlamentaria. A la vez que se dibujaba un panorama con trazos más finos, se fue diluyendo la importancia del anarquismo en la región. En todo caso se resaltaba el papel que tuvo en la falta de consolidación de la II República, caracterizándolo como uno de los extremos que hicieron inevitable la llamada Guerra Civil.
Obvias eran las razones para que fuera así en el contexto de unos regímenes, primero, dictatorial y, después, democrático. En el primero por ser considerado como la genuina representación de esa Andalucía de pandereta e injusticia y, en el segundo, como vacuna ante cualquier posible resurgimiento del movimiento libertario considerado como uno de los problemas a evitar. Después, arrojado a las cloacas de la historia el franquismo, consolidado el régimen monárquico parlamentario, el anarquismo fue pasando, como muchos de otros temas estrella de los años setenta y ochenta, a un segundo plano. En el camino ha quedado una ingente bibliografía que, a pesar de sus carencias, nos permite trazar un panorama bastante preciso del anarquismo en Andalucía durante el primer tercio del siglo xx.
Hoy podemos afirmar que, de forma general, durante estas décadas, el anarquismo en Andalucía, primero, no fue una ideología marginal, alejada de la mayoría de la población y con fuertes tendencias terroristas, sino que, por el contrario, era un poderoso competidor del sistema social y político imperante durante esas décadas.
En segundo lugar, que más allá de lo que significó socialmente, se caracterizó por desarrollar una amplia actividad cultural y educativa ejemplificada en un sinnúmero de ateneos, escuelas y periódicos que animaron y mantuvieron durante esos años. Además de ser una de las vías de introducción de movimientos, como el vegetarianismo, neomalthusianismo, naturismo o difusión del esperanto, hoy plenamente asumidos por la sociedad. Esfuerzo que creó una alternativa cultural y mental a la liberal y religiosa imperante.
Finalmente, en tercer lugar, que en la coyuntura del verano de 1936 significó una alternativa de régimen social, transformando lo que se presenta habitualmente como una guerra fratricida en una auténtica revolución social.
Así, a través del anarquismo, la clase obrera andaluza, tanto rural como urbana, fue adquiriendo un mayor grado de organización hasta alcanzar su eclosión a partir de los años de la Primera Guerra Mundial. Preeminencia que mantuvo, frente a la socialdemocracia, primero, y al comunismo, después, hasta 1936. Frente a los cuarenta mil asociados que aproximadamente tenía la UGT en 1920, la CNT alcanzaba más de cien mil. Incluso en 1931, tras más de un lustro de práctica desaparición durante la dictadura de Primo de Rivera, los efectivos anarcosindicalistas casi igualaban a los del sindicato socialista. Cinco años después, la situación se había restablecido en favor de la CNT que sobrepasaba los ciento cincuenta mil afiliados en la región. Todavía un número sensiblemente inferior a los más de doscientos mil representados en el Congreso regional de 1933.
Pero no se trataba sólo de un mayor número de afiliados. La supremacía anarcosindicalista en Andalucía se manifestaba en otro elemento mucho más decisivo: controlaba prácticamente todos los sectores productivos más importantes de su economía y presencia social. Así ocurría en el mundo rural. Cierto es que entre los años veinte y los treinta las secciones de la Federación Campesina de la UGT se expandieron enormemente, llegando a ser mayoritarias en provincias como Jaén. Sin embargo, ello no empece para que las zonas de las campiñas cordobesas, sevillanas y gaditanas -las más importantes desde el punto de vista demográfico, económico y social- continuaran prácticamente controladas por la CNT.
Así lo confirmó el que, en 1932, la primera gran prueba de fuerza entre el recién nacido régimen republicano y el anarcosindicalismo agrario tuviera lugar en la provincia de Sevilla. Las autoridades pensaban que el futuro de gran parte de sus medidas legislativas dependían de su capacidad para imponerlas en las comarcas de mayoría cenetista.
De igual forma, los principales sectores urbanos -como la construcción, la metalurgia, el transporte o la alimentación- eran anarcosindicalistas. En un sector tan significativo como la construcción, hay que esperar hasta el mismo 1936 para que la UGT llegara, siquiera, a constituir su sindicato en muchas de las grandes ciudades andaluzas.
Una cuestión muy debatida en la historiografía ha sido fijar las causas por las que el anarquismo arraigó de este modo en Andalucía; desde los planteamientos del británico Eric J. Hobsbawm, y su teoría de los «rebeldes primitivos», pasando por los de Martínez Alier o Jacques Maurice, hasta los trabajos más recientes de González de Malina y Eduardo Sevilla. De todos ellos, desechados los primeros determinismos de carácter marxista, frecuentes en los años sesenta y setenta, hoy podemos decir que la presencia del anarquismo en Andalucía parece responder a un conjunto de razones, de muy diverso origen, que van desde el anarquismo que supo interpretar los modos de vida y trabajo del mundo rural, muy presionado desde las desamortizaciones y el paulatino centralismo del liberalismo decimonónico, hasta el que fue capaz de encauzar las aspiraciones de la cada vez más numerosa clase proletaria que se iba asentando en las ciudades en expansión.
Las comarcas de mayor implantación anarquista eran las de mayor concentración de propiedad de la tierra, las de más número de pobres; las de antiguas experiencias de lucha y desengaño campesino en pleitos antiseñoriales, y las que fueron objeto de la represión tanto monárquica como republicana. Pero también lo fueron las zonas de fuerte presencia de trabajadores de industrias ligadas a la revolución industrial como mineros, constructores navales o los diferentes oficios de la construcción urbana. En ellos, las ideas libertarias ocuparon el espacio social que dejaba el desinterés del Estado por integrar en sus estructuras a los colectivos de las clases subalternas. Circunstancias que proporcionaron las condiciones para que germinara la intensa propaganda y los flexibles planteamientos ideológicos, tácticos y teóricos, que encajaban con la actitud «moral» campesina, las expectativas de las recientes aglomeraciones urbanas y su impulso favorable a la acción directa.
En el análisis de la implantación ácrata en Andalucía no es posible dejar de mencionar sus relaciones con el republicanismo, sobre todo con el federal. Desde antes de 1869, el primero apoyaba las reivindicaciones campesinas sobre las tierras usurpadas y, como el naciente movimiento obrero, sufrió persecuciones. En la Federación de la Región Española (FRE) encontramos a trabajadores seguidores de Bakunin y antiguos republicanos como Fermín Salvochea, el ex sacerdote y diputado federal Antonio Pedregal Guerrero o Miguel Mingorance.
Posteriormente, en la década de los ochenta del siglo XIX, la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) aglutinó a todos esos sectores en su seno mediante las sociedades cooperativas y de socorros mutuos preexistentes o republicanos con doble militancia. Fue una de las razones de su espectacular crecimiento en Andalucía.
Más adelante, republicanos y anarquistas se distanciaron y lucharon por ocupar el espacio del asociacionismo obrero. Pero antes estuvieron juntos, tras la revolución de 1868 y la proclamación de la 1ª República, en los intentos de revocar las sentencias contrarias a los municipios en los pleitos sobre la propiedad de la tierra. En el otoño de 1869, cuando la insurrección federal, como ha analizado Antonio López Estudillo, su mapa se corresponde con las zonas de mayor conflictividad social como Málaga, Sevilla, Cádiz o Córdoba, ya sus partidas se incorporaron numerosos trabajadores.
Si tomamos como ejemplo lo ocurrido en una de las comarcas de mayor tradición anarquista en Andalucía, la sierra sur sevillana y la campiña limítrofe, en su cabecera, Morón de la Frontera, los escritos de los primeros internacionalistas, fueron difundidos por la revista republicano-federal madrileña La Justicia Social. No fue un caso aislado. Similares procesos se dieron en otras zonas como la Bahía de Cádiz, la campiña y sierra de la provincia gaditana o en Córdoba.
Desde entonces, estas comarcas no dejaron de contar con la presencia de núcleos de la FRE, FTRE Y grupos específicos anarquistas que coexistieron con los de Partido Republicano Federal o intentos de fundar federaciones obreras de tendencia republicana como la impulsada por Manuel Moreno Mendoza, masón, correligionario de Blasco Ibáñez y alcalde de Jerez durante la II República, a caballo entre los siglos XIX y XX. En los primeros años del siglo xx estas sociedades ya seguían mayoritariamente las pautas anarquistas por la escasa utilidad de las anteriores direcciones en alcanzar mejoras económicas.
A partir de este momento, y pese a la competencia del socialismo en algunas comarcas rurales andaluzas, el anarquismo se convirtió en la ideología dominante en el movimiento obrero andaluz, urbano y campesino, hasta 1936.
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